Ha caído una roca más de ese imperio que es la infancia y que el tiempo se encargará de destruir hasta que lo único que nos queden sean recuerdos. Hace unas horas ha muerto Paca, que era la osa de la que todo niño menor de treinta y cinco años ha oído hablar alguna vez en Asturias. Paca y Tola, su hermana, no eran dos osas pardas cualquiera. Porque, además de ser el símbolo contra la caza furtiva y la recuperación de los animales salvajes en Asturias, eran, y seguirán siendo, recuerdos felices de aquellos niños que nos íbamos de excursión con el colegio o la familia a verlas. Después llegó Furacu, pero no tuvo tanta trascendencia: lo único que nos marca en la vida son las primeras veces. Del resto de besos prácticamente nadie se acuerda y probablemente pasemos a diario delante de los sitios en lo que sucedieron a altas horas de la noche, en tardes donde ni siquiera los exámenes importaban o en mañana frías de invierno antes de entrar a clase. Pero cuando pasamos por el lugar de aquella primera vez hasta se nos dibuja una sonrisa en la cara y se nos iluminan los ojos. Qué tiempos aquellos donde el amor era inocencia y el alma todavía no tenía arrugas.
No es la única piedra que ha caído de un imperio del que tarde o temprano seré el único testigo y que desaparecerá una vez que haya muerto. La primera lo hizo cuando la sidrería donde tantas noches pasé con mis padres y sus amigos reformó el local y cambió de nombre. Desde entonces, pasear por la Calle Campomanes nunca ha vuelto a ser lo mismo. Uno mira a través del cristal y lo ve todo tan distinto que lo único que le queda son los recuerdos de mis padres llegando a casa y poniendo la ropa en el tendal para quitar el olor a tabaco. Tengo esos segundos grabados a fuego. Podría describirlos como si estuvieran sucediendo ahora mismo. No he vuelto a entrar desde que se hizo el cambio de nombre y la reforma del local porque la vez que lo hice sentí que ya no pertenecía a aquel lugar y que todos los momentos felices que habíamos vivido solo habitaban en mi cabeza y en los que estuvieron conmigo.
Otra piedra de mi imperio cayó cuando en la plaza donde pasé infinitas tardes jugando al fútbol se colgó un cartel que decía prohibido jugar a la pelota. No sé en qué momento el alcalde de la ciudad que aspira a ser la capital del deporte, creyó que era buena idea prohibir el fútbol en la Plaza de la Gesta. Pocas cosas más importantes puede tener una ciudad como la cultura de las plazas en las que se juega al fútbol. Cuántos sueños se han sostenido de los palos de esas porterías hechas con bolas de sudaderas y abrigos.
Pero la piedra que más me dolió ver caer fue la del Zape. Aquella barra y aquel local eran lugares de culto. Todo lo bueno que te podía pasar a los diecisiete años sólo era posible si estabas pegado a esa barra en la que todo el mundo se conocía sin importar el trato. No estar allí significaba no estar en la ciudad y mucho menos al día de lo que fin de semana tras fin de semana sucedía. El paso del tiempo iba dando relevo generacional al local, pero había fechas como La Ruleta y Navidad donde parecía que el tiempo se había detenido y todos volvíamos a estar en un lugar del que nunca debimos irnos. Sé que esas fueron mis mejores noches porque éramos jóvenes e inocentes. Ahora sólo podemos decir que somos jóvenes.
Pero supongo que convertirse en un adulto consiste en volver a la ciudad donde creciste y no reconocerla. Ver cómo algunas tiendas del barrio han pasado a convertirse en inmobiliarias, tiendas de compañías de teléfonos, lugares donde hacerse la manicura y asumir que el local donde se escuchaba el mejor rock de la ciudad y se bebía la mejor cerveza se ha convertido en un intento de pub irlandés con cócteles. A veces uno siente que no tiene un lugar donde refugiarse y termina pensando que lo mejor que puede hacer es acudir a la novedad o quedarse en el sofá, consciente de que ya no pertenece a ese lugar. Sentirse huérfano en tu ciudad es sinónimo de que estás creciendo y cultivando el futuro en otra. Y que, por desgracia, cada vez que vuelvas, verás como cae una piedra de ese imperio que es la infancia. Una patria convertida en recuerdos a la que sólo regresarás para esbozar una sonrisa y sentirte orgulloso de ella.