La cámara frontal de la Humanidad

No hay manera de no meterse en un jardín. El Holocausto es singular con respecto a otros hechos históricos porque, desde el momento en el que pasó, nos hemos preguntado cómo representarlo. Esto se debe en parte a que el pensamiento occidental ha decidido convertirlo en un símbolo del Mal en general, de la capacidad del ser humano para la crueldad, y en parte a que fue la primera catástrofe de estas características en suceder en un momento en el que ya teníamos la imagen audiovisual completamente interiorizada e imbricada en nuestra manera de ver el mundo. Así, desde la Noche y niebla de Resnais, apenas 11 años después del final de la guerra, cada película que intenta retratar estos hechos se encuentra con un escrutinio extra que no permite la representación puramente expositiva, sino que requiere un dispositivo formal especial, sea el blanco y negro de La lista de Schindler, la exhaustividad extrema de Shoah o el punto de vista fijo de El hijo de Saul

La zona de interés, de Jonathan Glazer, se incorpora a esta tradición con la no particularmente original decisión de dejar el horror (apenas) fuera de campo. Si bien es verdad que en ningún momento muestra los cadáveres ni las ejecuciones ni, en general, nada de lo que pasa en el interior de Auschwitz, la película se asegura en todo momento de no ser más contenida de lo estrictamente necesario para no cruzar la línea Jojo Rabbit de la frivolidad. Mucho se ha hablado de su diseño de sonido, que insinúa la atrocidad que está teniendo lugar en segundo plano a partir de sutilísimas pistas como un rumor constante de gritos, golpes y disparos. De la misma manera, la chimenea y el humo de las cámaras de gas están presentes en la mayoría de los planos exteriores, por si el despliegue de miseria auditiva no fuese suficiente para que no se nos olvide inmediatamente dónde estamos. 

Si bien su contenido acaba fracasando a la hora de buscar modos de representación novedosos, lo que eleva La zona de interés a un terreno más interesante (podríamos decir que incluso a una zona de más interés) es el carácter formal de sus imágenes. La película utiliza una fotografía muy visiblemente digital, fácilmente identificable incluso al ojo inexperto. Su contraste altísimo y sus luces profundamente quemadas en los exteriores son más propios de un clip de deportes extremos grabado con una GoPro, o de uno de esos vídeos de stock de hombres de negocios dándose un apretón de manos, que de lo que solemos imaginar cuando pensamos en cine de época. Además, al mostrar las diferentes estancias de la casa de la familia nazi protagonista, los ángulos de cámara y el montaje elegidos son los propios de la vigilancia de seguridad o los realities tipo Gran Hermano, con ángulos fijos y constantes saltos de eje que hacen que el encuadre no parezca una decisión artística deliberada sino la consecuencia de ir saltando entre distintas cámaras ocultas. 

Estas imágenes, por su propia naturaleza, no podrían existir en los años cuarenta, lo que causa un inmediato efecto de extrañamiento en el espectador. Por la vía del distanciamiento brechtiano, esta dislocación temporal nos hace poner en otro contexto lo que vemos, y empieza a responder a una pregunta que tal vez tuviéramos desde el principio: por qué hacer una película del Holocausto ahora. Qué puede tener Glazer que decir que justifique meterse en este jardín de nuevo, después de casi ochenta años. Al situar la naturaleza de sus imágenes en nuestra realidad reciente, al darles el aspecto y la textura que asociamos a la actualidad, Glazer pone la Historia en conversación con el tiempo presente. Ya no estamos en el terreno de la representación del pasado cómoda e inofensiva, un recuerdo del horror que podamos dejar aparcado en la sala de cine, sino que sus reverberaciones nos persiguen de camino a casa, implicándonos de una manera mucho más directa. 

Pero hay algo más detrás de este uso de las imágenes de vigilancia. La zona de interés no es la única ficción reciente que se ha servido de este tipo de imagen para destapar, bajo el disfraz de la objetividad o la distancia, la oscuridad que se esconde detrás de instituciones aparentemente benignas como la familia nuclear. La película ha coincidido en el tiempo con la serie The Curse, de Nathan Fielder y Benny Safdie, que utiliza un dispositivo formal muy similar. Al igual que La zona de interés, The Curse explora las intersecciones entre privilegio, clase e ideología a través de un matrimonio, en este caso el formado por dos inversores inmobiliarios convertidos en estrellas de su propio reality show que, en sus esfuerzos aparentemente bienintencionados por crear una nueva comunidad eco-friendly en un barrio empobrecido de Los Angeles, acaban empeorando las cosas para los lugareños. Esta mezcla de culpa blanca y profundo narcisismo queda retratada a través de una cámara que parece observarlos continuamente desde la distancia, a veces escondida en una esquina del escenario o a través de puertas y ventanas, como si fuese el ojo de un acosador implacable, que los sigue con movimientos lentos y crea una tensión claustrofóbica a base de ominosos zooms. 

Tanto en La zona de interés como en The Curse, estos actos de voyeurismo tienen una dimensión reconfortante: estamos viendo a personas horribles hacer cosas horribles con total impunidad y sin apenas conciencia de ello, pero al menos, por el acto de estarlos viendo, sabemos que no se libran del todo. En un tiempo en el que nuestra cultura ya no tiene tan presente la figura de un Dios que nos juzgue y nos castigue, nos hemos inventado otro, de mirada igualmente omnisciente: la cámara. Tenemos tan interiorizada la vigilancia constante de las lentes que su lenguaje visual es al que acudimos cuando queremos representar el ojo que todo lo ve. Pese a su intención transgresora, las dos obras nos ofrecen este consuelo: puede que tú no tengas intimidad, pero los malos tampoco. 

Y al revés: parte de la ansiedad que nos causan narrativas como estas viene precisamente del miedo a ser vistos sin saberlo, incluso en nuestros peores momentos, aquellos que no hemos preparado y seleccionado para el consumo ajeno. No en vano, una de las escenas más escalofriantes de The Curse es en la que vemos a los protagonistas preparar de manera totalmente artificial una serie de stories de instagram que simulan una espontaneidad juguetona. En este momento, no hay nada más aterrador que la idea de que alguien más vea lo que ve la cámara frontal del móvil cuando la abres sin querer y te enfocas la papada. La zona de interés y The Curse ponen esa cámara frontal en el centro, obligándonos a confrontar nuestros ángulos menos favorecedores: el privilegio y la indiferencia ante el horror. Solo mirándonos en su espejo deformador, aprendiendo a no apartar la mirada ante nuestros peores rasgos, podemos empezar a crear un mundo cuya imagen no nos avergüence del todo.

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