La verdad es que no actualizo mucho mi Instagram. Desde hace unos años, he pasado a pertenecer a esa masa de los usuarios que está entre bambalinas, en la sombra, observando lo que publica la gente. Los que vamos de que “yo Instagram ya casi ni lo uso” pero ahí estamos viendo tu historia entre los diez primeros. Los farsantes. Peor que tu madre abriéndose su quinto perfil falso. Me alegró leer hace un tiempo que los Gen-Z ya solo suben historias y que lo de tener el perfil súper cuidado ya solo huele a millenial o a aspirante a Wes Anderson, que viene a ser un poco lo mismo. Algo ya pasado de moda. Pensé que la buena noticia de que nadie actualice el feed es que no se notará que la mayoría ya solo entramos en Instagram para cotillear.
Lo que es imposible que pase de moda, por todo el juego que dan, son las historias de Instagram. A ti te apetece llamar la atención de aquella persona que te hacía gracia sin que suene todo demasiado serio y, con el story perfecto y un poco de suerte, lo tienes. No tengo pruebas pero tampoco dudas de que el cien por cien de los stories van dirigidos a una sola persona. Si además la persona en cuestión se ha dado por aludida, bingo. Tras unas horas o unos minutos, en el mejor de los casos, pim, reacción. “¿Que tú también estás en el Tomavistas?” Qué coincidencia. Misión cumplida. Jaque.
También, me gusta pensar en lo fácil que es mandarle un mensaje a alguien sin que nadie más lo sepa. Un martes tonto vas camino del trabajo y te salta Verbena en el modo aleatorio de Spotify, y qué gusto volver a escucharla y qué alegría recordar lo bien que te lo pasaste aquel verano bailándola con esa persona. Con la emoción del recuerdo se te va el dedo. Compartir en historias de Instagram. Un poco más tarde ese mismo día, la persona con la que bailabas Verbena aquel verano sale a fumar un cigarro en la puerta de su oficina. Saca la cajetilla, el mechero, desbloquea el móvil como un autómata, abre Instagram, sonríe. De repente el mundo es un poco menos malo, el trabajo no le parece tan terrible, quizá incluso deje de fumar. Me obsesionan ese tipo de mensajes implícitos y lo increíblemente útiles que pueden llegar a ser las redes sociales para manifestarlos.
Todo esto siempre me lleva a preguntarme cómo ligábamos antes de Instagram. Por un lado, con un mensaje aparentemente inintencionado consigues alterar un poco los acontecimientos. Todo se acelera, es como jugar a los Sims utilizando trucos. Por otro lado, se pierde la magia del momento, el encontronazo, la adrenalina de cruzarte con alguien que hacía mucho que no veías. El romance.
Que se lo digan a Leonora Carrington. A ella no la separó de su amado Max Ernst el final del Erasmus o un miedo adolescente al compromiso. A Leonora Carrington la separó de su crush la Segunda Guerra Mundial. A ver cómo se remonta eso.
La situación fue la siguiente. Resulta que Leonora era una aristócrata inglesa que desde niña había mostrado interés por el arte y que había descubierto a los pintores surrealistas y, en especial, a uno cuya obra había llamado su atención por encima de todas los demás: la del artista alemán Max Ernst. Leonora llegó a decir que “se enamoró de los cuadros de Max antes de enamorarse de él”, porque aquí nadie está a salvo de idealizar a nadie, y más tarde por fin se conocieron. Fue en una fiesta en Londres -si ella tiró de ingenio para forzar un encontronazo, seguro que no fue gracias a Instagram- donde se enamoraron locamente. Él le sacaba veintiséis años y estaba casado, pero, salvo esos detalles, todo fue más o menos sobre ruedas.
Como estaban tan enamorados y a la familia de Carrington todo esto le parecía un escándalo, huyeron juntos a Saint-Martin-d’Ardèche, en el sur de Francia, y se dedicaron a hacer lo que hacen los amantes. A falta de memes y videos de perritos que enviarle al otro, durante ese tiempo compartieron referencias sobre arte y literatura, pintaron, experimentaron con la escultura, ensayaron diferentes técnicas, y además ella no paró de escribir cuentos y novelas que él ilustraba. Un retiro creativo en toda regla que fue inmortalizado por un amigo de ambos, la fotógrafa Lee Miller.
