A Fisher le gustaba hablar de un "shock del pasado", un juego de palabras con la idea del "shock del futuro" acuñada por Alvin Toffler. Se imaginaba cómo sería teletransportar a un grupo contemporáneo como Arctic Monkeys y ponerlo frente a una audiencia de 1980. Se suponía que algo del siglo XXI tendría que ser desconcertantemente extraño, incomprensiblemente avanzado, apenas reconocible en términos musicales para la gente del pasado. Pero los habitantes de 1980 serían perfectamente capaces de lidiar con los Arctic Monkeys y de interpretarlos como música. Esa sensación de desilusión es el "shock del pasado".
Futuromanía, Simon Reynolds (Caja Negra, 2024)
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La península de las casas vacías es un libro conservador, y un poco cursi. Es largo, entretenido, informativo y formalmente anticuado.
La fusión de un casticismo mesetario (más cercano a Delibes que al realismo social de la generación del 50) con notas disonantes de realismo mágico (cuya cumbre ya se alcanzó en 1967) y voces campesinas de ultratumba (a la Rulfo), así como incursiones irónicas del narrador-autor (al modo de la nivola unamunesca), más el pastiche posmoderno del capítulo 29: partida de ajedrez transcrita-táctica interna franquista, o del 93: puntos como disparos (que Dos Passos, Perec, Cortázar o Pynchon ya liquidaron), son los recursos más innovadores de esta novela.
Solo la brevedad de los capítulos la conectan con su tiempo, y uno duda si transmiten falta de aliento o se trata más bien de una decisión comercial premeditada.
Lo mejor del libro son los pasajes que acercan el texto a lo documental y la información de archivo narrada (que recuerda al Magris de El Danubio); lo peor cuando intenta intercalar esas informaciones (o, peor aún, reflexiones ético-políticas) en la trama y los diálogos que terminan resultando explicativos, esforzados y de tono artificial. En ningún caso hay una re-visión de la guerra que no sea la arquetípica del demócrata moderado, fanático de la democracia, la visión oficial desde hace cincuenta años.
La semana pasada escribía que La última frase, de Camila Cañeque, puede ser el libro más relevante de 2024; La península de las casas vacías es quizá el más sobrevalorado.
Este es un libro exquisitamente escrito.
Por fin encontramos un escritor joven que domina la sintaxis (que parecía abandonada en estos días a la frase de whatsapp), un autor capaz de construir largas subordinadas intercaladas con breves sentencias morales o bellas imágenes que aportan brillo y agilidad al estilo. Se recupera un léxico castellano rico, preciso y florido que uno pensaba ya perdido para nuestras letras. Este libro refresca la narración de la Guerra Civil, tan importante de recordar a las nuevas generaciones, de forma crítica y rigurosa, desde una estética que colorea la trama de una época sangrienta. El título asume un compromiso con nuestra tierra y nuestro pasado, sin caer en venganzas ni trincheras, aquellas que tan fiel y dignamente retrata.
David Uclés ha escrito al fin la novela que nuestros padres estaban esperando.
Una literatura que no aporta una nueva escritura no aporta nada.
Solo un nuevo lenguaje cuenta una nueva realidad, crea una nueva realidad. Solo el libro del futuro puede construir futuro (este libro del futuro es, para mí, Dysphoria Mundi, de Paul B. Preciado). Y un texto que no pretenda transformar es innecesario, puede ser agradable, pero es innecesario. Un texto cuyo lenguaje no constituye la ideología del texto, en el que la forma de tratar el tema no es la propuesta y posición acerca del tema, es un texto —literaria y políticamente— irrelevante.
El lenguaje de este libro podría haber ganado el Premio Nacional de Narrativa hace cincuenta años. Habría sido reconocido y adulado hace cincuenta años. Se dominaba ya hace cincuenta años. Está muy bien escrito, informa correctamente, entretiene bastante. No trabaja con las palabras, las usa ya tal y como estaban ahí el siglo pasado.
Con esto no quiero decir que no se pueda o no se deba escribir más sobre la guerra. Hay pruebas de que se puede escribir un libro brillante, pero además radical, innovador, literatura en estado incandescente, siendo otra novela sobre la posguerra, pero una gran novela (de 168 páginas, por cierto): Dicen, de Susana Sánchez Arins.
Mientras aquel de Arins es titanio incandescente, este de Uclés es una preciosa escultura monumental, pero herrumbrosa. Un libro museístico que cumple todos los criterios estéticos, de valor y calidad propios de un museo, un museo de esculturas herrumbrosas.
No estoy criticando (o no pretendo) a David Uclés, a quien no conozco pero parece una persona encantadora en las entrevistas. Tampoco quiero despreciar su novela, que he disfrutado honestamente como un artículo muy bien elaborado.
Estoy emitiendo un juicio literario (tan válido o infundado como cada uno considere) acerca de este artefacto, y como artefacto literario me parece periclitado y nostálgico. Y ni siquiera es sobre el libro, que como libro es un buen libro y da gusto a quien le guste eso. Es más bien un lamento por el lugar que ocupa (en las listas y rankings que tanto nos gustan).
Si este libro es nuestra vanguardia —en el sentido de los que van delante, los primeros (de las listas y rankings que tanto nos gustan)— tenemos una vanguardia algo herrumbrosa.
Si esto es lo mejor que sabemos hacer, hace ya cincuenta años que sabíamos hacerlo.
Si nos sigue gustando lo de siempre: el violento y honesto ruralismo, las hojas de olivo, la onomástica castiza, el Josito, la Manola, la atalaya del buen castellano, la alberca, el caz y los ribazos, parece que en la Península (en la Ibérica como en la de las casas vacías) no ha cambiado nada en cincuenta años. Parece que solo a eso sabemos llamar literatura española.
Lo parece, pero por suerte hay otras cosas.
Yo sigo creyendo que vivimos una época de radicalidad formal, de verdadera innovación literaria, y esos otros libros están ahí, solo un poco detrás (en las listas y rankings que tanto nos gustan), y son esos otros textos los que yo prefiero. Solo quería decir eso, y nada más.