Cuarenta días. Desde el Miércoles de Ceniza hasta el Domingo de Ramos, el cristianismo da pie a un periodo de introspección, reflexión y cierto propósito individual de mejora. Sin embargo, creo que más allá del dogma de la fe, cualquier persona, —creyente o no—, puede aprovechar este tiempo como una tregua, un alto en el camino desde el que replantearse ciertas vicisitudes. En la era del frenesí parar es casi un acto de rebeldía.
Seamos pues, rebeldes y pensemos qué hacer en este paréntesis cuaresmal. Desde aquí mi más sincera enhorabuena, supongo, a todas aquellas personas que abrazan la vorágine y se dan a la hiperproductividad. Ya si acaso, en alguno de tus cuatro cafés al día, me haces un hueco. Pero lo peor de esta situación es que si en algún momento decidimos parar, nos asusta tanto el vacío que echarnos en el sofá y contemplar el gotelé nos parece intolerable. Reconozco que a mí me da pavor incluso salir sin cascos por la calle porque prefiero escuchar las reflexiones de otro antes que lidiar con el incordio de mi propio remordimiento reflexivo. Justamente por eso me gustan tanto estos cuarenta días, porque me impone el ejercicio de pensar sin subterfugios, sin escapatorias. Sobre todo ello el otro día llegué a una conclusión sencilla pero irrefutable: tal vez, estos cuarenta días sean perfectos para tres cosas tan sencillas como esenciales en su nimiedad: decir buenos días, pedir perdón y dar las gracias.
Por un lado, decir buenos días porque el saludo, aunque parezca banal, es un reconocimiento de la existencia del otro, no solo un mero trámite. Faltaría más. Es una intención de querer que al otro le vaya bien el día, una norma de primero de urbanidad. Nos cruzamos en ascensores, en pasillos, en la calle y tenemos la inercia de agachar la cabeza. Tranquilo, es gratis decirlo.
Por otro lado, es importante no olvidar ser agradecido porque la gratitud es edificar un puente entre dos personas. Agradecer cuando nos sostienen la puerta, cuando nos pasan un bolígrafo, cuando alguien nos escucha. No asumir que todo nos lo deben, no dejar que el silencio administrativo se convierta en nuestro código de conducta. Hay que combatir la mezquina impaciencia con gratitud. Oye y que hacienda no te va a retener más por decirlo.
Aunque el ejercicio que os propongo y que más cuesta a título personal es el de perdonar. Y aquí me detengo porque creo que hay tres niveles: primero el absolverse a uno mismo. Que sí, que ayer la cagaste mucho, que se te pasó la entrega, que se te olvidó contestar, que no eres suficientemente bueno. Deshagámonos tanto de la culpa que no estemos tentados ni a mirarla porque no hay peor condena que vivir peleado con tu propia historia. Si estamos aquí, es para vivir y saber que todo pasa por algo, que la gente orbita su propia realidad y como dice Isabel Coixet, no te va a querer todo el mundo, así que no nos agotemos en la autoflagelación continua. Pero todo ello debe completarse con el perdón a los demás. Yo aún me pregunto cómo se hace eso de pasar página de algo que nos hirió. El punto aquí es que creo que no se trata de justificar, ni incluso de olvidar. Más bien es un ejercicio pragmático: soltar. Tratar de desprenderse del rencor porque el error ajeno es irrevocable, pero nuestra actitud hacia él sí que nos pertenece.
Y algo sobre lo que de verdad pienso en estos días: el perdón a alguien a quien nunca pensabas enmendar. Puedes aprovechar para mandarle un mensaje a alguien, incluso aunque sepas que no te va a responder. Pero si necesitas hacerlo, hazlo. Liberémonos de la rabia, si total, igual la situación no cambia, pero tu al menos has tratado de hacer las paces con la vida, con su caos, con su arbitrariedad, con su absurdo. Todo ello implica entender que, aunque nunca encontraremos todas las respuestas, sí que podemos elegir cómo seguir adelante. Soltar el peso del resentimiento no es un favor que le hacemos al otro, sino a nosotros mismos.
Quizás de eso se trate la Cuaresma: no solo de abstenerse de carne o de placeres materiales, sino de soltar aquello que envenena poco a poco el alma. Es un ensayo de renuncia más profunda. El arte de caminar por la vida con una mochila más ligera. Y si después de estos cuarenta días logras perdonar, agradecer y reconocer a los demás… quizás ahí descubras que la verdadera penitencia era la manera con la que vivíamos antes de hacer esta pausa en el camino.