Esta reseña contiene spoilers.
Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?
o también:
¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?
Cicerón
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Cuando digo que Megalopolis es el mayor éxito de Francis Ford Coppola lo digo sin un solo ápice de ironía. A sus 85 años, una de las figuras más destacadas del Nuevo Hollywood ha conseguido lo que cualquiera desearía: hacer lo que le ha dado la gana. Habría que ser muy ingenuo para no pensar que Coppola no ha hecho siempre lo que le ha dado la gana; él mismo ya se autofinanció –entre otras– Apocalypse Now cuando ninguna productora aceptó cederle la propiedad de los negativos y por la que casi se declara en bancarrota. En este caso Coppola ha hecho lo que le ha dado la gana porque ha plantado 120 millones de dólares encima de su propia mesa –y podrían haber sido más de haberlos necesitado– y se ha producido la película que lleva toda la vida queriendo hacer. Megalopolis no es más que el mayor ejercicio de egocentrismo de su director, un proyecto casi megalómano (nunca mejor dicho), pero qué película no es el ejercicio de egocentrismo de su director, qué obra artística que se estrena, exhibe o publica no lo es. Los verdaderos y únicos humildes serían quienes crean y no estrenan, exhiben o publican, quienes no necesitan del juicio y aceptación ajenos porque se valen con los propios y por tanto sus obras no se conocen nunca aunque sí existan. Coppola, que lleva toda su carrera peleándose contra las productoras, ha conseguido con su última película satisfacer su propio ego y saberse de algún modo ganador de esa batalla. Si no os gusta lo que quiero hacer, no os preocupéis, porque ahora ya no os necesito. Y puede que algo de eso haya también en la película.
Narrativamente, Megalopolis es un completo desastre, un flop. «Una fábula» es lo que aparece bajo el título. Una fábula localizada en una versión futurista y alternativa de Nueva York, llamada Nueva Roma, con personajes que paran el tiempo, hablan en latín y citan a Shakespeare, pero cuyas intenciones no se sabe muy bien cuáles son. En general, no se sabe muy bien qué quiere decir o hacer la película durante las más de dos horas que dura. Hay un protagonista, César Catilina (Adam Driver), una fusión entre Elon Musk y Santiago Calatrava pero con ambiciones todavía más desmedidas, Premio Nobel y director de la Autoridad del Diseño del Gobierno de los Estados Unidos, al que se le permite tirar abajo edificios para levantar Megalopolis, una ciudad del futuro construida con megalón, un material inventado por él mismo que dice poder cambiar el mundo. En su contra está el alcalde de la ciudad, Franklyn Cicerón (Giancarlo Esposito), cuya popularidad está por los suelos y que rechaza la construcción de Megalopolis; en cambio, apuesta por «el diálogo y dedicar recursos a sanidad, educación y vivienda», pero tampoco se le ve hacer nada por llevar a cabo ninguna de esas cosas (algo así como una especie de Yolanda Díaz en rueda de prensa). La movida empieza cuando la hija de Cicerón, Julia (Nathalie Emmanuel), que en principio parece dedicarse a espiar a César, le confiesa ser inmune a su poder de parar el tiempo (poder que tampoco tiene explicación alguna ni se utiliza en favor de nada), se enamora de él y decide ayudarle a construir su ciudad soñada. Por otra parte, Wow Platinum (Aubrey Plaza), amante no correspondida de César, se casa con Hamilton Crassus III (Jon Voight), tío de César y el hombre más rico de la ciudad, y se alía con su hijo y primo de César, Clodio Pulcher (Shia LaBeouf) para hacerse con su fortuna, al tiempo que este, político populista, intenta por sus propios medios hacer caer a César.
Con toda esta información, uno podría pensar que la película es un intrincado puzle de tramas y subtramas que se conectan, entrecruzan, solapan y chocan entre sí, pero no. El mayor problema de Megalopolis es que no se aprecia amenaza alguna por ningún sitio, porque tampoco llegamos a comprender del todo las intenciones de sus personajes. Del megalón no sabemos nada hasta muy avanzado el metraje, cuando descubrimos que es capaz de curar heridas y regenerar órganos, pero desconocemos su beneficio arquitectónico y el porqué es necesario para «cambiar el mundo». La pasividad con la que Cicerón acepta la unión Capuleto-Montesco entre su hija y su mayor enemigo es irrisoria (sólo cerca del final parece llevar a cabo un plan para provocar su ruptura, pero no lo consigue y, además, ¿le acaba dando igual?). Podemos deducir que el objetivo de Wow Platinum al querer arrebatar su fortuna a Crassus es impedir que este financie la construcción de Megalopolis, pero cuando parece que a esa trama le da por avanzar, Coppola la finiquita con una escena tan plausible en una telenovela como impropia en una película de este calado. Pulcher, a su rollo, intenta hacer creer a la gente que César se acuesta con una menor y conseguir así su rechazo general, pero apenas cinco minutos después se resuelve que la chica no es menor, que ella misma se lo inventó y santas pascuas, circulen que aquí no ha pasado nada. Las revueltas que organiza también están por estar, porque tampoco afectan en modo alguno a César (si no era suficiente con que el personaje de LaBeouf vista una especie de uniforme curiosamente similar al de las SS, en un momento dado se dirige a los manifestantes subido a una piedra con forma de, literalmente, esvástica). El final es improcedente hasta para el bienquedismo de Hollywood: la ciudad de Megalopolis construida, Cicerón bajándose los pantalones y aceptándolo –junto con el matrimonio de su hija con César y la nieta que le traen al mundo (y a la que llaman, siguiendo el tono sutil de la película, Esperanza)–, y los malos malísimos colgados de los pies en la plaza pública. Julia detiene el tiempo una última vez y el último plano que se cierra en la cara del bebé Esperanza, la única a la que no le ha afectado la pausa temporal. Créditos. Escrita, producida y dirigida por Francis Ford Coppola.
