La fiesta en la que descubrí de qué iba mi tesis

Hay veces en las que uno sale de fiesta y al día siguiente, tras jolgorios varios y una embriaguez desmedida, no se acuerda de mucho. En otros casos - aun pudiendo perfilar cada detalle de la discoteca: cuántas veces saltó un flash deslumbrante a tu alrededor, aquella mezcla insoportable del DJ, los coqueteos a altas horas de la noche o el número de pisotones que te llevaste como signo de que en alguna canción había que darlo todo - la fiesta no resulta memorable. Es mejor dejar el disfrute al azar. No depende del número de copas que hayas ingerido –o esparcido por el suelo–, de que estrenes camisa o del estado de subidón en el que se encuentren tus amigos. Sin embargo, siempre pensamos que cada salida va a ser única, de ahí el justificante de la resaca posterior. Por otro lado, hay noches especiales en las que el viento sopla más agradable que nunca y te dejas llevar sin pedirle nada a la providencia, más allá de no encontrarte a tu ex –o a su mejor amiga–. Hoy no vengo a hablar de un reencuentro inesperado, sino del punto de inflexión de mi tesis doctoral. 

El atardecer veraniego estaba al acecho cuando decidí que sería buena idea amenizar mi rutina con un par de bailes en un pub que daba para lo que daba, con sus destellos de humo insoportables, sus neones catetos y su ambiente intergeneracional. En ese momento no estaba yo especialmente inspirado, en lo que al avance de mi tesis doctoral respecta. Más bien, si me pongo a pensar, todavía no me han venido a visitar las musas y veo que están tardando demasiado. Por eso mismo pensé que un poco de alcohol no me vendría mal. Ya lo decía Fran Lebowitz en el documental que le dedicó Scorsese: ‘‘Tus malos hábitos pueden matarte, pero los buenos no te salvarán’’, y si no, que se lo digan a los protagonistas de Drunk y su beodo experimento. 

La entrada al local no fue tan épica como de costumbre. Divisamos el hueco que llenaríamos de pasos prohibidos horas más tarde, nos aseguramos de que ningún sujeto femenino era conocido y colocamos el brazo en la barra desde donde fueron sucediendo todo tipo de mezclas desvergonzadas. La noche iba pasando, el local cada vez estaba más vacío y nosotros éramos los únicos que lo dábamos todo al son del Será porque te amo. Notaba mis pies cansados y a mi batería social agotarse, pero me lo estaba pasando francamente bien, entre otras cosas, porque esa noche nos habíamos propuesto no hablar de nada de la tesis ni de nuestras investigaciones. 

A nuestra derecha un grupo de personas no paraban de observarnos de soslayo. Esa gente sí que estaba haciendo un doctorado de nuestros movimientos. Disculpad por disfrutar más con los grupos de los 80 que con el trap inenarrable actual. Al final, hicimos lo más previsible: fusionar los grupos. Brindamos, nos preguntamos por nuestras profesiones y fingimos una diversión un pelín exacerbada para mi gusto. A mí eso de las relaciones sociales de fiesta no se me dan bien, pero acabé hablando con un chico sobre métodos para eliminar manchas de alcohol de un pantalón, sus próximas vacaciones y alguna que otra serie comercial del momento. Si lo pienso, desde fuera, aunque intentábamos aparentar sofisticación, a esas horas de la noche ya pareceríamos más bien Rosalía y Jeremy Allen White, totalmente demacrados. Fue entonces y solo entonces cuando comprendí que tenía que haberme ido mucho antes, cuando M. tuvo la deferencia de preguntarme:

-       Bueno, ¿sobre qué va tu tesis?

En ese momento sentí como resurgí y volví a la tierra. Se me bajó el alcohol y mi mente colapsó de pronto. Si te paras a pensar, ¿qué clase de pregunta es esa? ¿cómo te explico que no sé de qué va mi tesis? O sí, yo qué se. ¿Te doy una masterclass sobre teoría feminista mientras suena Daddy Yankee de fondo? ¿Bailamos bachata y de paso te hago un repaso por el cine español de la transición? ¿Sabrás entender que no investigo para curar el cáncer, sino que investigo sobre cinematografía? En esos momentos es cuando aprendes la importancia del silencio, del saber decir las cosas en su momento justo, eso de que es mejor sonreír antes que decir algo más bonito que el propio silencio, esa es la esencia de la elegancia involuntaria. A pesar de todo, intenté explicarla realizando un esfuerzo sobrenatural. Hablé de la importancia de Pilar Miró en los años 70, de las teóricas del feminismo de la diferencia y no sé qué movidas más. De hecho, logré un discurso elocuente que no fui capaz de desarrollar ni en memorias anuales del doctorado. Fruto del esfuerzo hasta conseguí hacerme un índice mental de toda mi investigación, que si primero el análisis de una película, que si luego mejor tratar este otro tema. Lo mejor es que toda la explicación acabó con M. diciéndome al oído: Sí, a Joan Miró lo vi yo en un museo en un viaje en el colegio y me gustaron los colores de sus cuadros. 

Pues bien, con la dignidad académica intacta y la resaca como única evidencia tangible de la epopeya vivida, al día siguiente me senté en el escritorio, con una pastilla de b12 en la lengua, quejándome de la rutina y con un par de lecciones aprendidas. Por un lado, entendí que la tesis es como la buena música, se disfruta mejor con un poco de vino. Pero lo más importante, de esa noche surgió un nuevo agradecimiento en mi tesis: gracias M., ahora sé de qué va mi tesis.

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