No hay que olvidar que, por aquel entonces, Max Ernst ya era un artista consolidado. El pintor se había vinculado al movimiento dadaísta en Berlín (ese al que pertenece la famosa obra del urinario) se había relacionado en París con André Bretón, considerado el padre del surrealismo, y había producido una buena parte de su obra que se caracterizaba por las referencias a la interpretación de los sueños y al subconsciente. Todo ello salpicado de incontables metáforas freudianas. De hecho, un dato que nos importa para esta historia es que el artista se identificaba a sí mismo con la imagen del pájaro, que incorporaba a menudo en sus cuadros.
Por su parte, Leonora se dedicó a decorar la casa de Saint-Martin-d’Ardèche llenando sus puertas y ventanas con dibujos entre los que destacaban los seres andróginos mitad animal, mitad humano y otras criaturas híbridas y fantásticas que pasaron a formar parte de su imaginario. Ella, que era toda una amazona como las chicas inglesas de su entorno, se identificaba con la figura del caballo, muy presente en sus pinturas.
Pues bien, esos días en la campiña francesa con la parejita desarrollando todo su potencial creativo, terminaron de forma abrupta cuando Francia declaró la guerra a Alemania y Max Ernst fue capturado acusado de estar en comunicación con los enemigos de Francia. A nuestra pobre Leonora se le cayó el mundo al suelo y, enloquecida ante la perspectiva de no saber cuándo volvería a ver a su novio, se dedicó a trabajar sin descanso en su jardín (cada uno pasa el duelo como buenamente puede) hasta que unos amigos la convencieron para escapar a Lisboa a través de España.
Lo que viene ahora es un calvario. Amenazada por la guerra que se estaba extendiendo por todo el país, Leonora se fue de un día para otro de la casa que había compartido con Max, dejando allí todas sus pertenencias. En el camino a la frontera española empezó a sufrir alucinaciones y una serie de brotes psicóticos que provocaron su internamiento, por orden de su familia, en un psiquiátrico en Santander (no olvidemos que su padre era aristócrata y, por lo tanto, tenía uno o dos contactos). Durante los ocho o nueve meses que duró su enclaustramiento, Leonora no solo tuvo que enfrentarse al trauma de la guerra y a la ausencia de Max (en Down Below, las memorias que escribió entonces, contó que en aquellos días aún se sentía muy ligada a él a pesar del estado crítico de su salud mental) sino que también se vio sometida todo tipo de tratamientos psiquiátricos poco ortodoxos, por decirlo de manera suave. Una verdadera pesadilla. Lo curioso es que el infierno que estaba viviendo no le impidió seguir pintando, y de hecho este episodio fue fundamental en el desarrollo de su obra. Mientras otros surrealistas jugaban a explorar los límites entre la razón y la locura, Leonora literalmente la padeció. Sus pinturas de aquellos meses son verdaderamente interesantes, aún más si se ponen en este contexto.
Pero volvamos al salseo. Cuando la artista consiguió salir del sanatorio y llegar a Lisboa, se encontró con Max Ernst de forma inesperada mientras paseaba por un mercado (¿qué probabilidades hay de que eso te suceda a mediados del siglo XX en plena guerra?). La sorpresa fue aún mayor cuando descubrió a un Max cabreado y resentido que le estaba echando en cara que ella hubiera abandonado la casa que ambos compartían en Francia, sin saber que la intención de ella al viajar a Lisboa siempre había sido intentar obtener un visado para los dos. El clásico error de falta de comunicación en la pareja. A pesar de la pataleta, Leonora pudo contarle a Max la pesadilla que había sufrido en manos de los médicos del sanatorio de Santander, testimonio que fue representado por él en su obra “The Spanish Physician”. En ella, se puede ver a Leonora huyendo despavorida, arrojando al suelo un pañuelo con forma de pájaro.
