La vida se abre camino

La canción me pone todavía los pelos de punta.

Prólogo: un bocado precioso

Me sucede a menudo que el sentido de una película o libro se me revela de pronto, sin pretenderlo. No siempre, por supuesto, y no con cualquier cosa; por lo general uno sigue lo que ve o lee sin contratiempos y retiene algo ya con el primer pie fuera de la sala, o al dar carpetazo al tomo, de modo que puede discutirlo tranquilamente sobre la posterior cena con su novia o amigos -y también con ellos o gracias a ellos deshojar ese mismo sentido-. Pero sí me ocurre, a veces, que historias a priori complejas o que no he capturado del todo, al paso de las semanas o meses salen de golpe a mi encuentro, quizá durante esos minutos previos al sueño en que uno no piensa del todo claramente, o dando un paseo o de camino o vuelta del trabajo en metro, con la música en el oído. Es como si su mensaje más sutil fuese un bocado precioso; un fruto que madura pacientemente y no se deja arrancar por manos ansiosas, que todo lo quieren pronto y rápido. Me pasó, por ejemplo, con El espíritu de la colmena de Erice, y más recientemente con la película de mi vida, Jurassic park.

Se lo comenté a Nano entre cervezas en un cumpleaños. Había tenido la intuición poco antes, y hablando con él -como pasa sólo en las conversaciones, o mientras se escribe- fui hilando el sentido de esta película que habré visto más de veinte veces, y que en mi infancia fue sin duda la favorita; tal vez aún lo sea. Jurassic park, eso es, trata sobre la paternidad.

Bienvenidos a Jurassic Park

Hablé en otro artículo de esa escena escalofriante del braquiosaurio, alzado sobre sus patas traseras, haciendo temblar la tierra, para masticar las hojas más altas en la copa del árbol jurásico. Según he podido saber, durante la campaña de promoción de esta película -estrenada, por lo demás, el año en que yo nací: 1993-, la presencia de los dinosaurios era tan sólo sugerida, muy sutilmente; en un deliberado acto de ocultamiento, quién sabe si por el astuto Spielberg o algún audaz jefe de prensa en Universal, los gigantescos animales que debían después poblar la historia, y maravillar y aterrorizar a partes iguales a sus protagonistas -o coprotagonistas-, no aparecían en ninguno de los materiales promocionales: en ninguno de los carteles o anuncios, ni por supuesto en el tráiler. Es algo impensable hoy día, cuando ya sean Godzilla o King Kong u Optimus Prime brotan desde el primer segundo en pantalla, pegando berridos o zarpazos o echando rayos por los ojos, sin dejar lugar al misterio, no se vaya a creer el espectador -criatura incapaz y despistada a la que hay que ayudar- que la peli va de otra cosa. En Jurassic park, en cambio, con gran habilidad retrasaban ese momento hasta bien entrada la película, cuando ya el espectador había tenido tiempo de simpatizar con el áspero doctor Grant y la refrigerante doctora Sattler; o bien con el matemático-estrella del rock Ian Malcolm, especie de trasunto de Prince o Lenny Kravitz interpretado por un eterno Jeff Goldblum. La escena en cuestión, esa en que el mundo descubría, también por vez primera al tiempo que nuestros atónitos protagonistas -lo veo, sí, nítidamente al doctor Grant, boquiabierto como ante una aparición divina, descolgando sus gafas de sol y retorciendo dulcemente el rostro de su compañera, para que viera; para que admirara con él el prodigio de la creación del improbable genio Hammond, y así le confirmara que no soñaba, o alucinaba o había de pronto perdido el juicio o enloquecido- a los Dinosaurios, con mayúsculas, de nuevo en la tierra después de sesenta y cinco millones de años, y alzados hacia el cielo como el emperador que reclama su justo trono, era precisamente ésta del braquiosaurio. Al mismo tiempo, encima, los violines, acompañando a Grant y Sattler y Malcolm -Grant, como un niño: “Es… es un dinosaurio”- o aún meciéndolos, en su suave melodía arrulladora, arrancaban el Theme from Jurassic Park de John Williams. Es imposible subestimar el efecto embriagador que esto debió de causar en la imaginación de millones de espectadores, por todo el mundo, y sobre todo en la imaginación de los críos. Críos, entonces, como yo.

La canción me pone todavía los pelos de punta. Toda la escena me pone los pelos de punta y me hace llorar, y creo ahora en retrospectiva que me rindió para siempre a los dinosaurios. No exagero si digo que todos mis gustos, quizá, o parte de ellos se pueden rastrear hasta esta escena, o recuerdo, esencial: el gusto por lo maravilloso y lo extraño; por lo insólito y lo oculto; por los dinosaurios, en fin, y la ciencia ficción al principio, en todas sus formas -recuerdo aún cómo de niño, tierno como un cordero, tragaba una tras otra innumerables cintas VHS sobre especulación y avistamientos, ya fueran ovnis o el hombre de las nieves o el monstruo del lago Ness-; por lo más burdo y crudo, que luego iría puliéndose en inquietudes más refinadas -quizá en los Labatuts o los Houellebecqs de ahora haya también algo de eso-. Fue tal el asombro que ya por siempre me quedaron grabados aquellos nombres: braquiosaurio y tiranosaurio-rex o velocirraptor, pero también parasaurolophus o paquicefalosaurio y estegosaurio o iguanodonte, o el imposible procompsognathus, pequeñajo cabrón que causaría después estragos en la secuela. Se quedaron conmigo, como una maldición o un milagro, y cuando pienso en aquella época, además de los veranos en casa de mi abuela o jugar con mi hermano a la Play -FIFA 2002 o Spyro: enter the dragon-, pienso en dinosaurios. Infancia, por tanto, y dinosaurios.

