Kalorama

Primer día del Kalorama el jueves en Madrid y el veredicto: completamente satisfactorio. Se creía uno ya condenado a que cierto tipo de festivales aquí no funcionasen: desastre traumático del Primavera el año previo, todavía en nuestros corazones. Aguardaba yo algo así con temor al pisar IFEMA, pero el temor fue disipado: llegamos, vimos y vencimos; operación quirúrgica de disfrute bien ejecutada, limpia, aseada; nos volvimos a casa hasta en cómoda furgoneta y tanto es así que os escribo el viernes desde el baño de la oficina circa 9 am, despierto como un gato.

Lo primero fue Nation of Language. Me entero que son de Nueva York y que la teclista es condenadamente guapa. Los había visto ya hace par de años -creo- en el Primavera BCN, sesión de noche, pero de más lejos y brumosamente con lo que no fui capaz de apreciar detalles. Aquí sí aprecié y bien porque se posaba entonces el atardecer como un pétalo, había luz de sobra y yo venía con los deberes hechos: en bucle Strange Disciple y A Way Forward las dos semanas previas, hitos históricos A New Goodbye y Across That Fine Line, sendas fragatas de combate que fueron para mi delicia los dos últimos temas del setlist. Se balanceaba suave el público, acariciado por Ian Richard Devaney y su teclista, Aidan Noell, así como por un bajista que parecía haberse colado en el escenario, para de pronto tirarse a bailar como si llevásemos allí una semana y fuesen las 3 o 4 de la mañana. Too Much, Enough sonó fenomenal; se nos cayeron los calzoncillos con September Again y sólo eché de menos Fractured Mind, bebé sonrosado que me trajera la cigüeña Spotify y con el que descubriera al grupo en su día. Se asombraba hacia el final Devaney con que a ese mismo escenario fuesen a subirse en breves The Postal Service / Death Cab for Cutie y LCD Soundsystem; francamente: nosotros también.

Recogimos bártulos y cervezas bien equipadas y marchamos al escenario dos (2). El Kalorama es como un apéndice del Primavera Sound. Es como si hubiesen extirpado la sección anglo-new wave-guitarras y hubiesen hecho con ello un festival. Una cosa pequeña, práctica, apañada como un llavero. Lo cual es estupendo. Tocaban ahora The Kills, que nos dieron un poco igual, así que descendimos sobre el escenario 3 que era más bien una jaima beduina. En medio del desierto un grupo de africanos armaban un lío considerable; debían de ser por lo menos veinticinco: uno pinchaba, otro cantaba, varios bailaban, algunos hacían TikToks o animaban al público; tiraban pegatinas. El público éramos una bajamar de blanquitos intentando atar dos compases sin éxito, así que cuando de pronto sonó Wannabe de las Spice Girls se pudo sentir claramente una ola de alivio recorrer la carpa. Muy divertido. Aquello acabó rápido y nos volvimos al escenario 1, donde era ahora el turno de Death Cab y Postal Service.

A Death Cab no los conocía. Me salté esa clase en la ESO. Era una propuesta así acústica, refinada, que casaba admirablemente con el cielo púrpura embarazado de tormenta sobre nosotros. Vetas azul suavizante; anaranjadas. El escenario era en cambio negro: estaba Ben Gibbard tristón y melancólico con su muerte-taxi y se notaba. Su cara poligonal brotaba en las pantallas como el gran hermano cantando muy íntimo y yo rodé algún primer plano satisfactorio. Bien. La cosa era un díptico, por lo visto: ninguno sabíamos cómo armarían la transición hacia el Servicio Postal o de Correos y fue la bomba: desaparecieron, se esfumó el negro, interludio diez mins y de golpe PAF, de nuevo arriba vestidos de blanco brillante y armados hasta los dientes de sintetizadores. Arranca The District Sleeps Alone Tonight; bailamos; suena Such Great Heights; nos caemos de culo. Gran concierto, inesperado. Encima, traca final: pedazo versión supersónica de Enjoy the Silence, de Depeche Mode. Sensacional. Fantástico. Prodigioso.

