Mikey Madison en la fiesta del deseo

Anora es una nueva joyita de Sean Baker, continuamente atravesada por la clase. También por la pasión.

…que ho contempla tot amb aire abstret (com qui es queda sol enmig d’un ball)

o también

…que lo contempla todo con un aire abstraído (como quien se queda solo en medio de un baile)

Guillem Gisbert

Els gegants de la ciutat (oli sobre tela)


Hay que atesorar como oro en paño esas joyitas que Hollywood tiene la manía de ofrecernos de forma intermitente, esas películas que no sabes muy bien cómo ni por qué consiguen hacerse un hueco en la industria y ofrecer algo de luz en la sombra que proyectan superhéroes y logos de Netflix. Anora es ese tipo de película, y no había precedente en la filmografía de Sean Baker que permitiese dudar sobre si la ganadora de la Palma de Oro de Cannes iba a estar a la altura de sus anteriores obras. Lo adelantó desde aquí mismo: sí lo está.

Anora es una película pequeñita (el equivalente en España a un presupuesto de 6 millones de dólares1 en Estados Unidos es encontrarte 20 euros en el bolsillo de una chaqueta y financiar con eso una película), con actores desconocidos (Mark Eidelstein) o semiconocidos (Mikey Madison) y también asiduos colaboradores del director (Karren Karagulian), y, tal y como nos adelantó el propio Baker –y ese nos se refiere a mi amigo Ale y a mí, pues lo abordamos sin titubeos tras la gala de inauguración del Cinema Jove del año pasado–, la película «trata sobre una trabajadora sexual», aunque esa frase pueda aplicarse también a Tangerine (2015) y The Florida Project (2017). Sabiendo esto, prevemos que Baker no abandonará la línea que sigue desde el principio de su carrera, la de explorar a la clase trabajadora y su relación consigo misma y el mundo en el que habita. Una vez vista, sin embargo, se aprecia un cambio significativo para con sus predecesoras: es la primera vez que Sean Baker pone en pantalla a gente rica. Y lo hace por la puerta grande, porque es gente muy rica. Tampoco pone a gente «muy pobre», al menos no explícitamente (la exploración de los espacios está centrada en los ricos y esos suburbios tan característicos quedan sustituidos por la estética de la  autodenominada «clase media» que se niega a considerarse «menos baja»), y por eso creo que Anora no es una película «sobre gente pobre» o de «pobres contra ricos», porque las condiciones materiales de los personajes, que hasta ahora se situaban en el centro alrededor del cual giraba todo aquello que se contaba, pasa ahora a un segundo plano, o, más bien, se convierte en el trasfondo que permite vehicular otras cuestiones que hasta ahora no habían sido tratadas. El hecho de que Anora –Ani–, sea una trabajadora sexual no es la cuestión central de la película, sino el móvil a través del cual se articula toda la trama y las relaciones entre sus personajes, y que viene a decir una cosa muy sencilla y también muy obvia: todo está atravesado por la clase. También el deseo.

En Anora hay dos personajes que vertebran su trama principal: Ani, una stripper que trabaja en un club de striptease de lujo en Manhattan, e Ivan –o Vanya–, un chaval de veintiún años recién cumplidos viviendo una vida de hijo de ricos y cuenta bancaria sin fondo. A la situación que cualquier película de Hollywood catalogaría de forma incontestable como un flechazo desde el minuto uno, Baker le da un giro y la establece como relación puramente económica. Esta no es una película en la que el millonario de corazón tierno decide arriesgar su herencia para salvar de la miseria a la prostituta pobrecita de la que se enamora. Todo lo contrario, Ani no es para Vanya una persona, sino un objeto que se permite tener porque puede pagarlo, y por eso cuando se refiere a ella como «mi nueva novia» podemos entender ese posesivo de forma literal, mi, mía, porque la he comprado. Si el de Ivan sobre Ani es un deseo de propiedad, el de Ani sobre Ivan (o tal vez es más adecuado decir «el de Ani por Ivan») lo es de posesión; una posesión entendida como el derecho a disfrutar de él y atesorarlo para sí misma. Por eso, cuando Ivan le ofrece primero una relación exclusiva con él y más tarde le pide que se case con ella, no puede verse amor en esas proposiciones ni aunque se hile con el hilo más fino del costurero, pues su intención no es otra que la de disponer al cien por cien de la titularidad sobre ella, que sea «suya» y de nadie más, en los términos más estrictamente económicos posibles. Sobre si Ani se enamora o no de Ivan, la película hace bien en no explicitarlo de forma directa (hay en Hollywood una necesidad imperiosa por verbalizar enamoramientos apresurados entre personas que acaban de conocerse), sino que se centra en mostrarlo a través de sus contradicciones y su forma de encajar o sustituir su deseo frente al de Ivan: en esa fiesta del deseo, Ani puede fingir que mantiene el contrato no escrito en el que se establece que sexo equivale a dinero, pero es muy difícil simular esa mirada con la que querría atravesar con sus ojos los de Ivan y que no entra en ninguna de las cláusulas que han aceptado. Aunque haya dado el visto bueno a «ser su novia», no lo ha hecho a través de su deseo sino del de él, deseo que se sustenta sobre los fajos de billetes con que culmina cada acto sexual: cuando Ivan acepta 15.000 dólares como precio para ello, contraoferta de Ani a la suya inicial de 10.000 dólares, ella matiza que «lo habría hecho también por 10.000» o, lo que es lo mismo, «lo habría hecho también gratis si esto no fuese una transacción».