Me pregunto cuál fue la razón por la que Ernst incluyó una referencia a sí mismo en esta obra. Por un lado, el pájaro parece estar interponiéndose entre Leonora y las figuras del médico y el caballo, que se ha quedado paralizado y atrapado en el lugar del que huye ella. Como si el artista lamentara no haber estado presente en el sanatorio para haber protegido a Leonora de las atrocidades que sufrió. Por otro lado, el hecho de que ella deje caer el pájaro como si fuera un pañuelo, quizá sea una forma de representar ese momento que llega en una relación, en el que ambos se dan cuenta de que la persona que tienen enfrente ya es otra distinta; puede que el gesto refleje la decisión tomada por ella de “soltar” el vínculo que unía a los dos amantes. En cualquier caso, es una de las primeras pinturas en la que aparecen representados ambos artistas.
Tras ese encuentro, Max y Leonora embarcaron hacia Nueva York junto con un grupo de artistas y, aunque su relación se había terminado, durante aquella época siguieron siendo amigos e incluso tuvieron otras parejas. Leonora se casó con el diplomático Renato Leduc, que le había ayudado a escapar de Europa, y Max Ernst empezó a salir con Peggy Guggenheim. La coleccionista estadounidense, que se había enamorado profundamente de Ernst, llegó a contar que “Leonora fue la única mujer que Max amó” -supongo que no ayudaba el hecho de que él siguiera pintando a Leonora una y otra vez. Más tarde, Carrington se divorció de Leduc y se mudó a México, donde vivió durante el resto de su vida (ella tenía entonces veinticinco años). Max Ernst y Leonora Carrington nunca más volvieron a verse.
A pesar de ello, las referencias al otro que siguen apareciendo en las obras de ambos a lo largo de su vida me hacen pensar en aquellos mensajes ocultos de los que hablaba al principio. Esos guiñitos al pasado que se cuelan en las redes sociales. Una forma de decir que “aunque ya no te tenga presente en mi día a día, hoy me he acordado de ti”, que a pesar del drama, no estuvo mal, que también he sacado algo bueno de todo este enredo, que cantaba J de los Planetas.
Al final, qué son las redes sociales sino una especie de diario personal abierto a todo el que quiera asomarse. Y en este caso, lo más parecido que tenemos para acceder a la intimidad de nuestros protagonistas surrealistas son sus obras. Una de las más significativas de Leonora Carrington es “Green Tea”. Aquí, de nuevo, vemos a una mujer joven atrapada contra su voluntad dentro de un círculo del que no puede salir. De fondo, los campos ingleses (¿la añoranza por su país?); en un primer plano, un caballo blanco. En la parte inferior del cuadro, algo muy común en las pinturas surrealistas: la representación del inframundo, lo que se esconde bajo la superficie, nuestros deseos ocultos, nuestras pesadillas más salvajes. De ahí que se muestren a menudo monstruos, murciélagos, cadáveres y, en el caso de Leonora, un pájaro. Sacad vuestras propias conclusiones.
Ni siquiera una de las obras más famosas de Carrington, “The Giantess”, se libra de referencias autobiográficas. Aunque parece que la incorporación de las aves en la pintura fue una instrucción expresa de Edward James, mecenas británico que encargó la obra, me gusta pensar que los pájaros sobrevolando a la giganta esconden algún mensaje dedicado al examante de Carrington. O mejor, que, al ver la obra e ignorando que esta era fruto de un encargo, Max Ernst, en un arranque narcisista pensara “esta sigue obsesionada conmigo” cuando la realidad probablemente fuera muy distinta; en la fecha en la que pintó esa obra, Leonora ya estaba en México casada con su segundo marido y bebiendo mezcal con sus amigas las también artistas Remedios Varo y Kati Horna.
Está claro que Max y Leonora nunca se abrieron una cuenta de Instagram, pero estoy segura de que, si la hubieran tenido, habrían publicado las fotos que les hizo su amiga Lee Miller o incluso sus propias pinturas, como la que aparece debajo de estas líneas. En ella, Max inmortaliza a Leonora durante aquel idílico verano en Francia, apareciendo como un ser mitológico entre la vegetación, con un aura más divina que humana. La obra se ha considerado la mayor expresión del amor que el artista sentía hacia su querida Leonora, aunque la historia no acabara con un final feliz. Ellos se habrán ahorrado que el archivo de Instagram les recuerde que “un día como hoy hace cinco años” estaban en Saint-Martin-d’Ardèche pero, a cambio, un siglo después todos podemos ser testigos de aquellos días que pasaron juntos en el sur de Francia.
Una suerte que los cuadros no caduquen a las veinticuatro horas.