Un peluche

Recientemente mi buen amigo Andrés ha tenido un hijo; Andresín, le llamamos, o Andresito, para diferenciarlo del padre, que tampoco es que sea enorme pero sí desde luego más grande que el pequeño. A Andresín, yo que no soy exactamente hábil con estas cosas, le regalé cuando nació un dinosaurio de peluche -el tipo o especie no alcanzaría a adivinarlos: carnívoro, en todo caso, de color azul-, que entonces era incluso más grande que él -qué cosa frágil y desamparada son los recién nacidos, cielo santo- y ahora por lo visto le da con razón bastante miedo. No sabía qué era apropiado: vagué por Fnac y El Corte Inglés a la busca de un puzzle o libro o figurita o juguete, pero ninguno me convencía; pensaba en el bebé y en el padre, en la madre; en lo que más felizmente pudiese reunir a la recién inaugurada familia, o al menos estimular o distraer o hacer reír a júnior, si no entonces al menos sí pasados unos meses, cuando estuviese ya más formadito y compacto. Lo encontré, al final: perdido entre la reluciente exuberancia del Corte Inglés, entre empleados perezosos como orugas, la sección de peluches acudió en mi ayuda; fue una de esas intuiciones llameantes, que estallan de pronto y uno sabe que tiene entonces la respuesta, todavía pura, sin procesar: ¡eureka! dinosaurios; a mí me habían fascinado de pequeño y pensé que por qué no también a Andresín -su padre fue conmigo compañero infatigable de fricadas, de todo tipo: de Perdidos a Metal Gear o Monster Hunter; no en vano su mujer nos llama al grupo en general, frikis todos sin remedio, diplomados, los Goonies-; el fruto, en fin, nunca cae muy lejos del árbol, y estoy seguro que hay por ahí un depósito de extravagancias que brotará a su debido tiempo.

La vida se abre camino

Con esto encauzo mediante inverosímil pirueta el quid de la cuestión, porque como decía Jurassic park va en el fondo sobre eso: sobre los críos; la paternidad; la vida que se abre camino. La frase inmemorial de Jeff Goldblum alias Ian Malcolm, por siempre inscrito en el imaginario con su chaqueta de cuero y su pecho lobo al descubierto, va precedida de un soliloquio breve pero que merece la pena recordar. Dirigiéndose a Hammond -éste, por cierto, interpretado por Richard Attemborough, hermano nada menos que del naturalista con voz de tundra David Attemborough-, filántropo de ambición oceánica y responsable primero y último del parque, Malcolm le propina, sin previo aviso:

John, el tipo de control al que usted aspira no es de ningún modo posible. Si algo nos ha enseñado la historia de la evolución es que la vida no puede contenerse; la vida se libera, se extiende a través de nuevos territorios y rompe las barreras dolorosamente, incluso peligrosamente; pero así es.

(…)

Digo sencillamente que la vida… se abre camino.”

Porque lo que John ha hecho sin darse cuenta; lo que ha ensayado en un puñado de cientos de hectáreas en la ficticia isla de Nublar, en la órbita de Costa Rica, es lo de aquella otra frase inmemorial, esta vez del poeta y OG Charles Baudelaire: “El genio no es sino la infancia recobrada a voluntad”.

John Hammond es un crío, en efecto. Un crío grande y viejo, barbudo como Santa Claus, pero un crío después de todo. En él; en sus ojos grises como dos acuarelas relampaguean la energía y el vigor del niño; su ilusión purificadora y su voluntad de hierro, maravillosa y terrible a partes iguales. Gracias a ella es que ha creado lo que ha creado, porque, en sus propias palabras: “La creación es un acto de pura voluntad”. En su más tierna vejez, en el epílogo de sus días, Hammond ha canalizado el manantial de la infancia creadora y resucitado a los dinosaurios; al titánico braquiosaurio y al pérfido velocirraptor. Es su obra maestra, su canto de cisne -ya no le veremos en más entregas, a pesar de que al actor le quedase aún carrete bastante; creo ya que en El mundo perdido se le da por muerto y es quizá por ello que la secuela, meritoria, no está por lo demás a la altura-, que sin embargo sale terriblemente mal. Porque Malcolm tiene razón: esa fuerza arrolladora -la evolución; la vida- es incontenible; rompe las barreras dolorosamente como lo hará el T-rex a la primera oportunidad, en medio de la noche calurosa y húmeda en una escena para la posteridad, ejercicio magistral de suspense a la altura de los mejores, de los Jaws o los Psycho o los Resplandores. Pero no importa: esto se trataba de hacer; de restaurar el gobierno del dinosaurio en la tierra, a cualquier precio; es incluso posible que en su fuero interno, en su hormigueante subconsciente Hammond supiera ya lo que iba a pasar, pero decidiese hacerlo de todos modos, cruzar ese irreversible Rubicón que es la creación de la vida.

