Unos niños juegan junto a la tumba de un recién nacido, ajenos al drama: eso mostraba la fotografía que me enseñaron el otro día. Además de la piedra blanca, también se veían las flores, que no sé si eran siemprevivas, y un ciprés. Pensé en el cuadro ¡Mira qué bonita era!, de Julio Romero de Torres, en el que aparecen una quinceañera en un ataúd, sus familiares, que lloran a su alrededor, y un niño que se asoma por la ventana. La conexión fue automática, espontánea. Podría decirse que ambas son escenas costumbristas, pero eso tampoco aportaría demasiada información de valor. Si uno quisiera expresar lo que representan, sería quedarse corto; concretamente, en la superficie. Comparten el tema principal, la muerte prematura, un tema que tiene la misma fuerza en Nueva York que en Badolatosa. En cualquier caso, fue una comparación torpe, irreflexiva, un pasatiempo.
Terminé mis vacaciones asistiendo a la boda de un amigo. Su mujer es gallega, y se casaron en Vigo, en un pazo. Dos hileras de gaiteros hicieron pasillo para recibirnos al bajar del autobús. Una vez en el cóctel, entre otras cosas, comimos navajas, zamburiñas, pulpo, almejas. Después, el menú incluía un bogavante de primero y una merluza de segundo. Un amigo que estaba a mi lado preguntó si le podían poner al lado una cubitera con una botella de champán, y le trajeron una cubitera con dos botellas de champán. Aquello fue un festín, un cañonazo contra la memoria; aun así, recuerdo con nitidez la imagen de los novios llegando al cóctel. Mientras sonaban las gaitas, bajaron por unas escaleras de piedra cogidos del brazo. Los vi a lo lejos. Desde abajo los observaban sonrientes los invitados. Entonces me acordé de las primeras escenas de El padrino.
Se trata de comparaciones instintivas, a vuelapluma, pero la inercia nos empuja hacia ellas. Sin pensarlo, estamos acostumbrados a buscar referencias que enriquezcan nuestra funcionarial decadencia, que subrayen lo que sentimos, que nos ayuden a soportar el vertiginoso discurrir de nuestros días hacia el sumidero. Este verano, leyendo La voluntad, de Azorín, me topé con estás palabras: «Yo he buscado un consuelo en el arte… El arte es triste. El arte sintetiza el desencanto del esfuerzo baldío». No sé si nuestros esfuerzos terminarán revelándose inútiles, pero a veces logramos creernos las películas que nos montamos a nosotros mismos, y eso que nos llevamos.
Ahora mismo estoy en la habitación de un hostal, en un pueblo de tres mil habitantes. Hace poco estaban de feria. Supongo que aquí todavía se sigue follando en la era. Después de una jornada interminable, he esquivado la invitación a salir a tomar algo esta noche. Estoy exhausto. El cansancio se reinventa, adquiere nuevos matices, varía caprichosamente su intensidad. Es un creador incansable, de una ambición endiablada. Quizá mañana relacione este momento con alguna película, algún libro o alguna canción. Ahora no puedo. Mi cerebro está empezando a fallar. Esta batalla la he perdido.