Fue nuestra última cita. Era diciembre, hacía un frío espantoso y querías ir al centro de Madrid a ver las luces de Navidad. Yo te acompañé reticente. Tú estabas feliz, pletórica. Por lo general, la insobornable ilusión con la que miras la vida, tu rabiosa curiosidad, me resultaba contagiosa y hechizante. Pero aquel día no pude conectar con tu entusiasmo, ni siquiera admirarlo desde la distancia. Estaba cansado, congelado, y nunca me han gustado las luces de Navidad.
En realidad, nunca me ha gustado la Navidad. Me parece antinatural que haya una época del año donde se espera que la felicidad crezca como las mareas. Se impone la previsión social de que estarás contento y distendido. Desde la publicidad en internet a las conversaciones anodinas, cada rincón de la cultura popular y cotidiana se tiñe de la emoción generalizada y ascendente de que todo está bien, mejor, mejorando. Tampoco me siento cómodo siendo un aguafiestas. Evito la vanidad de pensar que mis reticencias pesan más que el poco esfuerzo que me requiere poner una sonrisa, y ya está. No quiero parecer un grinch. Pero no puedo evitar serlo en la intimidad. Cada invierno sé que puede que venga una época difícil. Quizás sea por contraste con el mundo que me rodea, quizás por algo tan simple pero poderoso como la ausencia de luz solar. Por el motivo que sea, las Navidades son el elemento predictivo más fiable de mis episodios depresivos.
Ir a ver las luces en el centro implica otras cosas que me asustan. Mi única fobia probablemente patológica es a las multitudes. No necesariamente a una multitud quieta o relativamente ordenada con un mismo objetivo o un cauce, como en un festival o en una manifestación. Las multitudes que me aterran son las turísticas, las caóticas, las aglomeraciones donde millares de cuerpos se entrecruzan en diferentes direcciones y velocidades. Individuos que se paran, aceleran, se atascan, con poca o nula atención a su entorno, encapsulados en sus misiones personales. Para mi pánico a las multitudes, el centro de Madrid en Navidad es lo más parecido al infierno.
Y lo de las luces me resulta ya la paranoia definitiva. Nada me recuerda más a un ominoso paisaje cyberpunk: grotescos paneles y bombillas de luz enfermiza poblando un cielo oscuro y cerrado, anuncios de neón que proclaman un mundo amable y reencantado que no está, que no veo, en el torrente de sombras de las calles. Cada doce meses, el tejido eléctrico de la publicidad se acelera, se sobrecalienta como una resistencia y proyecta un juego masivo de control mental que acelera los cuerpos en su delirio consumista, tensionando al máximo la circulación suicida de plástico y papel bajo el hechizo totalitario de la felicidad. Ya, ya lo sé. La Navidad no tiene la culpa del fin del mundo. Pero a mí, cada diciembre, me resulta un poco así. Cada año, otro año muere. Me hago más viejo. Siento que agonizo pero que no acabo de renacer. Y el mundo, por algún motivo, se enciende como una bola de discoteca.
Regresaste a casa por fiestas. Recuerdo que fue un diciembre gélido, se masticaba la tensión. Una nueva cepa del coronavirus causaba estragos, y todo el mundo parecía al borde de la histeria. Nos vimos de nuevo a finales de enero, cuando regresaste a Madrid, y me dijiste que, aunque me querías, no podías darme lo que yo buscaba en ti. Me rompiste el corazón, con todo el cuidado y el cariño con el que se puede hacer algo así. Empezó el que quizás fue el año más extraño y doloroso de mi vida. Nos hicimos la promesa que no desapareceríamos de la vida del otro pero, evidentemente, las cosas no son tan sencillas.
Luego, tampoco son tan tremendas. Últimamente pienso mucho en las cosas a las que se parecen las drogas. Es decir, en otras técnicas de alteración de la conciencia y la conducta que los místicos conocen desde hace miles de años. El silencio, el deporte, los ejercicios de respiración, dar vueltas como una peonza; son todas formas que alteran nuestro sistema nervioso, que nos transportan, en palabras de Aldous Huxley, a las regiones ignotas de nuestra mente[1]. Algunas de ellas son autolesivas y arriesgadas, como el ayuno, la mortificación de la carne, esnifar pegamento o volar en parapente. Desde este punto de vista, también puede verse la enfermedad como un estado alterado de conciencia y, por tanto, un territorio de interés para los psiconautas.
Me pregunto si puede decirse lo mismo de la tristeza.
Me pregunto si podemos aceptar aquello que nos agobia, nos deprime o nos da pánico como otro viaje más, quizás uno malo pero uno que, en tanto que viaje, puede albergar una enseñanza, expresar una transformación. La luces de Navidad, las multitudes caóticas y, en general, el ciclo acelerado del consumismo, es algo que me aterra. El centro de Madrid en diciembre me parece poco menos que una máquina cósmica de hipnosis. Pero a veces trato de hacer de ese rechazo una intuición conspirativa, trato de poner los pies en la tierra, una tierra inestable y apocalíptica pero, al fin y al cabo, la mía. Quiero pensar que hay algo entre someterse al maremoto totalitario de la felicidad publicitaria y vivir amargado tratando de nadar a contracorriente. Algo que sea abrazar el caos, sin justificarlo, sin forzarse a disfrutarlo, simplemente asumirlo como nuestro inevitable presente, como el conjunto contradictorio, abigarrado y feo del que somos poco más que una cosa más.
Me pregunto si cabe hacer lo mismo con el desamor. Yo deseaba estar contigo, construir una vida a tu lado. Me aterraba desprenderme de ti, pensaba con sinceridad que nunca conocería a nadie como tú. Me cuesta recordar aquella historia como algo distinto a un fracaso. Me cuesta pensar en nosotros sin recaer en esta nostalgia pegajosa. Pero da igual, pienso, esa historia soy yo, igual que todas las otras que no llevaron a nada. Me llevaron hasta aquí, al fin y al cabo, me hicieron ser quien soy, con todos sus detalles imperfectos, impredecibles e innecesarios. Pero no puedo decir que esté seguro de la respuesta. Quizás haya que aceptar las cosas malas que nos pasan como pérdidas irreparables, sin buscar todo el rato el lado positivo de todo. Supongo que lo que lo que intento pensar es en la posibilidad de que, sin que en lo malo habite siempre lo bueno, conviene más aprender a convivir con la tristeza que nos toca que esforzarse inútilmente por enfrentarla.
Lo que todo fumeta curtido sabe es que si te da un amarillo lo peor que puedes hacer es entrar en pánico. Lo que todo terapeuta seguramente te dirá es que no hay nada que alimente más la ansiedad que el impulso vano por controlarla. Aprietas el culo y esperas a que pase. Lo que dure, da igual. Aunque tarde, después de la Navidad siempre regresa la primavera, y ningún corazón dura roto para siempre. Y con el tiempo, me alegra poder decir ahora, fuimos capaces de cumplir nuestra promesa.
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[1] Huxley, Aldous. Las puertas de la percepción. Cielo e infierno. Edhasa: Barcelona, 2002.