Estos días han coincidido la Rúbrica Real de la ley de amnistía del prusés con el décimo aniversario del inicio del reinado del firmante, un tal Felipe VI. Entre las muchas polémicas suscitadas, me llamó la atención un artículo de Luis Herrero-Tejedor, en el que se preguntaba por qué es —precisamente el único no votado—, el más ejemplar de entre todos nuestros servidores públicos. Y de qué alicientes dispone para serlo. Llevo algún tiempo pensando en una respuesta o teoría al respecto. Al respecto político, quiero decir (la ejemplaridad de su sastrería es perfecta y continuamente explicada por el experto en moda masculina Derek Guy).
Es muy tentador imaginar el pasado como un lugar plagado de bárbaros desalmados, gente que se lavaba anualmente y empalaba enemigos por deporte. Durante —por ejemplo— la Edad Media, tendemos a pensar que nadie utilizaba el coco si no era para derribar muros. Que no eran conscientes de sus ideas políticas o religiosas. Bien, si sabemos que este adanismo es un error, y por tanto sabemos que aunque estemos más avanzados en fecha, no necesariamente lo estemos en todas las dimensiones éticas, ¿qué demonios le veían los antiguos a la monarquía? ¿qué sentido tiene que un fulano en particular mande y que —aún peor— luego manden sus hijos, a los cuales no los ha elegido nadie?
Porque, de hecho, lo más característico de la monarquía como forma de gobierno es lo hereditario —es decir— no solo me alzo con el poder desde la fuerza, sino que lo mantengo tozudamente anclado a mi árbol familiar. Precisamente por ello, la monarquía proporciona una de las pocas1 soluciones posibles a la ley de hierro de la oligarquía, o la imposibilidad de escapar a la endogamia de los intereses del propio grupo que te aúpa al poder, como célebremente le explicó Miguel Anxo Bastos a Juan Carlos Monedero (vaticinando el futuro caníbal de Podemos). Los líderes de los partidos políticos se deben a los intereses espurios de aquellos miembros de la organización a los que deben favores. Estos favores debidos provocan actuaciones con dos características esenciales: primera, el cortoplacismo, pues estas organizaciones son móviles y sus puestos, intercambiables; y, segunda, la corrupción, pues nadie o casi nadie está a salvo de la tentación de las mejoras de condiciones económicas o sociales (contrariamente a lo que se cree, el corrupto suele justificarse la depredación de lo público no para comprar un lamborghini verde pistacho, sino por la salud de su familia, educación de sus hijos y demás clásicas excusas2).
La monarquía perfecta —definida como eterna, sin fecha de caducidad y hasta arriba de oro— puede, por tanto, convertirse en una vacuna frente a estos dos males oligárquicos. En primer lugar, no es cortoplacista, porque no tiene prisa por hacer e irse; el puesto vitalicio y hereditario permite pensar en cuestión de décadas y aun generaciones, en contraste con los ciclos de la política y la gran empresa. En segundo y más jugoso lugar, puede no ser corrupta: al cubrir a una saga familiar de joyas y palacios y aburrirlos a cuadros, sucede que ya no se puede trincar más. Y, más allá, sucede que al nuevo vástago le han inculcado que no hace falta trincar, que le han preparado concienzudamente para el largo plazo y la excelencia. Ese es el momento en el que puede suceder un milagro, el de la aparición de un gobernante que no sea ni cortoplacista ni ladrón, sino que se comporte de manera desinteresada3. Un instante en el que ocurre una rarísima metamorfosis que permite a un hombre o mujer elevarse por encima de los juegos de sillas del poder y, ahora sí, pensar en el largo plazo, en el Bien, en la Historia y en su Pueblo, como si de un enamorado que no espera nada a cambio se tratase.
Este argumentario es sin duda escandaloso por muchos motivos, y el principal es el de la injusticia. No lo niego, la figura de la monarquía es injusta y arbitraria y caprichosa. Pero son precisamente esta injusticia y arbitrariedad y capricho las que alumbran la posibilidad del gobernante recto, del líder ejemplar y por ello casi alienígena.
Existen otros dos contraargumentos. El primero no lo admito como refutación: son los reyes realmente existentes, pero producto de la monarquía no perfecta. Un ejemplo inmediato sería Juan Carlos I, el Campechano. Parece ser que Campechano se dedicó a robar a manos llenas y a pensar de cacería en cacería y de señora en señora: el colmo del cortoplacismo. Pero si atendemos a su biografía, se trata de un Rey nuevo, trastornado por no tener un duro toda su vida, y con el trauma de la expulsión de su abuelo muy reciente. En cambio Felipe, su hijo, debe su fama (o pinta) de justo a que su reinado se acerca más a la monarquía perfecta antes descrita. Un buen ejemplo es la shakesperiana decisión de desterrar a su propio padre al país de las ardientes dunas —todo en aras de la ejemplaridad de la Corona.
El segundo problema es el del peligroso Rey-Rana, digamos un Fernando VII, Enrique VIII o la posibilidad de un Froilán Rey. Bien, diré que esto sin duda pasa, y que mi argumento especula con una posibilidad de escape virtuoso, no dice que este escape se dé siempre. Los Reyes-Rana me parecen el mayor problema de la monarquía absoluta, el por qué de su extinción. Y bueno, el pequeño detalle no-democrático. Porque, aunque me cueste reconocerlo, prefiero una situación menos deseable, pero justa que una situación más deseable, pero injusta. O eso creo4 .
He intentado responder a la pregunta de Luis respecto a la ejemplaridad del actual Rey. Y espero haberlo hecho sin escandalizar demasiado. Pero se impone otra cuestión, que recorre España como un fantasma: ¿para qué sirve un Rey, caro, injusto, maniatado y sin poder real político? A mi me parece que, por lo menos, sirve para recordarnos la posibilidad de que la voluntad de servicio exista.
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1 Las otras que yo conozco, porque conozco más bien poco, son las que tienen que ver con la asociación voluntaria y espontánea y entre iguales.
2 Muy típico de la literatura sobre nazis, reflejada recientemente de manera magistral en La zona de interés.
3 Nuccio Ordine, en su ensayito La utilidad de lo inútil, defiende de esta manera la función de la literatura, fácilmente intercambiable por la monarquía (Ed. Acantilado, 2013, p.28):
«Precisamente el hecho de ser inmune a toda aspiración al beneficio podría constituir, por sí mismo, una forma de resistencia a los egoísmos del presente, un antídoto contra la barbarie de lo útil que ha llegado incluso a corromper nuestras relaciones sociales y nuestros afectos más íntimos. Su existencia misma, en efecto, llama la atención sobre la gratuidad y el desinterés, valores que hoy se consideran a contracorriente y pasados de moda.»
4 Uno está tentado a aplicar al caso monárquico el esquema de la apuesta de Pascal, pero no funciona: mientras que la posibilidad divina garantiza la eterna vida cañón, y la ausencia de un Dios quedarse más o menos igual, en el limbo; la posibilidad de un monarca bueno está fetén, pero no es para tanto. En cambio, un rey tocapelotas te puede fastidiar los veranos a base de bien. Supongo que esto que acabo de decir aplica para todo el mundo que no crea en la divinidad del Estado.