De pronto cobra nuevo sentido este diálogo entre Malcolm y la doctora Sattler:

(Malcolm) “Dios crea a los dinosaurios, Dios destruye a los dinosaurios, Dios crea al hombre, el hombre destruye a Dios, el hombre crea a los dinosaurios.

(Dra. Sattler) Los dinosaurios se comen al hombre, la mujer hereda la Tierra.

De igual modo que a Dios el hombre le salió rana y terminó por desahuciarlo, también el dinosaurio al hombre anfibio o reptil y se lo merienda -enumero sucintamente: velocirraptor que mordisquea a trabajador durante su traslado en cámara acorazada, segundos iniciales de la peli; T-rex que deglute en una sentada a ignominioso picapleitos refugiado en váter público; dilophosaurio pequeñajo que escupe veneno como alquitrán a gordinflas traidor, culpable por demás del follón jurásico; sibilina velocirraptora, quizás la misma que aquél, que engaña y acecha y salta sobre cowboy guardián (“Qué lista eres…”)-. El resumen es que lo que creamos queda en seguida fuera de nuestro control -sobre todo si respira y camina y tiene hambre y dientes afilados como puñales-; es ley de naturaleza inquebrantable, que el matemático y experto en teoría del caos Ian Malcolm conoce bien; que la doctora Sattler, elegante y femenina y liberada de las estrechas ataduras de lo racional, sospecha; pero que, pobre de él, el rígido y gruñón doctor Grant deberá aprender a golpes y zarpazos y mordiscos en hora y media o más de carreras, peleas y saltos a alambradas eléctricas. Es por eso que, al final, decidirá no avalar el parque, igual que Hammond -que lo intentará, sí, otra vez, aún desde la tumba: la mecha está ya prendida-. Y la historia, en efecto, quedaría ahí -triste desenlace, agridulce, anticlímax- de no ser por otros dos pequeñajos adorables que, ellos sí, conseguirán cautivar y deshelar su gélido y paleontológico corazón.

El viaje de Grant

Vamos con Grant. Interpretado por un paternal Sam Neil, lo primero que hace este señor en Jurassic park es rajarle figuradamente a un crío la barriga con la garra retráctil de un raptor, explicándole que “lo peor de todo es que aún estás vivo cuando empiezan a comerte”. Así de cariñoso se muestra el doctor con los de su especie más jóvenes, porque la realidad es que no los aguanta: son caprichosos y chillones; muerden y mean y vomitan y lloran; no son serios como él ni saben de yacimientos arqueológicos o recursos financieros; no se puede uno tomar con ellos una cerveza tranquilo, o fumar pensativamente un cigarro. O sea que los odia. O los mantiene lejos, por lo menos; los ha estudiado quizá como a un triceratops, y concluido que no merecen ni mucho menos la pena.

Lo que no ha querido saber, pero sabrá, es que es esa misma actividad frenética, ese mismo esprit de vivre el que sopla como un aliento cálido, o tal vez un huracán despiadado, en el ADN de sus adorados dinosaurios; en cada una de las lágrimas de ámbar en que han quedado fosilizados los mosquitos con su sangre. Eso precisamente, de que abomina ahora al ver al pequeño Timmy, el nieto de Hammond que ha leído su libro y le persigue como una plaga; se le pega y adhiere y monta con él al coche y le asedia a preguntas, traspasado de admiración, es lo mismo que casi lo tumba de asombro ante el monumental braquiosaurio. No es casualidad que el T-rex se haya ido justamente a por ellos, a por la hermana y el hermano indefensos en el coche averiado, en cuanto ha podido caminar libremente en la noche selvática; ha olido; ha reconocido lo igual, sus pares, y se ha ido a saludarlo dulcemente a pesar de las apariencias, que dirían quizás con razón que lo que quería era zampárselo. Pero no, a quien se come y zarandea sin piedad -escena que yo miraba asustado entre los dedos de la mano cuando era pequeño- es al abogado mercantil, medio calvo y pesetero y cínico y por tanto lo más alejado que hay de un niño en todo el parque jurásico.

A partir de este momento Grant se quedará sólo con los dos nietos de Hammond, en una carrera de supervivencia a través de la jungla; gracias a Dennis Nedry, el gordinflas traidor de antes -luego oportunamente ajusticiado-, todo el perímetro electrificado del parque ha dejado de funcionar, y la vida por tanto se ha hecho una vez más camino, como predijo Malcolm (“Cómo odio tener razón siempre…”). Es, sin embargo, en este viaje que nuestro héroe se reconciliará con esas fuerzas del caos -el niño; el dinosaurio- que tanto le disgustaban antes -pues Grant es, al fin, un hijo de la disciplina frente a la espontaneidad, como bien explicase Nano en su artículo-. Hay una escena en la que nunca reparé, hasta que revisé la película para este análisis, que es la de la mañana posterior a la primera noche en la jungla de Grant con los niños. En ella, lo último que éste hace antes de reemprender la marcha -y luego de amanecer, para su sorpresa, acurrucado con ellos en la copa del árbol y espiado por un curioso braquiosaurio- es arrojar la garra de raptor con que asustase al crío repelente del principio. El gesto señala indudablemente el aprendizaje de Grant, como si, todavía con el calor en el cuerpo de los dos niños que, desprotegidos, se han apretado contra él en la noche oscura llena de peligros, fuese de pronto consciente de lo ridículo y arrogante de semejante actitud, y se abriese en cambio al caos; esto es: a la paternidad.

