No se está nada guay: Challengers contra el malestar cultural

En todas las reuniones sociales en las que he participado en el último mes se ha hablado de Challengers (Luca Guadagnino, 2024). Esto probablemente diga más de mis círculos sociales y sus taras que de la película, pero en todo caso es significativo. En el momento de escribir estas líneas, varios de mis amigos a quienes, en años de amistad, nunca había visto hacer deporte voluntariamente, están en una pista de tenis intentando sentir una fracción de lo que sienten Zendaya, Mike Faist y Josh O’Connor en la película. La Challengers-manía es real y ha clavado sus garras en los cerebros y los corazones de la juventud cinéfila. 

Y no es para menos. Saquémonos esto de en medio: la película es muy buena. Tiene gente guapa sintiendo cosas muy fuerte, una fórmula que ha funcionado desde los inicios del cine. Tiene pasiones sublimadas, el deporte como expresión vertical de un deseo horizontal, recursos formales desquiciados (cuántas veces, en esas reuniones sociales de las que hablaba al principio, se ha comentado el plano subjetivo de la pelota de tenis), una banda sonora instantáneamente icónica, un giro queer al clásico triángulo amoroso heteronormativo… No le falta casi nada. Aun así, la desmesura de la reacción es llamativa. 

Si uno quisiese (y no es que este texto quiera hacerlo, como será evidente más adelante), podría encontrarle defectos a Challengers sin mucha dificultad. Su brillante entramado formal cubre un núcleo temático con unas ideas sobre el deseo que no aguantan mucho escrutinio sin revelarse algo cínicas y contaminadas de una lógica capitalista un poco desagradable. Para sus protagonistas (y, dado que apenas hay otros personajes, no es un salto muy grande extrapolar esto a su cosmovisión general), el deseo y la competición van inexorablemente unidos. Querer a alguien es querer poseerlo, dominarlo y, a menudo, humillarlo. Y, sobre todo, es querer que desarrolle su potencial y sea la mejor versión de sí mismo, conceptos de post de linkedin que la película es lo suficientemente elegante como para no verbalizar exactamente así, pero que en última instancia son lo que subyace a todo. 

La cuestión es la siguiente: no estoy seguro de que importe. Puede que sus valores sean confusos o incluso activamente perniciosos, puede que la historia en el fondo no sea más que una especie de Almodóvar yassificado, pero ¿y qué? Challengers ataca directamente a la pituitaria. Es, fundamentalmente, una película para sentir. No quiero que esto parezca la típica opinión perdonavidas de “es una película para apagar el cerebro y dejarte llevar”: los placeres de Challengers son intelectuales (o al menos intelectualizables); es solo que no son discursivos. Y eso está bien, no tienen por qué serlo, pero eso es algo que parece que se nos ha olvidado. 

Los ciclos en los que funciona la conversación online sobre cine cada vez son más largos y están más viciados. En el momento en el que una película se estrena en salas, ya ha pasado por varias fases de apreciación-decepción-reevaluación y vuelta a empezar, los memes que ha generado ya se han quemado de pura sobreutilización, y todas sus aristas discursivas han sido limadas en un debate eterno. Así, es muy difícil encontrarse cara a cara con una película en sus propios términos, sin ideas preconcebidas de lo que hace bien o lo que hace mal o a qué tipo de persona le gusta o si a uno le debe gustar. Y es este acercamiento directo, limpio, el que favorece una película como Challengers. Si estamos pendientes de lo que parece querer decir, de las implicaciones de sus diálogos o de determinados giros de la trama, es muy probable que no nos demos cuenta de lo que realmente dice: de cómo hablan en ella los cuerpos, el sonido, los movimientos; de la energía contenida en cada imagen, la promesa implícita de un cine más vivo y vibrante. El sudor que chorrean los protagonistas tiene mucho más que decir, y más puertas que abrir, que cualquier línea de diálogo. 

Todo esto, muy posiblemente, se habría hundido en el océano del Discurso si no fuera por las circunstancias excepcionales del estreno de la película. Destinada a debutar en el festival de Venecia, la huelga de actores y guionistas del pasado año hizo que Challengers (por su propia naturaleza, totalmente dependiente de sus estrellas para promocionarla) se fuera deslizando tímidamente por el calendario de estrenos, hasta llegar al gran público casi a la vez que a la crítica, sin apenas publicidad previa. Lo que debería haber sido un golpe mortal al recorrido de la película (y en términos comerciales quizás lo haya sido) ha resultado ser su mayor bendición. La falta absoluta de hype y de sobreanálisis previo han permitido a Challengers jugar en su propio terreno, en la tierra batida del éxtasis sensorial. Si alguien esperaba leer un texto entero sobre esta película sin una sola metáfora deportiva lo más rebuscada posible, lamento decepcionarle. 

Unos pocos días después de Challengers, fui a la Filmoteca a ver A Girl Walks Home Alone At Night (Ana Lily Amirpour, 2014), que se proyectaba por su décimo aniversario. El 2014 en el que se estrenó parecía otro planeta, cosa que resultó inmediatamente evidente al ver el logo de Vice entre las productoras. En su momento, A Girl Walks… fue más o menos unánimemente celebrada como una nueva película de culto, una estilosa declaración de intenciones por parte de una directora joven y prometedora. Viéndola en 2024, no podía evitar preguntarme qué pasaría si se estrenase ahora. Qué pensaría la gente de su condición de statement estético un poco vacío, de su feminismo facilón, de su asimilacionismo a la hora de recrear la estética estadounidense en vez de hacer un producto orgullosamente iraní. 

Todas estas críticas son válidas y necesarias, pero no por ello dejan de evidenciar una realidad cada vez más palpable: la cultura está malita. Donde, en aquel 2014, la emoción predominante a través de la que nos relacionábamos con los nuevos productos culturales era el entusiasmo, ahora es la decepción, o al menos el escepticismo, lo que marca la conversación. Y no es de extrañar. Hemos visto el activismo optimista millennial ser asimilado, reapropiado y comercializado por el mismo sistema que éste criticaba. La experiencia nos ha demostrado que MasterCard no es un aliado feminista y esta serie de televisión no es nuestra amiga. Que estamos en una fase tan completamente enrevesada del capitalismo tardío que todo requiere el máximo escrutinio posible, porque cualquier cosa puede estar intentando vendernos algo o erosionar nuestros derechos fundamentales. El proyecto poptimista nos falló, pero lo único que lo ha reemplazado ha sido una desconfianza patólogica como de perrillo abusado. 

El problema, de nuevo, es que esa desconfianza está justificada. De nada serviría volver al paradigma anterior, el del entusiasmo acrítico, por mucho que superficialmente nos lo pasáramos mejor. La única manera tolerable de recuperar esa actitud optimista sería construir un mundo que nos dé razones para ello. Mientras tanto, de vez en cuando se dan las condiciones adecuadas para que surja un fenómeno como el de Challengers y, pese a todo lo demás, podemos atrevernos a emocionarnos de nuevo. Challengers no es el antídoto a nuestro malestar compartido, pero sí un recordatorio útil de lo que nos han quitado.

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