Leer no te hace mejor

Alguien alzó la mirada hacia la estantería FLYSTA y pude anticipar lo que efectivamente estaba a punto de decir: - Oye Fulano, tú lees mucho, ¿no?

Fue en casa del amigo de un amigo. Habíamos quedado a mediodía y de repente eran más de las nueve de la noche, y cuando alguien tomó las riendas -siempre hay alguien- y dijo que estos van camino de casa de Fulano a todos nos dio igual quien era Fulano y si no le habíamos visto en la vida, que allí fuimos, porque nunca nadie se plantea irse a casa después de diez horas en la calle. Fulano resultó ser una de esas personas privilegiadas que viven solas en Madrid, uno de los elegidos por Idealista. Al cabo de un rato estábamos todos repartidos en veinte metros cuadrados de salón. Los que habían llegado primero, en el sofá, cuatro o cinco con medio cuerpo en la terraza, alguno apoyado en una mesa y el resto, inevitablemente, sentados en el suelo. Después de unos cuantos comentarios sobre la suerte que tenía Fulano de vivir en ese lugar y de alabar su buena mano con las plantas, alguien alzó la mirada hacia la estantería FLYSTA y pude anticipar lo que efectivamente estaba a punto de decir:

- Oye Fulano, tú lees mucho, ¿no?

Seguramente Fulano no se percató de que se le estaba hinchando el pecho cuando contestó con modestia que él leía lo normal. Yo pensé que si Fulano leía lo normal el resto de los mortales no habíamos leído nada, porque -si realmente había leído todos esos libros- Fulano debía de tener por lo menos sesenta y dos años. Lo segundo que pensé fue que mientras Fulano justificaba su evidente amor por los libros el ambiente había adquirido una capa de solemnidad y que todos -me incluyo- mirábamos a Fulano con un poco más de interés. Fulano no solo no compartía piso y tenía buena mano con las plantas, sino que además leía y, como mínimo, no tenía ese vicio psicópata que se ve tanto en Pinterest de poner los libros dispuestos al revés, con el lomo por dentro, imagino que para que exista armonía en los colores. Allí todos estuvimos de acuerdo en que leer libros había sumado puntos a Fulano, le habían hecho mejor.

Estantería de salón repleta de libros con el lomo al revés
La librería de Jeffrey Dahmer

Tener libros no te hace mejor, pero durante la cuarentena de 2020 me enganché a Goodreads. Después de registrar unos cuantos títulos en la aplicación y, divertida por la perspectiva de poder contabilizar todos los libros que había leído, pasé un buen rato revisando mi estantería y haciendo memoria para intentar dar con el año en el que me había leído cada uno y así poder subirlos a esa especie de librería virtual en forma de red social. No deja de ser una forma como otra cualquiera de creerte superior al ver todo lo que has leído y de que @alvarito89 te pregunte -también por ahí- “oye, tú lees mucho, ¿no? Lo mejor de Goodreads es que puedes apuntar los libros que tienes pendientes de forma más ordenada que en una nota del móvil o en una conversación contigo misma en WhatsApp. Después de eso, lo mejor es el perfil de Julieta Venegas que resulta que lee incluso más que Fulano -en algunas reseñas comenta que es la tercera vez que se lee no sé qué libro de no sé qué autor libanés- y que tiene sus libros clasificados de trece o catorce formas distintas. Lo peor es sin duda el Reading challenge, que pretende que en enero marques un objetivo de libros para ese año y además te va informando de cómo vas de tiempo dependiendo del mes en el que estés. Como si hiciera falta más leña para la ansiedad. Es el Spotify Wrapped de la lectura con la salvedad -y la suerte- de que Goodreads no puede conectarse con la cuenta de Instagram.

