Ordenar la fiesta (o el recinto del Primavera Sound)

Soy un pijo a prueba de bombas, y me encanta el Primavera Sound. Un año detrás de otro, cuando el verano frisa el horizonte, aparto un dinero decisivo para los desplazamientos, comidas y otras cosas y para el fabuloso recinto, que siempre –siempre– cumple con la expectativa. Incluso en los peores momentos, cuando parece que el asunto no saldrá adelante; cuando la moral está baja y uno no se ve ya descendiendo sobre el Parc del Fòrum para indagar en su misterio, en los meandros de su cartel bullicioso y diverso; incluso entonces, digo, uno acaba siempre por reunir fuerzas.

Se planta uno así en el vestíbulo de Atocha para dar caza al AVE que lo dejará en la estación de Barcelona-Sants a tiempo para comer, mochila en mano y en regla todos sus outfits y documentos. Ahí pueden suceder dos cosas: si se es nervioso como mis amigos N o M –el primero de indudable sangre caliente; el segundo no está claro– hará ya algunos días que las expectativas se arremolinen a la altura del intestino y no lo dejen dormir tranquilo; si, en cambio, se es más bien pausado y de carburador lento como yo, tan sólo entonces ciertos escenarios, mientras se contempla dócil la meseta castellana navegar suavemente por la ventana, empezarán a comparecer en su mente como la memoria refleja de un músculo largo tiempo desentrenado. En cualquiera de los casos, sin embargo, se llegará a Barcelona con la convicción de que algo ha cambiado y de que algo está a punto de ocurrir, y se enfilarán sus avenidas achaflanadas en busca de algo de veloz papeo con que aclimatar el cuerpo para la inminente juerga.

Pero no será hasta re-descubrir la legendaria pendiente –¿o quizás antes, al descender del metro sobre el andén, caravana de camisas florales y afilados mullets?– que uno se sienta de nuevo como en casa y las emociones aplazadas, incautadas, conservadas en formol, broten a la superficie, mientras se aproxima a la muralla de indulgentes seguratas que le acogerán como al hijo pródigo en su singular abrazo. Se habrá adentrado entonces en el recinto, en el Parc, en el Fòrum, y al tiempo que verifica las letras ondulantes que le dicen que sí, efectivamente, está en el Primavera Sound y no en el Mad Cool u otro evento inverosímil, el rumor lejano de una guitarra vespertina sellará para los próximos tres días el estatuto de este provisional, pero inmutable, ciudadano.

A partir de ahí la cosa cambia, y los residuos de pereza que todavía languideciesen en el occipital se disipan y dan paso a una energía vigorizante y nueva, que apuntalará el cuerpo para lo que viene después. Es como dice mi amigo M: uno, de hecho, se transforma; nuevos principios rigen el organismo, que parece romper su crisálida y ya no funciona como siempre. Se duerme menos; se come y se bebe más – se toman muchas más drogas. Por fuera somos iguales –o parecidos– pero dentro han saltado todas las alarmas: son esos días del mes, del año, y entramos en zafarrancho de combate. Habrá algún despistado o ignorante que lo atribuya todo a la cocaína o las pastillas; yo le digo: que pruebe a drogarse en la oficina.

Lo esencial poco tiene que ver con eso. O sí pero de un modo indirecto, tangencial. Es, en fin, un compendio de elementos que dan lugar a un todo superior. Pero nada de ello sería posible sin el recinto, sin las anchas planicies de asfalto y césped sintético, sin la gigantesca plancha solar que gobierna solemne sobre el personal. Y no sería posible, en efecto, sin el estricto código de leyes que en él rigen, concebidas sin otro propósito que el de ordenar la fiesta.

Entre lo poco que retengo de la carrera está la noción de Estado: conjunto de normas que se aplican sobre un territorio. Normas, pues, y territorio. La otra necesita al uno y viceversa, y desprovisto de cualquiera de ellos el Estado camina irremediablemente cojo. Luego están las nociones de Albert Camus, éstas sensiblemente más recientes y que si alargo el brazo puedo revisar en su Mito de Sísifo y El hombre rebelde. Camus nos enseña que hay un camino que conduce directamente de los castillos atroces del Marqués de Sade a las alambradas de los campos de concentración; que si el ser humano ha seguido alguna vez algún impulso ha sido el de compendiar, sintetizar: en efecto, ordenar una realidad desordenada y carente de sentido en base a principios mutables, con mayor o menor fortuna. Lo de arriba son sólo los peores ejemplos, pero los hay de todo tipo: toda la literatura universal, y en especial la novela: de Cervantes a Proust o Dostoievski, Austen, Conrad, Mann; no es sino un largo ejercicio de síntesis, de maquetación, en el que los autores trataron de encerrar en mundos estrictamente delimitados, herméticos, sus particulares modelos de caos.

¿Y no es, acaso, el Primavera Sound otro de esos modelos? Lo que Gabi Ruiz ha construido es quizá uno de los pocos ejemplos de Estado eficaz, no fallido, en la sociedad contemporánea. Un mundo sencillo gobernado por reglas claras: allí se va a bailar y a pasarlo bien; a disfrutar entre extraños. Si el resto de estados y democracias han fracasado en sus objetivos es por una razón muy simple: son demasiado complejos. Hay demasiadas normas, intereses, personas: las cosas no están claras. No hay manera de comprobarlo, pero estoy seguro de que a partir de cierto umbral los grupos humanos colapsan y caen en lo que podríamos llamar embudo entrópico de las sociedades, que manda todo esencialmente al carajo. Nada de eso ocurre en el Primavera, que luego de veintitantos años de pulimientos y experiencia contrastada ha dado con sus dimensiones ideales, con la combinación perfecta en un régimen a la vez duro y blando –lo exigente de la tarifa; lo indulgente de las drogas– para brindar a sus usuarios un universo cerrado, replegado sobre sí mismo y aislado de todo lo demás donde los deseos, por un puñado de días, se hacen realidad.

En él no he visto jamás una pelea, un amago de bronca. Todo el mundo parece alegre y satisfecho, dispuesto a ayudar, e incluso los largos desplazamientos que conectan unos escenarios con otros se desarrollan pacíficamente, a hombros de una logística depurada y del consumo generalizado de éxtasis. Uno está tentado de comparar éstos con el traslado diario a la oficina, el daily commute, que a su lado recuerda en efecto a un auténtico campo de concentración, o a los trenes de ganado previos. Tampoco en las unidades de baño portátiles, habitualmente infectas y dignas de horror, hay mayores motivos de alarma –en una de ellas ejecuté una memorable descarga mientras junto a mí explotaban las guitarras de Surf Curse, al atardecer del tercer día–, ni en el área de food trucks o en las barras, donde en cualquier momento sonrientes camareros despachan cervezas en el espacio de pocos minutos.

Todo, en fin, funciona estupendamente, lo cual plantea la insoslayable pregunta: ¿por qué no hay más lugares como el Primavera Sound?

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