Poco antes, antes de que todo se haya ido de madre -o de padre-, acompañado por Malcolm en el coche guía, Grant le ha preguntado si tiene hijos. El otro ha respondido:

Pues claro que sí: tres. Adoro a los críos, con ellos puede ocurrir y ocurre cualquier cosa.”

No es extraño que a un experto en teoría del caos le guste lo caótico, lo imprevisible; ni que a un todavía estrecho Grant le repela. Esta diferencia fundamental es la que separa a los dos personajes durante todo el primer acto -diferencia que puede ser la del glacial científico, metódico y serio, con la estrella del rock; la de la disciplina con la espontaneidad; el adulto con el niño-, hasta que la huida del T-rex les obliga a unir fuerzas. A pesar de que Malcolm no resulta especialmente convincente en el paso de la teoría al acto, y queda pronto fuera de combate -memorable escena de las bengalas-, sus ideas sí son más persuasivas y van arrastrando a Grant como una marea. Para cuando, no se sabe ya si el segundo o tercer día de safari por la selva, Timmy cae fulminado por una descarga de la alambrada que inesperadamente ha vuelto a funcionar -gracias a la hábil y valiente doctora Sattler-, Grant la siente como si fuera su propio hijo.

Por suerte Timmy respira, y con su hermana Lex consigue regresar al museo para protagonizar un inolvidable juego del gato y el ratón con dos astutos velocirraptores. Los bichos acaban por acorralarlos, junto a Sattler y Grant, que como mater y pater familias han acudido en socorro de los críos, escopeta recortada en mano, y con ello brindado al mundo la imagen de la familia americana por fin reunida. Justo cuando los raptores, sin embargo, se disponen a abalanzarse sobre su presa, el magnífico Rex irrumpe en el museo y con un chasquido de sus mandíbulas despedaza y lanza por los aires a los infernales lagartos, salvando con esto el día y la peli y dejando otro frame mítico para la posteridad:

Luego de ello Hammond -de pronto intrépido- recoge a la familia postiza en un jeep, y es ahí cuando él y Grant coinciden en ese punto del no-aval. Parecería, por tanto, que a pesar de todo, de su viaje y su aprendizaje y su arco, Grant no ha aprendido en realidad nada sino que más bien ha confirmado sus sospechas: que sí, que esa energía bulliciosa y loca está fenomenal, es fascinante y abrumadora y bigger than life, pero de lejos; en el parque o en la casa de otro. Nadie en el fondo quiere muy cerca una criatura de esas saltimbanqui, armando el lío o pegando gritos o arañazos; mordisqueando el sofá o cagando en la alfombra; puede ser un engorro y un peligro; más vale en todo caso permanecer feliz, y tranquilo.

Pero ah, entonces ascienden al helicóptero, e igual que cuando uno vuelve de fiesta y repite todavía en su cabeza los eventos del día y la noche; el bajo retumbante y el timbal electrostático; Grant empieza a digerir just everything that happened, todo lo que ha pasado durante esas dos o tres jornadas, y una sonrisa dulce aflora tiernamente a su rostro. Los niños, Lex y Timmy, agotados después de tanta juerga en el parque, se apoyan ahora adormecidos en su hombro, a izquierda y derecha, y un Sol crepuscular se derrama por la ventana y cubre el inmenso mar de, ahora sí, la tranquilidad pero también la oportunidad y el futuro, mientras una bandada de lo que quizá sean cigüeñas o cormoranes acompañan al helicóptero en su travesía al horizonte. La vida, en efecto, se abre camino; Grant es ahora consciente, y abraza esta lección con la serenidad de quien, por fin, ha dejado de pelear.

Epílogo: Andresín

Hablaba antes de mi amigo Andrés y su hijo Andresín, o Andresito o Andrés pequeño o júnior, y de mis torpezas a la hora de agasajar a la familia, etc. Eso no es lo importante. Lo importante es que Andrés ha sido consciente, antes que nadie; sin duda antes que yo mismo y que muchos de los Goonies que aún hoy con treinta añazos perdemos el tiempo en caralladas -todavía mientras esto escribo me debato, titubeo; no sé hacia dónde se inclinará la balanza- en que la vida se abre camino y en que lo infantil, paradójicamente, no es disfrutar de los niños, sino todo lo contrario: tenerles miedo o respeto y quererlos lejos de nuestros tan serios y abultados compromisos. Dijo Nietzsche que “la madurez del hombre es encontrar la seriedad con que jugaba cuando era niño”, y ésta es quizá la clave de todo; la seriedad de lo infantil o la puerilidad de lo serio; estar maduro para jugar y despreocuparse; corretear con sobrinos o primos o los propios hijos, dejarse de titubeos y remilgos y disfrutar con ellos abiertamente de su imperturbable ligereza. No hay nada tan importante; ningún asunto inaplazable ni compromiso ineludible: ninguna excavación o fósil, ni reunión o congreso o ejecutivo de alto vuelo que nos impida pasarlo bien. Sólo hay que hacer como Alan Grant: respirar, relajarse, y disfrutar del viaje.