Con la batería bien cargada mordisqueamos unas pizzas y nos plantamos en dos (2) para Folamour. Bah. Me deja tibio su house de microondas a tono con la lluvia que empieza a caer prudente. Meneamos un poco las caderas -tampoco mucho- y enseguida volvemos a la tierra prometida a coger sitio para LCD. Ahora sí. Se acabaron las bromas. El que tenga miedo que no baile. El Kalorama ha debido de pasar en general inadvertido porque estamos prácticamente en primera fila. Si estiro un poco el cuello muerdo el escenario. Jamás hubiera soñado cosa así: Borja confirma que en el BBK hace años los vio poco menos que con prismáticos. Suenan de prólogo Smalltown Boy, Beginning of the Heartbreak, y ya la gente está como nerviosa. Un tipo a mi lado me avisa: cuidado que van a llover pisotones. Le miro, me río: todo guay pero cada uno su espacio. Estas cosas conviene atajarlas rápido porque pueden amargar conciertos. La chocamos fraternal, diplomática -así debió de ser la partición de Polonia- y torcemos la vista al frente. Caen las luces.

James Murphy es el perfecto maestro de ceremonias. Comparece con naturalidad, como si lo hubiese hecho toda la vida. No se le notan los años, y yo pienso que quizá del vientre de su madre salió también con un micrófono. Empiezan a sonar temas. El escenario está atiborrado de instrumentos, incluyendo un sintetizador grande como un armario que más bien parece una vieja computadora militar. La proverbial bola de discoteca resplandece sutilmente sobre nosotros: en ella depositamos todas nuestras esperanzas.

La verdad es que no estaba seguro de qué esperar de este concierto. Son tan escasas, tan espaciadas sus apariciones que han adquirido ya el aura de lo mítico. Por supuesto, mítico es: pero no más de lo que podrían ser unos Strokes; desde luego no un David Byrne. Y sin embargo llego a ellos con más miedo; respeto; reverencia. Siento en lo más íntimo que James Murphy me hace un favor, a mí, a título personal, por reservar una parte de su plateado tiempo para cantarme unas canciones. Le miro -desde aquí advierto sus canas, sus casi imperceptibles arrugas- y me digo: lo debe de hacer sin gusto, a regañadientes, el venirse aquí a tocar ante una panda de ansiosos fans. Y de golpe suena Daft Punk Is Playing at My House. Y Tribulations. Y New York I Love You, But You’re Bringing Me Down. Suenan, eso es, todas. Una tras otra, todo el canon LCD desfila ante esta panda de ansiosos fans que ahora ha saltado por los aires y baila, canta furiosamente. Estallo y grito I can change, I can change, I can change con Murphy como si yo también hubiese discutido con mi novia. Me caigo al suelo descoyuntado con You Wanted a Hit. Me abro el pulmón en canal con Someone Great; me derrito con Home. James Murphy no se deja nada en el tintero. Otro quizá con menos prestigio, carisma se hubiese limitado a lo reciente, a la última etapa del grupo, pensando que lo del principio no va ya con él y que su tarea es educar a un público complaciente. Pero Murphy es, ante todo, un señor. Tiene la modestia de los grandes talentos. Lejos de mostrarse aburrido, impaciente, se deja llevar y baila graciosamente; se menea, juguetea y charla con su batería, su teclista. Se debe a su público, sea éste ansioso o tranquilo, de Madrid o de Lisboa. Cuando llegamos al final ya nos lo ha dado todo. Nos ha dedicado incluso unas palabras, agradecido porque compartamos con él la noche en medio de esta delicada llovizna. Y nos podríamos haber ido así, agradecidos también nosotros y agotados de cantar y bailar junto a este descomunal artista. Pero entonces caen de nuevo las luces, y arrancan los extravagantes acordes de un famosísimo piano. Es All My Friends. Traca final; fuegos artificiales. La multitud se deshace y en la noche tapiada que por hoy ha perdonado el diluvio aúlla a coro And if it’s crowded all the better, porque realmente es así: cuantos más mejor y más apretados, cantando a una la mejor oda a la amistad jamás escrita.

Terminamos. Caminamos a la salida. El Kalorama 2024 queda inaugurado.

Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES