Hace un par de semanas convencí a un amigo para ir a ver la última exposición que tenía pendiente antes de irme de vacaciones. Se ha inaugurado este verano en el Complejo El Águila y se titula “Barrios. Madrid 1976-1980”. La muestra se centra en la figura del fotógrafo Javier Campano —hasta entonces un desconocido para mí— y en cómo éste documentó la transformación que sufriría Madrid a finales de los años setenta como consecuencia de la construcción de la que sería su nueva periferia. Campano, cámara en mano, recorrió y capturó la urbanización de estos nuevos barrios, señalados a resolver con cierta urgencia la fuerte demanda de vivienda que se produjo en aquellos años como consecuencia del éxodo rural desde las poblaciones más cercanas a la capital.
Las paredes de la sala recogían una colección de decenas de fotografías con diferentes formatos, en las que se presentaban escenas meramente cotidianas en barrios como Orcasitas, Vallecas, Chamartín o el Barrio del Pilar, siempre con sus nuevas e impolutas edificaciones como telón de fondo. Pese a su aparente simplicidad, las imágenes me parecieron geniales. Lo primero que me llamó la atención fue su semejanza. Era imposible distinguir entre unos barrios u otros, incluso en aquellos casos en los que las fotografías mostraban edificios más reconocibles. Hasta que uno no identificaba el edificio recurrente de turno no se sabía en qué barrio estaba tomada. Esto convirtió la visita en una especie de juego para muchos de los asistentes. Pero lo que terminó de conquistar mi interés fue la atmósfera que se respiraba en todas ellas. Pese a que pudieran parecer fotografías puramente documentales, casi periodísticas, sus escenas siempre estaban cargadas de humanidad: niños jugando al fútbol en canchas improvisadas en solares, tendederos repletos de ropa delante de pequeñas viviendas autoconstruidas, cabras pastando sobre montículos de tierra que se levantaron como consecuencia de las obras de urbanización… Todo ello, en contraste con la rotundidad con la que los entonces modernos bloques se impusieron sobre aquellos suburbios.
Me resultó imposible descifrar si Campano buscaba denunciar esta situación, o si sencillamente se limitaba a ser un espectador más ante todo aquello. Digo esto porque, en sus imágenes, las nuevas construcciones adquieren también cierto carácter poético, probablemente como consecuencia del uso del blanco y negro. Aunque creo que hay algo más. Su composición, a veces formando masas en el fondo, y otras produciendo vistas frontales y simétricas más propias de una película de Fellini, provoca que haya algo de abstracto en ellas, como si no fueran reales. Los lugares son auténticos, las personas que se encuentran en ellos sin duda existieron de verdad y, sin embargo, todo podría formar parte de una orquestada escenografía. La intersección entre estos dos mundos contradictorios sucede de un modo tan grotesco que, paradójicamente, las fotografías acaban pareciendo impostadas.
Mientras continuaba recorriendo con mi amigo la exposición, una de las imágenes captó especialmente mi atención, básicamente porque ya conocía su historia. En ella se mostraba una de las múltiples manifestaciones que se produjeron en aquellos años en el Barrio del Pilar con motivo de la construcción de La Vaguada, el llamado a ser el primer centro comercial de la capital. Las concentraciones, convocadas por varias asociaciones de vecinos, reclamaban la paralización de las obras de ejecución del complejo, pues el solar en el que se pretendía levantar —efectivamente una vaguada— resultaba ser de los pocos espacios libres que quedaron en el barrio una vez éste se colmató de bloques residenciales. Como todos sabemos, La Vaguada finalmente se construyó, aunque también es cierto que gracias a las protestas se redujo considerablemente su superficie respecto al proyecto original, ya que se dedicó casi la mitad del suelo disponible a levantar una zona ajardinada en lugar de las torres de oficinas y los grandes almacenes que contemplaba el proyecto original.
Visto así, podría parecer un capítulo más de nuestro glorioso pasado inmobiliario, sobre todo si atendemos a la época en la que sucedió. Pero ¿y si no fue para tanto? ¿Y si no todo se hizo tan mal? Quiero decir, probablemente una parcela cuyo elevado nivel freático hacía de ella un suelo inundable no fuera el lugar más idóneo para levantar un edificio de estas características. Pero, una vez el daño ya estuvo hecho, y dejando de lado su inoportuna ubicación, ¿realmente fue La Vaguada un caso más del controvertido legado arquitectónico que dejaron los años previos a la burbuja inmobiliaria?
Yo no lo creo. Es más, como primer ensayo de lo que podría ser un centro comercial para el Madrid de entonces, pienso que funcionó bastante bien. Y no me refiero al hecho de que batiese todos los récords de visitantes posibles, ni a su posterior influencia en toda la capital; sino a sus cualidades más perceptibles. Su escala humana, su correcta relación con las calles próximas, el frescor de las jardineras de sus fachadas, los tragaluces de sus cubiertas, el tono desenfadado de sus materiales… Creo que la mayor parte de centros comerciales que se construyeron después podrían haber aprendido bastantes cosas buenas de su hermana mayor.