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La vida se abre camino

La canción me pone todavía los pelos de punta.

Prólogo: un bocado precioso

Me sucede a menudo que el sentido de una película o libro se me revela de pronto, sin pretenderlo. No siempre, por supuesto, y no con cualquier cosa; por lo general uno sigue lo que ve o lee sin contratiempos y retiene algo ya con el primer pie fuera de la sala, o al dar carpetazo al tomo, de modo que puede discutirlo tranquilamente sobre la posterior cena con su novia o amigos -y también con ellos o gracias a ellos deshojar ese mismo sentido-. Pero sí me ocurre, a veces, que historias a priori complejas o que no he capturado del todo, al paso de las semanas o meses salen de golpe a mi encuentro, quizá durante esos minutos previos al sueño en que uno no piensa del todo claramente, o dando un paseo o de camino o vuelta del trabajo en metro, con la música en el oído. Es como si su mensaje más sutil fuese un bocado precioso; un fruto que madura pacientemente y no se deja arrancar por manos ansiosas, que todo lo quieren pronto y rápido. Me pasó, por ejemplo, con El espíritu de la colmena de Erice, y más recientemente con la película de mi vida, Jurassic park.

Se lo comenté a Nano entre cervezas en un cumpleaños. Había tenido la intuición poco antes, y hablando con él -como pasa sólo en las conversaciones, o mientras se escribe- fui hilando el sentido de esta película que habré visto más de veinte veces, y que en mi infancia fue sin duda la favorita; tal vez aún lo sea. Jurassic park, eso es, trata sobre la paternidad.

Bienvenidos a Jurassic Park

Hablé en otro artículo de esa escena escalofriante del braquiosaurio, alzado sobre sus patas traseras, haciendo temblar la tierra, para masticar las hojas más altas en la copa del árbol jurásico. Según he podido saber, durante la campaña de promoción de esta película -estrenada, por lo demás, el año en que yo nací: 1993-, la presencia de los dinosaurios era tan sólo sugerida, muy sutilmente; en un deliberado acto de ocultamiento, quién sabe si por el astuto Spielberg o algún audaz jefe de prensa en Universal, los gigantescos animales que debían después poblar la historia, y maravillar y aterrorizar a partes iguales a sus protagonistas -o coprotagonistas-, no aparecían en ninguno de los materiales promocionales: en ninguno de los carteles o anuncios, ni por supuesto en el tráiler. Es algo impensable hoy día, cuando ya sean Godzilla o King Kong u Optimus Prime brotan desde el primer segundo en pantalla, pegando berridos o zarpazos o echando rayos por los ojos, sin dejar lugar al misterio, no se vaya a creer el espectador -criatura incapaz y despistada a la que hay que ayudar- que la peli va de otra cosa. En Jurassic park, en cambio, con gran habilidad retrasaban ese momento hasta bien entrada la película, cuando ya el espectador había tenido tiempo de simpatizar con el áspero doctor Grant y la refrigerante doctora Sattler; o bien con el matemático-estrella del rock Ian Malcolm, especie de trasunto de Prince o Lenny Kravitz interpretado por un eterno Jeff Goldblum. La escena en cuestión, esa en que el mundo descubría, también por vez primera al tiempo que nuestros atónitos protagonistas -lo veo, sí, nítidamente al doctor Grant, boquiabierto como ante una aparición divina, descolgando sus gafas de sol y retorciendo dulcemente el rostro de su compañera, para que viera; para que admirara con él el prodigio de la creación del improbable genio Hammond, y así le confirmara que no soñaba, o alucinaba o había de pronto perdido el juicio o enloquecido- a los Dinosaurios, con mayúsculas, de nuevo en la tierra después de sesenta y cinco millones de años, y alzados hacia el cielo como el emperador que reclama su justo trono, era precisamente ésta del braquiosaurio. Al mismo tiempo, encima, los violines, acompañando a Grant y Sattler y Malcolm -Grant, como un niño: “Es… es un dinosaurio”- o aún meciéndolos, en su suave melodía arrulladora, arrancaban el Theme from Jurassic Park de John Williams. Es imposible subestimar el efecto embriagador que esto debió de causar en la imaginación de millones de espectadores, por todo el mundo, y sobre todo en la imaginación de los críos. Críos, entonces, como yo.

La canción me pone todavía los pelos de punta. Toda la escena me pone los pelos de punta y me hace llorar, y creo ahora en retrospectiva que me rindió para siempre a los dinosaurios. No exagero si digo que todos mis gustos, quizá, o parte de ellos se pueden rastrear hasta esta escena, o recuerdo, esencial: el gusto por lo maravilloso y lo extraño; por lo insólito y lo oculto; por los dinosaurios, en fin, y la ciencia ficción al principio, en todas sus formas -recuerdo aún cómo de niño, tierno como un cordero, tragaba una tras otra innumerables cintas VHS sobre especulación y avistamientos, ya fueran ovnis o el hombre de las nieves o el monstruo del lago Ness-; por lo más burdo y crudo, que luego iría puliéndose en inquietudes más refinadas -quizá en los Labatuts o los Houellebecqs de ahora haya también algo de eso-. Fue tal el asombro que ya por siempre me quedaron grabados aquellos nombres: braquiosaurio y tiranosaurio-rex o velocirraptor, pero también parasaurolophus o paquicefalosaurio y estegosaurio o iguanodonte, o el imposible procompsognathus, pequeñajo cabrón que causaría después estragos en la secuela. Se quedaron conmigo, como una maldición o un milagro, y cuando pienso en aquella época, además de los veranos en casa de mi abuela o jugar con mi hermano a la Play -FIFA 2002 o Spyro: enter the dragon-, pienso en dinosaurios. Infancia, por tanto, y dinosaurios.

Un peluche

Recientemente mi buen amigo Andrés ha tenido un hijo; Andresín, le llamamos, o Andresito, para diferenciarlo del padre, que tampoco es que sea enorme pero sí desde luego más grande que el pequeño. A Andresín, yo que no soy exactamente hábil con estas cosas, le regalé cuando nació un dinosaurio de peluche -el tipo o especie no alcanzaría a adivinarlos: carnívoro, en todo caso, de color azul-, que entonces era incluso más grande que él -qué cosa frágil y desamparada son los recién nacidos, cielo santo- y ahora por lo visto le da con razón bastante miedo. No sabía qué era apropiado: vagué por Fnac y El Corte Inglés a la busca de un puzzle o libro o figurita o juguete, pero ninguno me convencía; pensaba en el bebé y en el padre, en la madre; en lo que más felizmente pudiese reunir a la recién inaugurada familia, o al menos estimular o distraer o hacer reír a júnior, si no entonces al menos sí pasados unos meses, cuando estuviese ya más formadito y compacto. Lo encontré, al final: perdido entre la reluciente exuberancia del Corte Inglés, entre empleados perezosos como orugas, la sección de peluches acudió en mi ayuda; fue una de esas intuiciones llameantes, que estallan de pronto y uno sabe que tiene entonces la respuesta, todavía pura, sin procesar: ¡eureka! dinosaurios; a mí me habían fascinado de pequeño y pensé que por qué no también a Andresín -su padre fue conmigo compañero infatigable de fricadas, de todo tipo: de Perdidos a Metal Gear o Monster Hunter; no en vano su mujer nos llama al grupo en general, frikis todos sin remedio, diplomados, los Goonies-; el fruto, en fin, nunca cae muy lejos del árbol, y estoy seguro que hay por ahí un depósito de extravagancias que brotará a su debido tiempo.

La vida se abre camino

Con esto encauzo mediante inverosímil pirueta el quid de la cuestión, porque como decía Jurassic park va en el fondo sobre eso: sobre los críos; la paternidad; la vida que se abre camino. La frase inmemorial de Jeff Goldblum alias Ian Malcolm, por siempre inscrito en el imaginario con su chaqueta de cuero y su pecho lobo al descubierto, va precedida de un soliloquio breve pero que merece la pena recordar. Dirigiéndose a Hammond -éste, por cierto, interpretado por Richard Attemborough, hermano nada menos que del naturalista con voz de tundra David Attemborough-, filántropo de ambición oceánica y responsable primero y último del parque, Malcolm le propina, sin previo aviso:

John, el tipo de control al que usted aspira no es de ningún modo posible. Si algo nos ha enseñado la historia de la evolución es que la vida no puede contenerse; la vida se libera, se extiende a través de nuevos territorios y rompe las barreras dolorosamente, incluso peligrosamente; pero así es.

(…)

Digo sencillamente que la vida… se abre camino.”

Porque lo que John ha hecho sin darse cuenta; lo que ha ensayado en un puñado de cientos de hectáreas en la ficticia isla de Nublar, en la órbita de Costa Rica, es lo de aquella otra frase inmemorial, esta vez del poeta y OG Charles Baudelaire: “El genio no es sino la infancia recobrada a voluntad”.

John Hammond es un crío, en efecto. Un crío grande y viejo, barbudo como Santa Claus, pero un crío después de todo. En él; en sus ojos grises como dos acuarelas relampaguean la energía y el vigor del niño; su ilusión purificadora y su voluntad de hierro, maravillosa y terrible a partes iguales. Gracias a ella es que ha creado lo que ha creado, porque, en sus propias palabras: “La creación es un acto de pura voluntad”. En su más tierna vejez, en el epílogo de sus días, Hammond ha canalizado el manantial de la infancia creadora y resucitado a los dinosaurios; al titánico braquiosaurio y al pérfido velocirraptor. Es su obra maestra, su canto de cisne -ya no le veremos en más entregas, a pesar de que al actor le quedase aún carrete bastante; creo ya que en El mundo perdido se le da por muerto y es quizá por ello que la secuela, meritoria, no está por lo demás a la altura-, que sin embargo sale terriblemente mal. Porque Malcolm tiene razón: esa fuerza arrolladora -la evolución; la vida- es incontenible; rompe las barreras dolorosamente como lo hará el T-rex a la primera oportunidad, en medio de la noche calurosa y húmeda en una escena para la posteridad, ejercicio magistral de suspense a la altura de los mejores, de los Jaws o los Psycho o los Resplandores. Pero no importa: esto se trataba de hacer; de restaurar el gobierno del dinosaurio en la tierra, a cualquier precio; es incluso posible que en su fuero interno, en su hormigueante subconsciente Hammond supiera ya lo que iba a pasar, pero decidiese hacerlo de todos modos, cruzar ese irreversible Rubicón que es la creación de la vida.

