Este año marca el 50 aniversario del estreno de una de las obras claves del cine de terror contemporáneo: El exorcista, de William Friedkin. Sobre esta película ya se ha escrito mucho y muy bien, como merece, así que hoy aquí vamos a hablar de otra cosa: de El exorcista como saga, como franquicia millonaria, y de cómo su trayectoria ha ido reflejando la evolución del terror cinematográfico en este último medio siglo.
El concepto de “franquicia” está presente, de una manera u otra, desde el mismo origen de El exorcista. Se trata, al fin y al cabo, de una adaptación hecha al rebufo del moderado éxito editorial de la novela homónima de William Peter Blatty, publicada tan solo dos años antes del estreno de la película. En el Hollywood de principios de los 70, la única manera de que un estudio produjese una película de terror con un presupuesto decente y actores de primera era que existiese algún material previo de éxito garantizado, ya que se trataba de un género considerado menor y asociado en el inconsciente colectivo a la serie B de los 50; no a un cine serio con preocupaciones intelectuales legítimas que pudiese interesar a un público adulto y respetable. Echando un vistazo a la cartelera actual parece utópico que el público objetivo de una superproducción pudiese ser “adulto y respetable”, pero así funcionaban las cosas hace no tanto. Las pocas cintas de terror que habían recibido este tratamiento favorable, como Psicosis o La semilla del diablo, eran también adaptaciones de novelas, y fue precisamente el éxito sin precedentes de El exorcista lo que legitimó finalmente al género y allanó el terreno para producciones originales como La matanza de Texas o La noche de Halloween, que convirtieron la década de los 70 en una era dorada del terror.
Ante el tremendo éxito de la primera parte, el estudio se apresuró en producir una secuela. Cabe destacar que en este momento, a diferencia de la actualidad, esta no era una práctica habitual, y pocas películas tenían secuelas que no estuvieran planeadas desde el principio, convirtiendo a El exorcista II en una especie de paciente cero de la franquiciación patológica que sufrimos ahora. A finales de los 70, la producción de este tipo de secuela se consideraba señal de un sacacuartos sin mucho que decir, cosa con la que no ayudó el hecho de que ni el director ni el guionista ni casi ningún actor -salvo Linda Blair, la icónica niña Regan, y Max Von Sydow, el padre Merrin- decidiera volver para esta segunda parte. A pesar de este carácter puramente explotativo, encargaron el guión al dramaturgo William Goodhart, que claramente era una persona con muchas más ideas y ambición de lo que pedía su rol de mercenario de la creatividad. Goodhart consideraba que la película original era poco menos que una excusa para ver a una niña siendo torturada, y buscó escribir un guión más centrado en lo psicológico y en cuestiones teológicas y morales, como el origen del mal o la naturaleza de la fe. Esto lo convierte en la primera persona en creerse mejor que las demás por decir que lo suyo es terror elevado, un pionero del snobismo de género. Pero no estaba solo, ya que John Boorman, que había rechazado dirigir El exorcista por motivos similares, se subió al carro de la secuela tras leer el guión, atraído por la idea de hacer un “thriller metafísico”. Boorman, responsable del clásico de la ciencia-ficción cucú bananas Zardoz, inyectó su sensibilidad psicodélica al libreto, resultando en una película que casi dan ganas de reivindicar como una obra de culto olvidada. Énfasis en el “casi”. En medio de una atmósfera onírica como de película italiana recordada a medias, El exorcista II despliega todo un arsenal de maravillosos sinsentidos: batallas telepáticas, terapias new age, y hasta una escena narrada visualmente desde el punto de vista de una langosta africana. Lamentable pero predeciblemente, estas genialidades puntuales no consiguen formar un conjunto coherente, y la película se ve lastrada por un ritmo plomizo y un argumento sin ningún interés, que se empeña en servir de epílogo a una historia que ya había quedado bien cerrada y responder a preguntas que nadie se había hecho.
Si El exorcista II fue un subproducto de estudio que se volvió más raro e interesante por la ambición de sus creadores, la siguiente entrega de la saga es todo lo contrario: un proyecto de pasión que se vio deformado por las presiones ejecutivas. Dirigida por el propio Blatty, que llevaba años intentando producir su guión, El exorcista III tal vez sea la película con el nombre más engañoso de la historia (si acaso superada solo por El almuerzo desnudo). No solo no es una verdadera tercera parte, ya que ignora los hechos de la cinta anterior, sino que en realidad tampoco va mucho de exorcistas, convirtiéndose en una historia de asesinos en serie en la que inicialmente no había ni una sola escena de exorcismo, hasta que el estudio exigió añadir una de manera bastante gratuita para justificar el título. En lo que sí entronca con la película original es en retomar su ambiente malsano y desagradable, abandonando la cerebralidad remilgada de la segunda parte en pos del gore desatado y una serie de secuencias de pesadillas surrealistas que no desentonarían en Twin Peaks. Las mencionadas interferencias del estudio no pudieron ahogar la arrolladora personalidad de la cinta, que pronto alcanzó un status de culto entre los fans del género. Saber que “El exorcista III es La Mejor, En Realidad” se convirtió en una especie de apretón de manos secreto para identificar a personas con pocas habilidades sociales y muchas opiniones sobre películas de desmembramientos.
