La decadencia de comer en el transporte público

Con la mandarina no hay nada que hacer, se acabó el placer de viajar y recorrer kilómetros; su hedor acapara el ambiente de tal manera que parece que ese espacio va a oler para siempre al funesto cítrico.‍

Hay pocas cosas que odie tanto en esta vida como que alguien coma a mi lado en el tren, el autobús o hasta en el avión, que es más comprensible. Y mucho más cuando lo hacen desenvolviendo el bocadillo grasiento de chorizo o de bonito con mahonesa del papel de aluminio y comienzan a hincarle el diente de una forma desaforada. Con cada gesto el ambiente empieza a impregnarse de un olor penetrante a comida, tanto que se vuelve nauseabundo. Veo a ese hombre o a esa mujer apretar el bocata, incrustar sus dedos en la corteza maltrecha y blandengue del pan tras el tiempo hermético en su envoltorio, y se me dispara la repugnancia. Migas y más migas por todos los lados, rumiando sin parar el engrudo pastoso, dedos llenos de pingüe que se posan aquí y allá, servilletas insuficientes que se exprimen al máximo haciendo dobleces, hasta que suelen recurrir al dorso de la mano. No digamos ya cuando es el turno del postre y el ínclito ha tenido la gran ocurrencia de llevarse un yogur bebible, como si de un niño se tratase, o la fatídica mandarina. Con la mandarina no hay nada que hacer, se acabó el placer de viajar y recorrer kilómetros; su hedor acapara el ambiente, y si uno no tiene suerte puede que se vea hasta salpicado, de tal manera que parece que ese espacio va a oler para siempre al funesto cítrico.

Hace un tiempo, me pasó esto en un tren camino a Madrid. Un tipo que parecía normal —pese a viajar en chándal—, se puso a jalar a mi lado. En qué momento, menudo castigo. Yo trataba de arrinconarme junto a la ventana, pero era imposible, con cada dentellada al sándwich mixto se venía arriba y gesticulaba sin parar, haciéndose más grande en su asiento, frente a un pobre yo que se achicaba contra el cristal. Lo dejé pasar hasta que no pude más, y tuve que decirle algo. Traté de explicarle la incomodidad, que había una cafetería, que estaba cargando el ambiente, pero nada: tragaba sin parar. Un sándwich, unas Pringles, un Aquarius y dos mandarinas. Al final acabé moviéndome yo y recalé en el bar, que es el mejor lugar en el que se puede estar en un tren.

Qué coño funciona mal en esta gente. Se deben de creer Brad Pitt, o algo así, que siempre sale comiendo en sus películas y en él queda interesante; pero no en la mayoría de los mortales: no en ti, tolay. No sean como esa peña que come en el transporte público, no se dejen vencer por el conformismo, que siempre lleva a la decadencia.

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Gastronomía

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Con la mandarina no hay nada que hacer, se acabó el placer de viajar y recorrer kilómetros; su hedor acapara el ambiente de tal manera que parece que ese espacio va a oler para siempre al funesto cítrico.‍

Hay pocas cosas que odie tanto en esta vida como que alguien coma a mi lado en el tren, el autobús o hasta en el avión, que es más comprensible. Y mucho más cuando lo hacen desenvolviendo el bocadillo grasiento de chorizo o de bonito con mahonesa del papel de aluminio y comienzan a hincarle el diente de una forma desaforada. Con cada gesto el ambiente empieza a impregnarse de un olor penetrante a comida, tanto que se vuelve nauseabundo. Veo a ese hombre o a esa mujer apretar el bocata, incrustar sus dedos en la corteza maltrecha y blandengue del pan tras el tiempo hermético en su envoltorio, y se me dispara la repugnancia. Migas y más migas por todos los lados, rumiando sin parar el engrudo pastoso, dedos llenos de pingüe que se posan aquí y allá, servilletas insuficientes que se exprimen al máximo haciendo dobleces, hasta que suelen recurrir al dorso de la mano. No digamos ya cuando es el turno del postre y el ínclito ha tenido la gran ocurrencia de llevarse un yogur bebible, como si de un niño se tratase, o la fatídica mandarina. Con la mandarina no hay nada que hacer, se acabó el placer de viajar y recorrer kilómetros; su hedor acapara el ambiente, y si uno no tiene suerte puede que se vea hasta salpicado, de tal manera que parece que ese espacio va a oler para siempre al funesto cítrico.

Hace un tiempo, me pasó esto en un tren camino a Madrid. Un tipo que parecía normal —pese a viajar en chándal—, se puso a jalar a mi lado. En qué momento, menudo castigo. Yo trataba de arrinconarme junto a la ventana, pero era imposible, con cada dentellada al sándwich mixto se venía arriba y gesticulaba sin parar, haciéndose más grande en su asiento, frente a un pobre yo que se achicaba contra el cristal. Lo dejé pasar hasta que no pude más, y tuve que decirle algo. Traté de explicarle la incomodidad, que había una cafetería, que estaba cargando el ambiente, pero nada: tragaba sin parar. Un sándwich, unas Pringles, un Aquarius y dos mandarinas. Al final acabé moviéndome yo y recalé en el bar, que es el mejor lugar en el que se puede estar en un tren.

Qué coño funciona mal en esta gente. Se deben de creer Brad Pitt, o algo así, que siempre sale comiendo en sus películas y en él queda interesante; pero no en la mayoría de los mortales: no en ti, tolay. No sean como esa peña que come en el transporte público, no se dejen vencer por el conformismo, que siempre lleva a la decadencia.

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