De pronto cobra nuevo sentido este diálogo entre Malcolm y la doctora Sattler:

(Malcolm) “Dios crea a los dinosaurios, Dios destruye a los dinosaurios, Dios crea al hombre, el hombre destruye a Dios, el hombre crea a los dinosaurios.

(Dra. Sattler) Los dinosaurios se comen al hombre, la mujer hereda la Tierra.

De igual modo que a Dios el hombre le salió rana y terminó por desahuciarlo, también el dinosaurio al hombre anfibio o reptil y se lo merienda -enumero sucintamente: velocirraptor que mordisquea a trabajador durante su traslado en cámara acorazada, segundos iniciales de la peli; T-rex que deglute en una sentada a ignominioso picapleitos refugiado en váter público; dilophosaurio pequeñajo que escupe veneno como alquitrán a gordinflas traidor, culpable por demás del follón jurásico; sibilina velocirraptora, quizás la misma que aquél, que engaña y acecha y salta sobre cowboy guardián (“Qué lista eres…”)-. El resumen es que lo que creamos queda en seguida fuera de nuestro control -sobre todo si respira y camina y tiene hambre y dientes afilados como puñales-; es ley de naturaleza inquebrantable, que el matemático y experto en teoría del caos Ian Malcolm conoce bien; que la doctora Sattler, elegante y femenina y liberada de las estrechas ataduras de lo racional, sospecha; pero que, pobre de él, el rígido y gruñón doctor Grant deberá aprender a golpes y zarpazos y mordiscos en hora y media o más de carreras, peleas y saltos a alambradas eléctricas. Es por eso que, al final, decidirá no avalar el parque, igual que Hammond -que lo intentará, sí, otra vez, aún desde la tumba: la mecha está ya prendida-. Y la historia, en efecto, quedaría ahí -triste desenlace, agridulce, anticlímax- de no ser por otros dos pequeñajos adorables que, ellos sí, conseguirán cautivar y deshelar su gélido y paleontológico corazón.

El viaje de Grant

Vamos con Grant. Interpretado por un paternal Sam Neil, lo primero que hace este señor en Jurassic park es rajarle figuradamente a un crío la barriga con la garra retráctil de un raptor, explicándole que “lo peor de todo es que aún estás vivo cuando empiezan a comerte”. Así de cariñoso se muestra el doctor con los de su especie más jóvenes, porque la realidad es que no los aguanta: son caprichosos y chillones; muerden y mean y vomitan y lloran; no son serios como él ni saben de yacimientos arqueológicos o recursos financieros; no se puede uno tomar con ellos una cerveza tranquilo, o fumar pensativamente un cigarro. O sea que los odia. O los mantiene lejos, por lo menos; los ha estudiado quizá como a un triceratops, y concluido que no merecen ni mucho menos la pena.

Lo que no ha querido saber, pero sabrá, es que es esa misma actividad frenética, ese mismo esprit de vivre el que sopla como un aliento cálido, o tal vez un huracán despiadado, en el ADN de sus adorados dinosaurios; en cada una de las lágrimas de ámbar en que han quedado fosilizados los mosquitos con su sangre. Eso precisamente, de que abomina ahora al ver al pequeño Timmy, el nieto de Hammond que ha leído su libro y le persigue como una plaga; se le pega y adhiere y monta con él al coche y le asedia a preguntas, traspasado de admiración, es lo mismo que casi lo tumba de asombro ante el monumental braquiosaurio. No es casualidad que el T-rex se haya ido justamente a por ellos, a por la hermana y el hermano indefensos en el coche averiado, en cuanto ha podido caminar libremente en la noche selvática; ha olido; ha reconocido lo igual, sus pares, y se ha ido a saludarlo dulcemente a pesar de las apariencias, que dirían quizás con razón que lo que quería era zampárselo. Pero no, a quien se come y zarandea sin piedad -escena que yo miraba asustado entre los dedos de la mano cuando era pequeño- es al abogado mercantil, medio calvo y pesetero y cínico y por tanto lo más alejado que hay de un niño en todo el parque jurásico.

A partir de este momento Grant se quedará sólo con los dos nietos de Hammond, en una carrera de supervivencia a través de la jungla; gracias a Dennis Nedry, el gordinflas traidor de antes -luego oportunamente ajusticiado-, todo el perímetro electrificado del parque ha dejado de funcionar, y la vida por tanto se ha hecho una vez más camino, como predijo Malcolm (“Cómo odio tener razón siempre…”). Es, sin embargo, en este viaje que nuestro héroe se reconciliará con esas fuerzas del caos -el niño; el dinosaurio- que tanto le disgustaban antes -pues Grant es, al fin, un hijo de la disciplina frente a la espontaneidad, como bien explicase Nano en su artículo-. Hay una escena en la que nunca reparé, hasta que revisé la película para este análisis, que es la de la mañana posterior a la primera noche en la jungla de Grant con los niños. En ella, lo último que éste hace antes de reemprender la marcha -y luego de amanecer, para su sorpresa, acurrucado con ellos en la copa del árbol y espiado por un curioso braquiosaurio- es arrojar la garra de raptor con que asustase al crío repelente del principio. El gesto señala indudablemente el aprendizaje de Grant, como si, todavía con el calor en el cuerpo de los dos niños que, desprotegidos, se han apretado contra él en la noche oscura llena de peligros, fuese de pronto consciente de lo ridículo y arrogante de semejante actitud, y se abriese en cambio al caos; esto es: a la paternidad.

