Late Imperial

Por
Ángel Insua
21/11/2023

Matsson encarna, bajo esta luz, de nuevo el nihilismo más ardiente y cínico, y frente a él –y descubro con ello que, a pesar de su crítica disfrazada de las clases altas, Sucesión es una serie esencialmente conservadora.

El capítulo 4x05 de Sucesión, Kill list o Lista negra, vuelve sobre temas de Los demonios. A riesgo de parecer un pelma, voy a intentar desmigajar el asunto:

No es sorprendente que una serie tan shakespeariana presente conflictos como el de este episodio. Se trata, en fin, de una revisión de Rey Lear, transmutado el reino en tremendo conglomerado mediático inspirado en las hazañas del igualmente shakespeariano Rupert Murdoch, ahora Monsieur Logan Roy. Pues bien: Logan, como se sabe –y aquí ojo curvas el que no esté al día–, ha palmado recientemente y cargado a sus (tres) cuatro hijos con un marrón empresarial considerable. Derrumbada la acción, y las negociaciones a toda vela con el vampírico Lukas Matsson (Alexander Skarsgård), sueco gélido y terrible tipo Elon Musk pero sexy que se va a zampar todo el chiringuito; la muerte, si es que no lo es alguna vez, se presenta como especialmente inoportuna.

En estas circunstancias los hijos sucesores llegan a Noruega con toda la tropa, a una suerte de retiro corporativo al que el sueco les ha invitado para verificar la compatibilidad cultural de las compañías de cara a la fusión-adquisición. Como es de esperar, sin embargo, la compatibilidad es close to zero; los puñales descienden del avión afilados y a partir de ahí abrevan con sangre fresca el mullido césped nórdico por medio de (des)encuentros harto incómodos y amenazas veladas. Es entonces cuando se produce el hito dostoyevskiano.

Luego de que el entrañable –y no menos mullido– Tom (Matthew MacFadyen, o Mr. Darcy) aterrice como un helicóptero Apache en medio de la conversación entre Matsson y su equipo –entre ellos un tipo barbudo grande como un oso y un ex-esquiador casi medallista en Sochi– y produzca uno de los momentos más espantosamente incómodos del episodio si no de la serie; el inseparable esbirro Greg (Nicholas Braun) redobla la apuesta con cierto comentario desestabilizador acerca de un artículo en The Economist, que concita la inevitable pregunta de Matsson: ¿Y tú quién coño eres?

Greg, greggeando

Greg explica que es el primo – sí, el primo de los allí reunidos y que la suya es una función como de apósito, parasitaria. Los suecos echan a reír; Matsson mira en torno suyo admirado y pregunta si es que todos allí son familia; pasa al sueco en un tris y se mofa de los Roy abiertamente diciendo que les han tendido una trampa incestuosa, y el hombre-oso remata de volea calificando a Greg de ‘Six-foot nine of pure nepotism. Inbred Hapsburg giant.’ Todos ríen incómodos, asfixiados en una atmósfera venenosa, pero entonces Kendall intercede heroico: ‘Are you done? maybe it’s funnier with subtitles’.

La cosa estalla unos cuantos metros más arriba, en la cima del pico noruego, luego de un paseo en funicular que transporta a los dos hermanos Roy (‘CE-bros’) y a Matsson para los pulimientos finales del acuerdo. Pero en la escena previa ya ha quedado dibujado el cuadrilátero: a un lado, la dinastía corporativa de los Roy; a otro, la glacial meritocracia de los suecos (‘Nasdaq master race’). Más allá de la ironía de que son precisamente los suecos los súbditos de un rey de verdad, volvemos, lo habéis adivinado, al conflicto principal de Los demonios.

Poco antes se nos ha revelado como de pasada, entre bromas, que el padre de Matsson también habría muerto, pero por la propia mano asfixiado con el tubo de escape de su coche. Inmediatamente pienso en Kirilov y su suicidio lógico, como diría el propio Dostoyevski, y me imagino a aquél hasta las narices de vivir y matándose casi por coherencia, porque es lo que toca. En las maneras del sueco advertimos sin duda esta desidia; a menudo parece hacer las cosas sencillamente porque puede, y es en este sentido que quizá sea el antagonista perfecto de los Roy, o al menos de Kendall, atrapado desde el principio en las zarpas de un destino cruel que lo verá, me juego los cuartos, siguiendo fatalmente las pisadas de su padre. Matsson, al igual que Stepánovich o Verjovenski en Los demonios –aquél de manera literal; éste figuradamente–, se ha despojado de todo vínculo familiar; no le ata ya ninguna moral o prejuicio, y es por eso que hace literalmente lo que quiere; que arrastra a sus adversarios al traicionero retiro en Noruega con el cadáver de Logan aún caliente y que no comprende, de hecho, los lazos sanguíneos sino como una broma –a joke–; un juego con que, por ejemplo, tentar y perturbar a su ex –la, por lo demás, imperturbable Ebba– mediante burofaxes y ladrillos congelados de su propia sangre.

Mattson, el vampiro de las cookies

Es aquí donde la configuración de vampiro adquiere toda su fuerza, no tanto como la de desalmado chupasangres –que también– sino como la de criatura milenaria o príncipe de la tiniebla, al margen de la Ley de Dios, que aniquila a todo ingenuo que se cruza en su camino. Es difícil no ver en Matsson los atributos monstruosos de su ascendente literario –que a su vez beba, quizá, de prototipos célebres como Falstaff, o tal vez Yago– y, si tenemos en cuenta el comentario de Tom disparado improvisadamente, a la defensiva: ‘US is late imperialWe have our own Paris, and when it burns, we’ll build another’, luego de la insidiosa pregunta del sueco: ‘Is France gonna make it? birth rate, youth unemployment, sclerotic state, um, fucking angry Arabs, all that…’; de pronto tenemos otra vez esa Rusia decadente del XIX que Dostoyevski describía tan amargamente en su obra. Matsson encarna, bajo esta luz, de nuevo el nihilismo más ardiente y cínico, y frente a él –y descubro con ello que, a pesar de su crítica disfrazada de las clases altas, Sucesión es una serie esencialmente conservadora: quizá el único ejemplo en el panorama actual– los Roy, y en concreto Kendall, se presentan como la última esperanza luminosa del pueblo americano ante la barbarie.

Todo esto es sin duda agradable, refrigerante. Que en medio del maremoto de justicia social y diversidad alguien tenga la audacia de plantear conflictos a este nivel, en que los buenos son sencillamente malos o aparecen cargados de aristas y dobleces; en que las preocupaciones van más allá de ser pobre o víctima o estar infrarrepresentado en el sistema, y muerden en cambio los temas clásicos: la muerte del padre, el destino, el legado propio, etc.; da alas a la esperanza. Por desgracia, como dice Tom, posiblemente seamos late imperial, y asistamos con Sucesión a los estertores de una época que acaba. Lo que venga después, bueno o malo, es difícil decirlo.

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Cines

Late Imperial

Matsson encarna, bajo esta luz, de nuevo el nihilismo más ardiente y cínico, y frente a él –y descubro con ello que, a pesar de su crítica disfrazada de las clases altas, Sucesión es una serie esencialmente conservadora.

Por
Ángel Insua
21/11/2023

El capítulo 4x05 de Sucesión, Kill list o Lista negra, vuelve sobre temas de Los demonios. A riesgo de parecer un pelma, voy a intentar desmigajar el asunto:

No es sorprendente que una serie tan shakespeariana presente conflictos como el de este episodio. Se trata, en fin, de una revisión de Rey Lear, transmutado el reino en tremendo conglomerado mediático inspirado en las hazañas del igualmente shakespeariano Rupert Murdoch, ahora Monsieur Logan Roy. Pues bien: Logan, como se sabe –y aquí ojo curvas el que no esté al día–, ha palmado recientemente y cargado a sus (tres) cuatro hijos con un marrón empresarial considerable. Derrumbada la acción, y las negociaciones a toda vela con el vampírico Lukas Matsson (Alexander Skarsgård), sueco gélido y terrible tipo Elon Musk pero sexy que se va a zampar todo el chiringuito; la muerte, si es que no lo es alguna vez, se presenta como especialmente inoportuna.

En estas circunstancias los hijos sucesores llegan a Noruega con toda la tropa, a una suerte de retiro corporativo al que el sueco les ha invitado para verificar la compatibilidad cultural de las compañías de cara a la fusión-adquisición. Como es de esperar, sin embargo, la compatibilidad es close to zero; los puñales descienden del avión afilados y a partir de ahí abrevan con sangre fresca el mullido césped nórdico por medio de (des)encuentros harto incómodos y amenazas veladas. Es entonces cuando se produce el hito dostoyevskiano.

Luego de que el entrañable –y no menos mullido– Tom (Matthew MacFadyen, o Mr. Darcy) aterrice como un helicóptero Apache en medio de la conversación entre Matsson y su equipo –entre ellos un tipo barbudo grande como un oso y un ex-esquiador casi medallista en Sochi– y produzca uno de los momentos más espantosamente incómodos del episodio si no de la serie; el inseparable esbirro Greg (Nicholas Braun) redobla la apuesta con cierto comentario desestabilizador acerca de un artículo en The Economist, que concita la inevitable pregunta de Matsson: ¿Y tú quién coño eres?