La saga permaneció en barbecho hasta 2004, cuando se produjo una precuela centrada en los orígenes del padre Merrin como arqueólogo en Kenya, dirigida por Paul Schrader, a quien, como católico descarriado, es fácil imaginarse por qué le interesó este material. Schrader cargó El exorcista: El comienzo de reflexiones sobre la culpa, el Mal, con mayúsculas, y el colonialismo, y las maneras sutiles pero destructivas en las que las tres cosas se entrelazan. Lo que no tiene, sin embargo, son sustos, ni en general ningún gancho narrativo que le dé algo donde agarrarse a un público que tal vez no vaya buscando algo al estilo del cine trascendental de Paul Schrader. Y, para ser justos, incluso quien vaya buscando eso se va a encontrar una película bastante mediocre, por lo que no es de extrañar que el estudio la metiera en un cajón y contratara al artesano Renny Harlin para que la volviera a grabar y montar. Aun así, Harlin no fue capaz de salvar los muebles, y este dúo de precuelas fue directo al mismo agujero de la memoria colectiva que el cantante coreano PSY o los dos primeros meses de 2020.
El desastre de las precuelas hizo suficiente daño a la reputación de la franquicia para dejarla inactiva durante más de diez años, hasta que en 2016 la cadena de televisión Fox estrenó una serie que servía, una vez más, de secuela directa a la película de 1973. No nos vamos a detener mucho en ella porque aquí lo que nos interesa es el cine, pero sí cabe mencionar que encontró un núcleo fiel de público online formado principalmente por usuaries de tumblr que shippeaban a los dos protagonistas masculinos y que intentaron, sin éxito, hacer campaña para evitar su cancelación después de dos temporadas.
Después de la serie, y a tiempo para el 50 aniversario de la franquicia, se anunció una nueva trilogía de películas a cargo de David Gordon Green, que venía de modernizar la saga Halloween con otras tres películas que hacían las veces de reboot, ignorando las demás secuelas, e introducían una sensibilidad más cercana a un terror elevado como el modelado por The Babadook o Hereditary. La elección de Gordon Green, entonces, llevaba implícita una declaración de intenciones: el retorno de El exorcista a unas ligas mayores que no había ocupado prácticamente desde sus inicios, y por tanto el borrado de toda esa serie de secuelas destartaladas, incoherentes y problemáticas para crear una continuidad consistente. Hasta ahora, El exorcista era una saga casi accidental, formada por películas de calidad y tono enormemente dispares y que apenas encajaban entre sí, fruto de las frías mecánicas industriales pero capaces de encontrar destellos de brillantez por parte de autores ambiciosos dispuestos a aprovechar la maquinaria de los grandes estudios para desarrollar sus ideas más desnortadas. Con esta nueva trilogía, la idea es un poco la contraria: un movimiento planeado para convertir El exorcista en IP, con una identidad mucho más acotada y unas constantes formales medio respetables.
En El exorcista: Creyente, primera entrega de esta nueva trilogía, se dan cita algunos de los peores vicios de la secuela tardía moderna, como el cameo gratuito de los protagonistas de la primera película a quienes no se les permite avanzar en su caracterización y parece que han pasado los últimos 50 años en ámbar, los guiños formales que solo existen para que el público los reconozca (el uso de Tubular Bells, que en las originales solo servía para crear un ambiente malsano, aquí aparece triunfalmente para anunciar que volvemos a terreno conocido, y un prólogo en Haití que solo existe porque en la original había uno similar en Iraq tiene la desafortunada implicación de que los demonios solo vienen de países económicamente desfavorecidos y con poblaciones racializadas), y las subtramas que solo sirven para plantar las semillas de una futura trilogía que nadie ha pedido. Además, como corresponde al cine de prestigio, esta nueva secuela a duras penas es una película de terror. Donde otras entregas se esforzaban por mantener una atmósfera inquietante constante, crear imágenes repulsivas o abordar temas incómodos, esta se parece más a un drama de un padre con una hija con problemas psicológicos que solo en set pieces puntuales se adentra en terrenos más abiertamente terroríficos, encarando el resto del metraje con una sosez formal que no la diferencia de una serie de Netflix cualquiera.
Así pues, el círculo se cierra. Una saga que empezó dándole un nuevo aire de legitimidad a un género históricamente maltratado ha acabado siendo víctima del proceso que ella misma empezó. Al final, detrás de la promesa de la respetabilidad lo que realmente se escondía era la viabilidad comercial. Ser aceptable es ser vendible, susceptible a ser homogeneizado y empaquetado acorde a los dictados de un departamento de marketing o el algoritmo de una plataforma de streaming.
Es hora de permitir que el cine de terror vuelva a ser feo, indecente y poco respetable. Digamos no a las propiedades intelectuales transmedia y sí a la exploitation desquiciada. El exorcista, igual que Mae West, cuando es buena es muy buena, pero cuando es mala es mejor.