Poco antes, antes de que todo se haya ido de madre -o de padre-, acompañado por Malcolm en el coche guía, Grant le ha preguntado si tiene hijos. El otro ha respondido:

Pues claro que sí: tres. Adoro a los críos, con ellos puede ocurrir y ocurre cualquier cosa.”

No es extraño que a un experto en teoría del caos le guste lo caótico, lo imprevisible; ni que a un todavía estrecho Grant le repela. Esta diferencia fundamental es la que separa a los dos personajes durante todo el primer acto -diferencia que puede ser la del glacial científico, metódico y serio, con la estrella del rock; la de la disciplina con la espontaneidad; el adulto con el niño-, hasta que la huida del T-rex les obliga a unir fuerzas. A pesar de que Malcolm no resulta especialmente convincente en el paso de la teoría al acto, y queda pronto fuera de combate -memorable escena de las bengalas-, sus ideas sí son más persuasivas y van arrastrando a Grant como una marea. Para cuando, no se sabe ya si el segundo o tercer día de safari por la selva, Timmy cae fulminado por una descarga de la alambrada que inesperadamente ha vuelto a funcionar -gracias a la hábil y valiente doctora Sattler-, Grant la siente como si fuera su propio hijo.

Por suerte Timmy respira, y con su hermana Lex consigue regresar al museo para protagonizar un inolvidable juego del gato y el ratón con dos astutos velocirraptores. Los bichos acaban por acorralarlos, junto a Sattler y Grant, que como mater y pater familias han acudido en socorro de los críos, escopeta recortada en mano, y con ello brindado al mundo la imagen de la familia americana por fin reunida. Justo cuando los raptores, sin embargo, se disponen a abalanzarse sobre su presa, el magnífico Rex irrumpe en el museo y con un chasquido de sus mandíbulas despedaza y lanza por los aires a los infernales lagartos, salvando con esto el día y la peli y dejando otro frame mítico para la posteridad:

Luego de ello Hammond -de pronto intrépido- recoge a la familia postiza en un jeep, y es ahí cuando él y Grant coinciden en ese punto del no-aval. Parecería, por tanto, que a pesar de todo, de su viaje y su aprendizaje y su arco, Grant no ha aprendido en realidad nada sino que más bien ha confirmado sus sospechas: que sí, que esa energía bulliciosa y loca está fenomenal, es fascinante y abrumadora y bigger than life, pero de lejos; en el parque o en la casa de otro. Nadie en el fondo quiere muy cerca una criatura de esas saltimbanqui, armando el lío o pegando gritos o arañazos; mordisqueando el sofá o cagando en la alfombra; puede ser un engorro y un peligro; más vale en todo caso permanecer feliz, y tranquilo.

Pero ah, entonces ascienden al helicóptero, e igual que cuando uno vuelve de fiesta y repite todavía en su cabeza los eventos del día y la noche; el bajo retumbante y el timbal electrostático; Grant empieza a digerir just everything that happened, todo lo que ha pasado durante esas dos o tres jornadas, y una sonrisa dulce aflora tiernamente a su rostro. Los niños, Lex y Timmy, agotados después de tanta juerga en el parque, se apoyan ahora adormecidos en su hombro, a izquierda y derecha, y un Sol crepuscular se derrama por la ventana y cubre el inmenso mar de, ahora sí, la tranquilidad pero también la oportunidad y el futuro, mientras una bandada de lo que quizá sean cigüeñas o cormoranes acompañan al helicóptero en su travesía al horizonte. La vida, en efecto, se abre camino; Grant es ahora consciente, y abraza esta lección con la serenidad de quien, por fin, ha dejado de pelear.

Epílogo: Andresín

Hablaba antes de mi amigo Andrés y su hijo Andresín, o Andresito o Andrés pequeño o júnior, y de mis torpezas a la hora de agasajar a la familia, etc. Eso no es lo importante. Lo importante es que Andrés ha sido consciente, antes que nadie; sin duda antes que yo mismo y que muchos de los Goonies que aún hoy con treinta añazos perdemos el tiempo en caralladas -todavía mientras esto escribo me debato, titubeo; no sé hacia dónde se inclinará la balanza- en que la vida se abre camino y en que lo infantil, paradójicamente, no es disfrutar de los niños, sino todo lo contrario: tenerles miedo o respeto y quererlos lejos de nuestros tan serios y abultados compromisos. Dijo Nietzsche que “la madurez del hombre es encontrar la seriedad con que jugaba cuando era niño”, y ésta es quizá la clave de todo; la seriedad de lo infantil o la puerilidad de lo serio; estar maduro para jugar y despreocuparse; corretear con sobrinos o primos o los propios hijos, dejarse de titubeos y remilgos y disfrutar con ellos abiertamente de su imperturbable ligereza. No hay nada tan importante; ningún asunto inaplazable ni compromiso ineludible: ninguna excavación o fósil, ni reunión o congreso o ejecutivo de alto vuelo que nos impida pasarlo bien. Sólo hay que hacer como Alan Grant: respirar, relajarse, y disfrutar del viaje.

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