Hotel Room (1931) y People in the Sun (1960) de Edward Hopper

Leer no te hace mejor, pero hace poco Pati se lamentaba porque ella no lee. A mí me parece una tía admirable: ingeniera aeronáutica con no sé cuántas becas y masters en Estados Unidos, se la rifan las empresas, sabe muchísimo de física y lo explica todo con tanta pasión, que siempre he pensado que es de las personas más interesantes que me rodean. Y allí estaba lamentándose por no leer. Simplemente, no le enganchan los libros, no le apetecen y los que le apetecen los deja a medias. A veces prefiere escuchar un podcast o consumir otro tipo de entretenimiento que no le lleve tanto tiempo. Cuando estaba a punto de decirle que nadie le obliga a terminarse un libro, pensé que no solo yo nunca me había percatado de que Pati no leía, sino que honestamente, el hecho de que no lo hiciese no le quitaba ni un ápice de valía. Hay gente a la que no le gusta la historia, el deporte, la música, el cine, o que nunca ha visto El Padrino. Y qué si no les apetece. La vida es corta como para tener que asumir como propios también los gustos del de al lado, por mucho que el gusto en cuestión sea generalmente asumido como algo superior. Y realmente no lo es, leer no te hace mejor. Creo que el hecho de que un lector adquiera de por sí un aura romántica o intelectual no es más que fruto de que en el imaginario colectivo se haya asociado el hábito de leer con gente que tiene mucho mundo interior. O puede que la justificación esté en que, de las artes, precisamente leer sea la que requiere un mínimo de esfuerzo por parte de quien la consume. Si en el colegio nos hubieran obligado a ver y a comentar clásicos del cine en lugar de a leer La Regenta o La colmena, serían los cinéfilos los que hoy estarían cubiertos de esta aura de intelectualidad, en lugar de los que van por ahí con un libro en la mano.

Madame Montessier (1856) de Jean-Auguste-Dominique Ingres y Mujer con libro de Pablo Picasso (1932)

Aunque leer no te haga mejor, una de mis cuentas favoritas de Instagram es @leyendoenmetro. El nombre de la cuenta no puede ser más descriptivo: sólo se publican fotos de gente leyendo en el metro. Habría que preguntarle al dueño de la cuenta si el objetivo es llevar a cabo una especie de análisis sociológico sobre qué lee el trabajador medio en la línea diez de camino a la oficina, o si fue la pulsión de inmortalizar la imagen de alguien enfrascado en un libro, ajeno al trajín de un lugar que normalmente inspira estrés, rutina y pantallas. Por un motivo o por el otro, me he enganchado a hacer scroll por esas fotos de personas anónimas absortas en el último libro de Fernando Aramburu sin saber que están siendo fotografiadas. Si en Instagram todo está virando cada vez más a las publicaciones improvisadas y aparentemente poco pensadas, quizá @leyendoenmetro sea la evolución natural de esos perfiles en los que aparecen libros perfectamente dispuestos con un fondo neutro y luminoso o, a ser posible, a juego con la cubierta. Ya hace un tiempo que por las mañanas pienso dos veces si sacar del bolso el libro que estoy leyendo, por si me cazan a mí también.

Hopper habría sido fiel seguidor de @leyendoenelmetro

Llevar un libro no te hace mejor, pero siempre ha sido cool. Es conocida la presencia de la lectura en la obra de Edward Hopper, que dota a los solitarios protagonistas de sus cuadros de un aspecto aún más nihilista, si cabe, solo con ponerles un libro en la mano. Como ocurre con @leyendoenmetro, el pintor también encontró la belleza en la idea de la lectora viajando en transporte público, metida en su mundo mientras que el resto va y viene de hacer sus quehaceres. En otra de sus pinturas, People in the Sun, aparecen unos turistas aparentemente impasibles ante el paisaje natural que tienen enfrente. Con la expresión inerte de sus caras, parece que Hopper hubiera querido reflejar la incomodidad de unas personas que no quieren -o que no tienen otro remedio- que estar sentadas en la terraza de ese hotel mirando el paisaje, aburridos. Es curioso que el único turista que está sentado en una actitud más relajada es el que está, precisamente, leyendo un libro.

En un homenaje a la pintura Madame Montessier (1856) de Jean-Auguste-Dominique Ingres, Picasso pintó Mujer con libro (1932) imitando la pose de la mujer que aparece en el retrato de Ingres. Sin embargo, cambió un detalle de la escena original al sustituir el abanico por un libro. Aunque ya era común que los pintores del siglo veinte utilizaran el libro como elemento para representar la vida moderna, me pregunto si Picasso hizo el cambio pensando que el libro le daba a la mujer un aire mucho más interesante. Aun así, en aquel momento no se libró de ser criticado por haber sustituido el abanico en el cuadro ya que, según comentó Brassaï, el fotógrafo nunca había visto a Picasso con un libro en la mano

La impresionista Berthe Morisot también puso libros en las manos de las protagonistas de sus escenas cotidianas en un momento en el que el arte y la cultura se empezaban a democratizar. A pesar de que la lectura se estaba considerando ya un valor de clase media, siguió considerándose un signo de distinción y de refinamiento intelectual, lo que hizo que retratarse leyendo se pusiera de moda. Yo diría que la expresión de las caras en los cuadros de la pintora francesa refleja bien el placer de abandonarse a un mundo que te saca durante un rato del propio.  

Reading (1888) y Reading (1873) de Berthe Morisot

Los libros no te hacen mejor, pero una persona de seis años aprende a leer y al cabo de tres o cuatro cree que acaba de dar con la clave para no aburrirse nunca más. Esto es lo que lleva a esta joven persona con nueve o diez años a escoger el último bestseller de Isabel Allende en el bazar del pueblo de playa donde está pasando el verano, o La Tía Tula o Robinson Crusoe de la Biblioteca Básica Salvat que hay en casa de sus abuelos. Una adolescente encuentra en los libros de fantasía un lugar donde evadirse del mundo de los mayores y una forma de relacionarse con otra chica de su clase y esa será su primera experiencia compartiendo literatura. Una persona alcanza la mayoría de edad y decide que debe leer libros “de adultos” y, un poco a tientas, mezcla a Carlos Ruiz Zafón con Carmen Martín Gaite, después a Ken Follet con Miguel Hernández y Jack Kerouac, y algunos le gustan y otros no, pero ella dirá que le gustan todos y además intenta terminarlos; devora Pasión India y El tiempo entre costuras y lo intenta sin éxito con Cien años de soledad. Una persona adulta sigue leyendo y con el tiempo empieza a dar con el tipo de literatura que le gusta cuando descubre a Lucia Berlin y a Joan Didion y se da cuenta de que si disfruta de una escritora lo lógico es leer varios libros de esta -aunque acabe leyendo solo a las mismas tres autoras- y ya no le importa no haber podido con Gabriel García Márquez porque sabe que los libros tienen su momento y el del colombiano a ella aún no le ha llegado, o quizá no le llegue, y le preocupa cero. Y el motivo para escoger una lectura ya no es tener que leer libros buenos sino libros que sean buenos para ella, porque los libros adquieren otro significado más parecido al que encontró con seis años cuando aprendió a leer y que ya no es tanto no aburrirse, porque en 2024 eso es imposible, sino sentirse acompañada. Por eso, por lo general los libros no te hacen mejor, sino que te hacen bien.

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Leer no te hace mejor

Alguien alzó la mirada hacia la estantería FLYSTA y pude anticipar lo que efectivamente estaba a punto de decir: - Oye Fulano, tú lees mucho, ¿no?

Fue en casa del amigo de un amigo. Habíamos quedado a mediodía y de repente eran más de las nueve de la noche, y cuando alguien tomó las riendas -siempre hay alguien- y dijo que estos van camino de casa de Fulano a todos nos dio igual quien era Fulano y si no le habíamos visto en la vida, que allí fuimos, porque nunca nadie se plantea irse a casa después de diez horas en la calle. Fulano resultó ser una de esas personas privilegiadas que viven solas en Madrid, uno de los elegidos por Idealista. Al cabo de un rato estábamos todos repartidos en veinte metros cuadrados de salón. Los que habían llegado primero, en el sofá, cuatro o cinco con medio cuerpo en la terraza, alguno apoyado en una mesa y el resto, inevitablemente, sentados en el suelo. Después de unos cuantos comentarios sobre la suerte que tenía Fulano de vivir en ese lugar y de alabar su buena mano con las plantas, alguien alzó la mirada hacia la estantería FLYSTA y pude anticipar lo que efectivamente estaba a punto de decir:

- Oye Fulano, tú lees mucho, ¿no?

Seguramente Fulano no se percató de que se le estaba hinchando el pecho cuando contestó con modestia que él leía lo normal. Yo pensé que si Fulano leía lo normal el resto de los mortales no habíamos leído nada, porque -si realmente había leído todos esos libros- Fulano debía de tener por lo menos sesenta y dos años. Lo segundo que pensé fue que mientras Fulano justificaba su evidente amor por los libros el ambiente había adquirido una capa de solemnidad y que todos -me incluyo- mirábamos a Fulano con un poco más de interés. Fulano no solo no compartía piso y tenía buena mano con las plantas, sino que además leía y, como mínimo, no tenía ese vicio psicópata que se ve tanto en Pinterest de poner los libros dispuestos al revés, con el lomo por dentro, imagino que para que exista armonía en los colores. Allí todos estuvimos de acuerdo en que leer libros había sumado puntos a Fulano, le habían hecho mejor.

Estantería de salón repleta de libros con el lomo al revés
La librería de Jeffrey Dahmer

Tener libros no te hace mejor, pero durante la cuarentena de 2020 me enganché a Goodreads. Después de registrar unos cuantos títulos en la aplicación y, divertida por la perspectiva de poder contabilizar todos los libros que había leído, pasé un buen rato revisando mi estantería y haciendo memoria para intentar dar con el año en el que me había leído cada uno y así poder subirlos a esa especie de librería virtual en forma de red social. No deja de ser una forma como otra cualquiera de creerte superior al ver todo lo que has leído y de que @alvarito89 te pregunte -también por ahí- “oye, tú lees mucho, ¿no? Lo mejor de Goodreads es que puedes apuntar los libros que tienes pendientes de forma más ordenada que en una nota del móvil o en una conversación contigo misma en WhatsApp. Después de eso, lo mejor es el perfil de Julieta Venegas que resulta que lee incluso más que Fulano -en algunas reseñas comenta que es la tercera vez que se lee no sé qué libro de no sé qué autor libanés- y que tiene sus libros clasificados de trece o catorce formas distintas. Lo peor es sin duda el Reading challenge, que pretende que en enero marques un objetivo de libros para ese año y además te va informando de cómo vas de tiempo dependiendo del mes en el que estés. Como si hiciera falta más leña para la ansiedad. Es el Spotify Wrapped de la lectura con la salvedad -y la suerte- de que Goodreads no puede conectarse con la cuenta de Instagram.

Hotel Room (1931) y People in the Sun (1960) de Edward Hopper

Leer no te hace mejor, pero hace poco Pati se lamentaba porque ella no lee. A mí me parece una tía admirable: ingeniera aeronáutica con no sé cuántas becas y masters en Estados Unidos, se la rifan las empresas, sabe muchísimo de física y lo explica todo con tanta pasión, que siempre he pensado que es de las personas más interesantes que me rodean. Y allí estaba lamentándose por no leer. Simplemente, no le enganchan los libros, no le apetecen y los que le apetecen los deja a medias. A veces prefiere escuchar un podcast o consumir otro tipo de entretenimiento que no le lleve tanto tiempo. Cuando estaba a punto de decirle que nadie le obliga a terminarse un libro, pensé que no solo yo nunca me había percatado de que Pati no leía, sino que honestamente, el hecho de que no lo hiciese no le quitaba ni un ápice de valía. Hay gente a la que no le gusta la historia, el deporte, la música, el cine, o que nunca ha visto El Padrino. Y qué si no les apetece. La vida es corta como para tener que asumir como propios también los gustos del de al lado, por mucho que el gusto en cuestión sea generalmente asumido como algo superior. Y realmente no lo es, leer no te hace mejor. Creo que el hecho de que un lector adquiera de por sí un aura romántica o intelectual no es más que fruto de que en el imaginario colectivo se haya asociado el hábito de leer con gente que tiene mucho mundo interior. O puede que la justificación esté en que, de las artes, precisamente leer sea la que requiere un mínimo de esfuerzo por parte de quien la consume. Si en el colegio nos hubieran obligado a ver y a comentar clásicos del cine en lugar de a leer La Regenta o La colmena, serían los cinéfilos los que hoy estarían cubiertos de esta aura de intelectualidad, en lugar de los que van por ahí con un libro en la mano.

Madame Montessier (1856) de Jean-Auguste-Dominique Ingres y Mujer con libro de Pablo Picasso (1932)

Aunque leer no te haga mejor, una de mis cuentas favoritas de Instagram es @leyendoenmetro. El nombre de la cuenta no puede ser más descriptivo: sólo se publican fotos de gente leyendo en el metro. Habría que preguntarle al dueño de la cuenta si el objetivo es llevar a cabo una especie de análisis sociológico sobre qué lee el trabajador medio en la línea diez de camino a la oficina, o si fue la pulsión de inmortalizar la imagen de alguien enfrascado en un libro, ajeno al trajín de un lugar que normalmente inspira estrés, rutina y pantallas. Por un motivo o por el otro, me he enganchado a hacer scroll por esas fotos de personas anónimas absortas en el último libro de Fernando Aramburu sin saber que están siendo fotografiadas. Si en Instagram todo está virando cada vez más a las publicaciones improvisadas y aparentemente poco pensadas, quizá @leyendoenmetro sea la evolución natural de esos perfiles en los que aparecen libros perfectamente dispuestos con un fondo neutro y luminoso o, a ser posible, a juego con la cubierta. Ya hace un tiempo que por las mañanas pienso dos veces si sacar del bolso el libro que estoy leyendo, por si me cazan a mí también.

Hopper habría sido fiel seguidor de @leyendoenelmetro

Llevar un libro no te hace mejor, pero siempre ha sido cool. Es conocida la presencia de la lectura en la obra de Edward Hopper, que dota a los solitarios protagonistas de sus cuadros de un aspecto aún más nihilista, si cabe, solo con ponerles un libro en la mano. Como ocurre con @leyendoenmetro, el pintor también encontró la belleza en la idea de la lectora viajando en transporte público, metida en su mundo mientras que el resto va y viene de hacer sus quehaceres. En otra de sus pinturas, People in the Sun, aparecen unos turistas aparentemente impasibles ante el paisaje natural que tienen enfrente. Con la expresión inerte de sus caras, parece que Hopper hubiera querido reflejar la incomodidad de unas personas que no quieren -o que no tienen otro remedio- que estar sentadas en la terraza de ese hotel mirando el paisaje, aburridos. Es curioso que el único turista que está sentado en una actitud más relajada es el que está, precisamente, leyendo un libro.

En un homenaje a la pintura Madame Montessier (1856) de Jean-Auguste-Dominique Ingres, Picasso pintó Mujer con libro (1932) imitando la pose de la mujer que aparece en el retrato de Ingres. Sin embargo, cambió un detalle de la escena original al sustituir el abanico por un libro. Aunque ya era común que los pintores del siglo veinte utilizaran el libro como elemento para representar la vida moderna, me pregunto si Picasso hizo el cambio pensando que el libro le daba a la mujer un aire mucho más interesante. Aun así, en aquel momento no se libró de ser criticado por haber sustituido el abanico en el cuadro ya que, según comentó Brassaï, el fotógrafo nunca había visto a Picasso con un libro en la mano

La impresionista Berthe Morisot también puso libros en las manos de las protagonistas de sus escenas cotidianas en un momento en el que el arte y la cultura se empezaban a democratizar. A pesar de que la lectura se estaba considerando ya un valor de clase media, siguió considerándose un signo de distinción y de refinamiento intelectual, lo que hizo que retratarse leyendo se pusiera de moda. Yo diría que la expresión de las caras en los cuadros de la pintora francesa refleja bien el placer de abandonarse a un mundo que te saca durante un rato del propio.  

Reading (1888) y Reading (1873) de Berthe Morisot

Los libros no te hacen mejor, pero una persona de seis años aprende a leer y al cabo de tres o cuatro cree que acaba de dar con la clave para no aburrirse nunca más. Esto es lo que lleva a esta joven persona con nueve o diez años a escoger el último bestseller de Isabel Allende en el bazar del pueblo de playa donde está pasando el verano, o La Tía Tula o Robinson Crusoe de la Biblioteca Básica Salvat que hay en casa de sus abuelos. Una adolescente encuentra en los libros de fantasía un lugar donde evadirse del mundo de los mayores y una forma de relacionarse con otra chica de su clase y esa será su primera experiencia compartiendo literatura. Una persona alcanza la mayoría de edad y decide que debe leer libros “de adultos” y, un poco a tientas, mezcla a Carlos Ruiz Zafón con Carmen Martín Gaite, después a Ken Follet con Miguel Hernández y Jack Kerouac, y algunos le gustan y otros no, pero ella dirá que le gustan todos y además intenta terminarlos; devora Pasión India y El tiempo entre costuras y lo intenta sin éxito con Cien años de soledad. Una persona adulta sigue leyendo y con el tiempo empieza a dar con el tipo de literatura que le gusta cuando descubre a Lucia Berlin y a Joan Didion y se da cuenta de que si disfruta de una escritora lo lógico es leer varios libros de esta -aunque acabe leyendo solo a las mismas tres autoras- y ya no le importa no haber podido con Gabriel García Márquez porque sabe que los libros tienen su momento y el del colombiano a ella aún no le ha llegado, o quizá no le llegue, y le preocupa cero. Y el motivo para escoger una lectura ya no es tener que leer libros buenos sino libros que sean buenos para ella, porque los libros adquieren otro significado más parecido al que encontró con seis años cuando aprendió a leer y que ya no es tanto no aburrirse, porque en 2024 eso es imposible, sino sentirse acompañada. Por eso, por lo general los libros no te hacen mejor, sino que te hacen bien.

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