Más allá de esto, de las referencias evidentes a la Roma antigua y de que los nombres de los personajes sean perfectas obviedades, la película funciona bajo su propia premisa, y podría llegar a ser injusto juzgarla como inverosímil o incoherente por ello, pues en todo momento se establece esa atmósfera de irrealidad que le permite utilizar en su favor su propio surrealismo. El juego acrónico a través de la estética (los coches y las cámaras que se ven, por ejemplo, son de los años 50, pero las pantallas y los hologramas nos hacen imaginar un futuro todavía inexistente), la sensación de estar todo el rato en un decorado (hay planos que recuerdan a Synecdoche, New York si Kaufman la hubiese escrito puesto de adderall) y los diálogos y puesta en escena de los personajes, como si estuviesen representando una obra teatral (están Shakespeare, pero también Ovidio y Marco Aurelio), ayudan a resaltar esa condición de «fábula» que se nos avisaba al principio. Todo esto permite también a Coppola jugar con la cuestión de la película, con el mensaje que pretende hacer llegar durante su recorrido: todos los imperios, independientemente de cuándo y dónde, terminan cayendo. Y es justamente aquí donde más flaquea. Megalopolis pretende mostrar la «decadencia de Occidente» a través de la unión de diferentes eventos históricos que, por presentarse sin contexto ni profundidad, carecen del valor que deberían tener, se convierten en planicies desérticas plagadas de espejismos que desaparecen en cuanto te acercas demasiado a ellos. Relacionar la conspiración de Lucio Sergio Catilina para tomar la República Romana, el auge y caída del fascismo durante la Segunda Guerra Mundial y la aparición de Donald Trump para escenificar un declive de la sociedad estadounidense es un sueño febril que lleva, en última instancia, a no decir nada, porque nada coherente se puede decir al mismo tiempo del tocino y la velocidad. Del director que defendió El padrino como «una metáfora a Estados Unidos y el capitalismo, que harían cualquier cosa por protegerse y seguir perpetuándose a sí mismos» sorprende la nula mención o referencia a dicho sistema económico como único responsable de su propia decadencia (responsable, también, del auge del fascismo y de la aparición de personajes como Trump o Elon Musk). Sí se aprecian críticas a la clase política y a los más ricos, al populismo y al deseo de poder, pero cuando se trata de apuntar directamente con el dedo, el antiguo satélite en desuso que cae en mitad de la ciudad, dejando el boquete perfecto para construir sobre él Megalopolis, es de la Unión Soviética. Dependerá de quien la vea el inclinarse a uno u otro lado por el mensaje ambiguo de que sobre las ruinas del socialismo se construirá el nuevo mundo. Megalopolis no es nada que no se haya dicho ya antes, no hay nada nuevo en sus conclusiones: sí, los poderosos son malos. Sí, los ricos también. Sí, por supuesto, los ricos se alían con los poderosos para ser todavía más malos. Y sí, incluso el rico y poderoso que parece bueno tiene intenciones ocultas y poco honradas. Nada de esto sorprende a nadie y, con todos los respetos, tampoco es algo que deba decirnos quien ha podido amasar (al menos) 120 millones de dólares a través de explotar el sistema que él mismo cree estar criticando.
Y, pese a todo esto, pese al desastre narrativo que es Megalópolis y lo huérfana de contenido y reflexión que se queda, no deja de ser el mayor éxito de Coppola. La película que quiso, la película que ahora tiene. Nada más y nada menos que eso. Por y para sí mismo. Cualquier crítica que pueda hacerse cae en saco roto, porque esta película no se ha hecho para nadie más que para quien la ha concibió en su momento y ha podido mantener viva esa idea hasta el día de hoy, que también es un mérito que hay que reconocerle. Queda preguntarse entonces si ese haber hecho lo que le ha dado la gana es un elemento que confiera por sí mismo valor al producto que de ello ha resultado. He empezado hablando de supuestos autores que crean y no exhiben, estrenan o publican, pero ¿puede llegar a tener valor una obra sin la relación que establece con los sujetos que la aprecian? Es innegable que toda obra nace de una inquietud de su autor, pero no es hasta que puede ser juzgada, aceptada o rechazada en colectividad cuando dicha inquietud adopta el valor que entonces se le confiere. De todas formas, no deja de ser interesante poder ver el resultado de una creación a tan gran escala sin más limitaciones que las propias, y puede que esa misma libertad creativa sin cortapisas lleve a Megalópolis a estar mucho más cerca de la definición exacta de «arte» que el resto de películas de su nivel, por mucho que con el tiempo se quede como un fracaso más en taquilla, por muy en contra que tenga a la crítica y al público general. Que podamos verla, que podamos ser testigos de ella, no es más que un regalo que Coppola nos ha hecho. Veni, vidi, vici.