Baker juega muy bien esa contradicción a través de un guión que no juzga a sus personajes, sobre los que no hay un planteamiento ni justificación moral para sus acciones, no existe una mano invisible que maneje a su antojo a sus personajes y los ponga donde quiere que estén en cada momento, tampoco que sirva como contrapeso de esas acciones o actitudes. También es visible esto a través del montaje –es Baker el propio montador–, en esa secuencia tan larga en la que vemos a Ani e Ivan viviendo los inicios de una vida común entre dos personas que han decidido compartirla, situaciones idílicas dignas de cualquier pareja enamorada que casi se convierten en clichés: pasear de la mano durante un atardecer, comer pasta juntos o tener sexo en cualquier parte de la casa. Una secuencia de romcom total que, sin embargo, no transmite signo alguno de amor, sino todo lo contrario: una disonancia que provoca una repulsión casi física a lo que se está viendo, pues en nada coincide con lo que subyace bajo esa falsa capa de ternura y afecto. Si algún espectador que llegase muy tarde a la proyección entrase en la sala en ese momento, habiéndose perdido todo lo anterior, pensaría que está viendo una comedia romántica al uso y no un drama escondido tras varias capas de humor. Porque Baker consigue también algo muy difícil, y es encontrar una salida a través de la comedia que no impide perder el foco de lo que realmente sucede, que es del todo menos gracioso. Anora no es una película de amor, huid de cualquiera que se atreva a definirla con ese adjetivo. Anora tiene poco o nada que ver con el amor y, citando a David Ehrlich, «casi todo que ver con esa angustia de la clase trabajadora que una productora contemporánea de Hollywood ni siquiera intentaría hacer bien».

Cuando todo explota y los problemas salen a la superficie, Ani se esfuerza por seguir bailando sola un baile para el que, se da cuenta cuando se encienden las luces, nunca había tenido acompañante. Ahí su deseo ya no sirve para nada, «no tienes ni voz ni voto», le dicen literalmente quienes vienen a salvarle el culo al rico de turno que ha intentado romper el techo de cristal desde arriba. Tu deseo nunca ha sido tuyo, sino mío, y ahora haré con él lo que yo quiera. Otro detalle muy del cine de Baker: los «matones» no son matones, sino currelas que están tan hartos de su trabajo como cualquier otro, personajes que también sienten y piensan. Ahora es consciente de que el amor de Ivan era una cosa que se vendió a sí misma, un autoengaño, y que la realidad es otra. Buscaban cosas distintas porque forman parte de cosas distintas, de clases distintas, y nada puede ser lo mismo entre quienes son diametralmente opuestos. Lo dijo también hace poco Gonzalo Torné en Brujería: «El amor es un juego de la clase media: suspendidos entre la necesidad de los desfavorecidos y la responsabilidad de los poderosos […] Daddy persigue una clase de emoción más exclusiva […] Nada puede sofocar la risa de la inteligencia, su desprecio, su terrible clasismo, el más salvaje cuando decide rechazarte. Daddy quiere la revancha, demostrar que puede poseer a su Bebé delante de todos sin sombra de duda […] Que es suya porque puede permitírselo». Y a Ani nadie puede culparla, ¿cómo pensar que esos billetes inocuos que se guardaba casi sin mirarlos podían cambiar el significado de un deseo que se ejecutaba de la misma forma que el suyo, que alguien que la besaba y la abrazaba y se acostaba con ella como ella hacía podía estar tan lejos de su propio entendimiento del mundo? Poco a poco se va dando de bruces con la realidad que tenía delante y hasta entonces había esquivado, y se da cuenta de que su voluntad de nada sirve frente a quien habla con la convicción de tener siempre la razón e imponer su verdad cuando la razón y la verdad son cosas que se compran:

—Estoy casada con Ivan.