En el barrio siempre se dijo que el responsable de su diseño fue César Manrique, el celebérrimo arquitecto y artista lanzaroteño. Hoy parece que no fue así, y que sería el arquitecto José Ángel Rodrigo el responsable del desarrollo de la totalidad del proyecto, como relata Alfredo Pascual en su artículo de 2018 en El Confindencial.1 El papel de Manrique, por lo tanto, sería más bien el de un consultor artístico y director comercial, aunque no se termina de conocer hasta qué punto pudo intervenir el canario en cada fase del diseño definitivo. La diseñase Manrique o lo hiciese Rodrigo, La Vaguada tiene un par de detalles en los que merece la pena detenerse.
El primero es que es no tiene alzado. No conozco un solo centro comercial en el que el alzado pase casi desapercibido; de hecho, suele ser una de las partes más difíciles de resolver, ya que la escala de los usos del interior de un gran centro comercial entra en conflicto con la escala humana de la calle de un barrio residencial. La Vaguada, sin embargo, consigue responder a esta contradicción gracias a una serie de elementos que actúan como transición entre ambas situaciones, como las mencionadas jardineras de hormigón, que acaban teniendo un protagonismo mucho mayor que la propia fachada al colmarla de vegetación; o los materiales que emplea, utilizados de un modo casi artesanal, como ocurre con los revestimientos de piedra natural, que despojan de toda solemnidad su apariencia exterior.
El segundo es su carácter festivo, especialmente el de su terraza superior, que funciona como una plaza que parece querer celebrar la vida comunitaria del barrio. Surcada por velas tensadas en forma de paraboloides hiperbólicos que actúan como protección solar, nos remite más a la cubierta de un barco que a la de un centro comercial. Este espacio se convierte así en un lugar de encuentro, cuya importancia es igual o incluso mayor que la del propio espacio de comercio. Quizás no la diseñase Manrique, pero creo que buena parte del carácter del proyecto se desarrolló completamente en sintonía con los valores del artista canario.
Precisamente el año pasado comenzaron las obras de remodelación del ya deteriorado centro comercial, aunque no ha sido hasta este verano cuando han estado lo suficientemente avanzadas como para que se pueda ver el resultado de las mejoras que se han propuesto. Quizás no sean tantas. El resumen es que se han sustituido prácticamente todos los acabados interiores —que falta les hacía— por otros con una apariencia más “moderna” y se han reemplazado los lucernarios de vidrio de la cubierta por unas almohadas neumáticas de ETFE, previa retirada de las icónicas velas de protección solar.
No seré yo el nostálgico que repudie cualquier mejora de un edificio por el simple hecho de que se coloque algo nuevo sobre lo antiguo; más bien pertenezco a la opinión opuesta: creo que es necesario rehabilitar mucho más nuestros edificios de lo que se hace hoy en día. No obstante, en esta ocasión creo que la lógica de centro comercial tipo actual se ha impuesto sobre la peculiaridad del centro comercial piloto de entonces. Para mí, la modernidad en un proyecto no reside en lo innovador de los materiales empleados, sino en el uso que se hace de ellos y en la forma en la que éstos se colocan. Por ejemplo, la nueva cubierta permite el paso de mucha más luz, es cierto, pero a expensas de unos costes de mantenimiento delirantes y una exposición solar que habrá que compensar a golpe de batería de aire acondicionado. Solamente reinterpretar la estructura de la cubierta hubiera ya hubiera sido un proyectazo, que a su vez daría lugar a infinitas soluciones. Otro ejemplo: que el nuevo falso techo que reviste las instalaciones interiores sea un alistonado de imitación de madera, en mi opinión, no aporta mucho más valor que el simple reemplazo de un material antiguo por uno más nuevo. Hubiese sido mucho más tajante dejarlo todo visto, por decir algo. Con esto no pretendo criticar el resultado estético en sí, que podrá ser más o menos acertado, sino la actitud que se ha tomado frente al proyecto, que viene a continuar lo que se ha hecho en los últimos veinte años. Y esto tampoco es necesariamente malo. Simplemente creo que La Vaguada de finales de los setenta fue más radical e innovadora que la de mediados de los veinte, aunque nos duela.
Me gustaría saber en qué grupo metería hoy Javier Campano la nueva Vaguada: ¿en el de las viejas edificaciones existentes, repletas de historias, aunque obsoletas? ¿o quizás en el de los eficientes aunque anónimos bloques de viviendas? Me gustaría pensar que las cosas realmente pueden ser más complejas que lo que plantea esta dicotomía. Y no espero menos.
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1 Alfredo Pascual, “Así nació La Vaguada”, El Confidencial, 25 de noviembre de 2018: https://www.elconfidencial.com/cultura/2018-11-25/la-vaguada-madrid-cesar-manrique-jose-angel-rodrigo_1666250/