Greg, greggeando

Greg explica que es el primo – sí, el primo de los allí reunidos y que la suya es una función como de apósito, parasitaria. Los suecos echan a reír; Matsson mira en torno suyo admirado y pregunta si es que todos allí son familia; pasa al sueco en un tris y se mofa de los Roy abiertamente diciendo que les han tendido una trampa incestuosa, y el hombre-oso remata de volea calificando a Greg de ‘Six-foot nine of pure nepotism. Inbred Hapsburg giant.’ Todos ríen incómodos, asfixiados en una atmósfera venenosa, pero entonces Kendall intercede heroico: ‘Are you done? maybe it’s funnier with subtitles’.

La cosa estalla unos cuantos metros más arriba, en la cima del pico noruego, luego de un paseo en funicular que transporta a los dos hermanos Roy (‘CE-bros’) y a Matsson para los pulimientos finales del acuerdo. Pero en la escena previa ya ha quedado dibujado el cuadrilátero: a un lado, la dinastía corporativa de los Roy; a otro, la glacial meritocracia de los suecos (‘Nasdaq master race’). Más allá de la ironía de que son precisamente los suecos los súbditos de un rey de verdad, volvemos, lo habéis adivinado, al conflicto principal de Los demonios.

Poco antes se nos ha revelado como de pasada, entre bromas, que el padre de Matsson también habría muerto, pero por la propia mano asfixiado con el tubo de escape de su coche. Inmediatamente pienso en Kirilov y su suicidio lógico, como diría el propio Dostoyevski, y me imagino a aquél hasta las narices de vivir y matándose casi por coherencia, porque es lo que toca. En las maneras del sueco advertimos sin duda esta desidia; a menudo parece hacer las cosas sencillamente porque puede, y es en este sentido que quizá sea el antagonista perfecto de los Roy, o al menos de Kendall, atrapado desde el principio en las zarpas de un destino cruel que lo verá, me juego los cuartos, siguiendo fatalmente las pisadas de su padre. Matsson, al igual que Stepánovich o Verjovenski en Los demonios –aquél de manera literal; éste figuradamente–, se ha despojado de todo vínculo familiar; no le ata ya ninguna moral o prejuicio, y es por eso que hace literalmente lo que quiere; que arrastra a sus adversarios al traicionero retiro en Noruega con el cadáver de Logan aún caliente y que no comprende, de hecho, los lazos sanguíneos sino como una broma –a joke–; un juego con que, por ejemplo, tentar y perturbar a su ex –la, por lo demás, imperturbable Ebba– mediante burofaxes y ladrillos congelados de su propia sangre.

Mattson, el vampiro de las cookies

Es aquí donde la configuración de vampiro adquiere toda su fuerza, no tanto como la de desalmado chupasangres –que también– sino como la de criatura milenaria o príncipe de la tiniebla, al margen de la Ley de Dios, que aniquila a todo ingenuo que se cruza en su camino. Es difícil no ver en Matsson los atributos monstruosos de su ascendente literario –que a su vez beba, quizá, de prototipos célebres como Falstaff, o tal vez Yago– y, si tenemos en cuenta el comentario de Tom disparado improvisadamente, a la defensiva: ‘US is late imperialWe have our own Paris, and when it burns, we’ll build another’, luego de la insidiosa pregunta del sueco: ‘Is France gonna make it? birth rate, youth unemployment, sclerotic state, um, fucking angry Arabs, all that…’; de pronto tenemos otra vez esa Rusia decadente del XIX que Dostoyevski describía tan amargamente en su obra. Matsson encarna, bajo esta luz, de nuevo el nihilismo más ardiente y cínico, y frente a él –y descubro con ello que, a pesar de su crítica disfrazada de las clases altas, Sucesión es una serie esencialmente conservadora: quizá el único ejemplo en el panorama actual– los Roy, y en concreto Kendall, se presentan como la última esperanza luminosa del pueblo americano ante la barbarie.

Todo esto es sin duda agradable, refrigerante. Que en medio del maremoto de justicia social y diversidad alguien tenga la audacia de plantear conflictos a este nivel, en que los buenos son sencillamente malos o aparecen cargados de aristas y dobleces; en que las preocupaciones van más allá de ser pobre o víctima o estar infrarrepresentado en el sistema, y muerden en cambio los temas clásicos: la muerte del padre, el destino, el legado propio, etc.; da alas a la esperanza. Por desgracia, como dice Tom, posiblemente seamos late imperial, y asistamos con Sucesión a los estertores de una época que acaba. Lo que venga después, bueno o malo, es difícil decirlo.

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