—No lo estás.

—Estamos enamorados.

—No lo estáis. Tú no le quieres y él a ti tampoco.

—Estoy muy feliz de formar parte de esta familia.

—Tú no vas a formar nunca parte de esta familia.

Anora no puede tener otro final que no sea el que tiene, con los ricos fuera de la ecuación y con Ani acompañada por Igor, uno de esos matones humanos, «uno de los suyos» en la vuelta a su vida anterior. La complicidad que se negaba a tener con él se manifiesta como un último acto sexual espontáneo e incómodo, sin emoción, tal vez como moneda de cambio, una última transacción que él no entiende como tal porque él no está por encima de ella sino a su lado, y, cuando se acerca a besarla, porque él sí la miraba como ella miraba a Ivan, aunque entonces ella no se diese cuenta, Ani se resiste a ese beso y rompe a llorar. Y por primera vez la vemos vulnerable y confusa, porque no entra en su imaginario que el deseo que ella proyecta en otros pueda proyectarse también sobre sí misma. Esa última escena, tan anticatártica y tan antihollywood, pone fin a una fiesta del deseo por la que es probable que Mikey Madison, si no lo gana, al menos compita por el Oscar, y deja a su personaje, Anora, Ani, tan perdida como cuando cierran detrás de ti las puertas de la discoteca y vuelves al mundo real, a tu mundo del que, entre desconocidos a los que habías creído conocer porque estuvisteis hablando en la barra y te invitaron a una copa no sabes a qué hora, o porque bailasteis juntos una canción de la que ya no te acuerdas, habías salido sin querer.

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1 La fuente es el propio Sean Baker, quien amablemente resolvió duda del autor (N. del Ed.)

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Mikey Madison en la fiesta del deseo

Anora es una nueva joyita de Sean Baker, continuamente atravesada por la clase. También por la pasión.

…que ho contempla tot amb aire abstret (com qui es queda sol enmig d’un ball)

o también

…que lo contempla todo con un aire abstraído (como quien se queda solo en medio de un baile)

Guillem Gisbert

Els gegants de la ciutat (oli sobre tela)


Hay que atesorar como oro en paño esas joyitas que Hollywood tiene la manía de ofrecernos de forma intermitente, esas películas que no sabes muy bien cómo ni por qué consiguen hacerse un hueco en la industria y ofrecer algo de luz en la sombra que proyectan superhéroes y logos de Netflix. Anora es ese tipo de película, y no había precedente en la filmografía de Sean Baker que permitiese dudar sobre si la ganadora de la Palma de Oro de Cannes iba a estar a la altura de sus anteriores obras. Lo adelantó desde aquí mismo: sí lo está.

Anora es una película pequeñita (el equivalente en España a un presupuesto de 6 millones de dólares1 en Estados Unidos es encontrarte 20 euros en el bolsillo de una chaqueta y financiar con eso una película), con actores desconocidos (Mark Eidelstein) o semiconocidos (Mikey Madison) y también asiduos colaboradores del director (Karren Karagulian), y, tal y como nos adelantó el propio Baker –y ese nos se refiere a mi amigo Ale y a mí, pues lo abordamos sin titubeos tras la gala de inauguración del Cinema Jove del año pasado–, la película «trata sobre una trabajadora sexual», aunque esa frase pueda aplicarse también a Tangerine (2015) y The Florida Project (2017). Sabiendo esto, prevemos que Baker no abandonará la línea que sigue desde el principio de su carrera, la de explorar a la clase trabajadora y su relación consigo misma y el mundo en el que habita. Una vez vista, sin embargo, se aprecia un cambio significativo para con sus predecesoras: es la primera vez que Sean Baker pone en pantalla a gente rica. Y lo hace por la puerta grande, porque es gente muy rica. Tampoco pone a gente «muy pobre», al menos no explícitamente (la exploración de los espacios está centrada en los ricos y esos suburbios tan característicos quedan sustituidos por la estética de la  autodenominada «clase media» que se niega a considerarse «menos baja»), y por eso creo que Anora no es una película «sobre gente pobre» o de «pobres contra ricos», porque las condiciones materiales de los personajes, que hasta ahora se situaban en el centro alrededor del cual giraba todo aquello que se contaba, pasa ahora a un segundo plano, o, más bien, se convierte en el trasfondo que permite vehicular otras cuestiones que hasta ahora no habían sido tratadas. El hecho de que Anora –Ani–, sea una trabajadora sexual no es la cuestión central de la película, sino el móvil a través del cual se articula toda la trama y las relaciones entre sus personajes, y que viene a decir una cosa muy sencilla y también muy obvia: todo está atravesado por la clase. También el deseo.

En Anora hay dos personajes que vertebran su trama principal: Ani, una stripper que trabaja en un club de striptease de lujo en Manhattan, e Ivan –o Vanya–, un chaval de veintiún años recién cumplidos viviendo una vida de hijo de ricos y cuenta bancaria sin fondo. A la situación que cualquier película de Hollywood catalogaría de forma incontestable como un flechazo desde el minuto uno, Baker le da un giro y la establece como relación puramente económica. Esta no es una película en la que el millonario de corazón tierno decide arriesgar su herencia para salvar de la miseria a la prostituta pobrecita de la que se enamora. Todo lo contrario, Ani no es para Vanya una persona, sino un objeto que se permite tener porque puede pagarlo, y por eso cuando se refiere a ella como «mi nueva novia» podemos entender ese posesivo de forma literal, mi, mía, porque la he comprado. Si el de Ivan sobre Ani es un deseo de propiedad, el de Ani sobre Ivan (o tal vez es más adecuado decir «el de Ani por Ivan») lo es de posesión; una posesión entendida como el derecho a disfrutar de él y atesorarlo para sí misma. Por eso, cuando Ivan le ofrece primero una relación exclusiva con él y más tarde le pide que se case con ella, no puede verse amor en esas proposiciones ni aunque se hile con el hilo más fino del costurero, pues su intención no es otra que la de disponer al cien por cien de la titularidad sobre ella, que sea «suya» y de nadie más, en los términos más estrictamente económicos posibles. Sobre si Ani se enamora o no de Ivan, la película hace bien en no explicitarlo de forma directa (hay en Hollywood una necesidad imperiosa por verbalizar enamoramientos apresurados entre personas que acaban de conocerse), sino que se centra en mostrarlo a través de sus contradicciones y su forma de encajar o sustituir su deseo frente al de Ivan: en esa fiesta del deseo, Ani puede fingir que mantiene el contrato no escrito en el que se establece que sexo equivale a dinero, pero es muy difícil simular esa mirada con la que querría atravesar con sus ojos los de Ivan y que no entra en ninguna de las cláusulas que han aceptado. Aunque haya dado el visto bueno a «ser su novia», no lo ha hecho a través de su deseo sino del de él, deseo que se sustenta sobre los fajos de billetes con que culmina cada acto sexual: cuando Ivan acepta 15.000 dólares como precio para ello, contraoferta de Ani a la suya inicial de 10.000 dólares, ella matiza que «lo habría hecho también por 10.000» o, lo que es lo mismo, «lo habría hecho también gratis si esto no fuese una transacción».

Baker juega muy bien esa contradicción a través de un guión que no juzga a sus personajes, sobre los que no hay un planteamiento ni justificación moral para sus acciones, no existe una mano invisible que maneje a su antojo a sus personajes y los ponga donde quiere que estén en cada momento, tampoco que sirva como contrapeso de esas acciones o actitudes. También es visible esto a través del montaje –es Baker el propio montador–, en esa secuencia tan larga en la que vemos a Ani e Ivan viviendo los inicios de una vida común entre dos personas que han decidido compartirla, situaciones idílicas dignas de cualquier pareja enamorada que casi se convierten en clichés: pasear de la mano durante un atardecer, comer pasta juntos o tener sexo en cualquier parte de la casa. Una secuencia de romcom total que, sin embargo, no transmite signo alguno de amor, sino todo lo contrario: una disonancia que provoca una repulsión casi física a lo que se está viendo, pues en nada coincide con lo que subyace bajo esa falsa capa de ternura y afecto. Si algún espectador que llegase muy tarde a la proyección entrase en la sala en ese momento, habiéndose perdido todo lo anterior, pensaría que está viendo una comedia romántica al uso y no un drama escondido tras varias capas de humor. Porque Baker consigue también algo muy difícil, y es encontrar una salida a través de la comedia que no impide perder el foco de lo que realmente sucede, que es del todo menos gracioso. Anora no es una película de amor, huid de cualquiera que se atreva a definirla con ese adjetivo. Anora tiene poco o nada que ver con el amor y, citando a David Ehrlich, «casi todo que ver con esa angustia de la clase trabajadora que una productora contemporánea de Hollywood ni siquiera intentaría hacer bien».

Cuando todo explota y los problemas salen a la superficie, Ani se esfuerza por seguir bailando sola un baile para el que, se da cuenta cuando se encienden las luces, nunca había tenido acompañante. Ahí su deseo ya no sirve para nada, «no tienes ni voz ni voto», le dicen literalmente quienes vienen a salvarle el culo al rico de turno que ha intentado romper el techo de cristal desde arriba. Tu deseo nunca ha sido tuyo, sino mío, y ahora haré con él lo que yo quiera. Otro detalle muy del cine de Baker: los «matones» no son matones, sino currelas que están tan hartos de su trabajo como cualquier otro, personajes que también sienten y piensan. Ahora es consciente de que el amor de Ivan era una cosa que se vendió a sí misma, un autoengaño, y que la realidad es otra. Buscaban cosas distintas porque forman parte de cosas distintas, de clases distintas, y nada puede ser lo mismo entre quienes son diametralmente opuestos. Lo dijo también hace poco Gonzalo Torné en Brujería: «El amor es un juego de la clase media: suspendidos entre la necesidad de los desfavorecidos y la responsabilidad de los poderosos […] Daddy persigue una clase de emoción más exclusiva […] Nada puede sofocar la risa de la inteligencia, su desprecio, su terrible clasismo, el más salvaje cuando decide rechazarte. Daddy quiere la revancha, demostrar que puede poseer a su Bebé delante de todos sin sombra de duda […] Que es suya porque puede permitírselo». Y a Ani nadie puede culparla, ¿cómo pensar que esos billetes inocuos que se guardaba casi sin mirarlos podían cambiar el significado de un deseo que se ejecutaba de la misma forma que el suyo, que alguien que la besaba y la abrazaba y se acostaba con ella como ella hacía podía estar tan lejos de su propio entendimiento del mundo? Poco a poco se va dando de bruces con la realidad que tenía delante y hasta entonces había esquivado, y se da cuenta de que su voluntad de nada sirve frente a quien habla con la convicción de tener siempre la razón e imponer su verdad cuando la razón y la verdad son cosas que se compran:

—Estoy casada con Ivan.

—No lo estás.

—Estamos enamorados.

—No lo estáis. Tú no le quieres y él a ti tampoco.

—Estoy muy feliz de formar parte de esta familia.

—Tú no vas a formar nunca parte de esta familia.

Anora no puede tener otro final que no sea el que tiene, con los ricos fuera de la ecuación y con Ani acompañada por Igor, uno de esos matones humanos, «uno de los suyos» en la vuelta a su vida anterior. La complicidad que se negaba a tener con él se manifiesta como un último acto sexual espontáneo e incómodo, sin emoción, tal vez como moneda de cambio, una última transacción que él no entiende como tal porque él no está por encima de ella sino a su lado, y, cuando se acerca a besarla, porque él sí la miraba como ella miraba a Ivan, aunque entonces ella no se diese cuenta, Ani se resiste a ese beso y rompe a llorar. Y por primera vez la vemos vulnerable y confusa, porque no entra en su imaginario que el deseo que ella proyecta en otros pueda proyectarse también sobre sí misma. Esa última escena, tan anticatártica y tan antihollywood, pone fin a una fiesta del deseo por la que es probable que Mikey Madison, si no lo gana, al menos compita por el Oscar, y deja a su personaje, Anora, Ani, tan perdida como cuando cierran detrás de ti las puertas de la discoteca y vuelves al mundo real, a tu mundo del que, entre desconocidos a los que habías creído conocer porque estuvisteis hablando en la barra y te invitaron a una copa no sabes a qué hora, o porque bailasteis juntos una canción de la que ya no te acuerdas, habías salido sin querer.

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1 La fuente es el propio Sean Baker, quien amablemente resolvió duda del autor (N. del Ed.)

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