Porque ha escrito el que durante muchos años fue mi libro favorito. “La ciudad y los perros”, además de tener uno de los finales más sorprendentes que yo he leído, describe a la perfección ciertas partes de las relaciones entre hombres acerca de las cuales no se suele escribir, analizando con cuidado y detenimiento la camaradería masculina y la complejidad de las relaciones que establecemos.
Porque, pese a sus grandes éxitos, ha tenido un gran fracaso, que le ha perseguido siempre y es que perdió las elecciones a la presidencia de Perú, aunque era el gran favorito. Hay aquí un tremendo cotilleo y es que se rumorea que una conocida periodista del Hola (Isabel Presyler) fue la que le sugirió presentarse a estos comicios, postulándose a sí misma como trofeo complementario, supuestamente ante la pérdida absoluta de posibilidades de Miguel Boyer (su pareja del momento) de ocupar un día el sillón presidencial de nuestro país. Pese al toquecillo rancio de la historia, no puedo evitar imaginarme la escena, el hotelazo, las miradas sugerentes, los cigarrillos cómplices y a un seductor aún no trasnochado quemando sus últimas naves y susurrándole a Isabel que ganaría las elecciones por ella.
Porque me niego a que se le recuerde como un divo, una persona engolada y carente de cintura, que se niega a envejecer con dignidad y que dejó a Preysler mediante una carta. Hay que tener en cuenta que se ha pasado la vida escribiendo, ¿cómo va a expresarse mejor que en una carta? Además, como todos los grandes escritores, es también un gran lector. Durante la cuarentena afirmó en una entrevista: “Generalmente trabajo mucho por las mañanas, pero dos o tres tardes a la semana tengo siempre algún encuentro, alguna entrevista. ¡Ahora no viene nadie! ¡Puedo leer 10 horas al día!”
Porque ha perdido la pureza. En su escritura ha habido un proceso de “europeización”; ha modificado su estilo y ha renunciado a ciertos códigos, dialectos y atrevimientos. El ejemplo más obvio de esto lo encontramos si comparamos “Conversación en la catedral” (1969) con “La fiesta del chivo” (2000), los cuales, teniendo planteamientos históricos y narrativos ciertamente similares y siendo ambos libros buenísimos, tratan al lector de manera diferente. En el primero, resulta evidente que a Mario le da completamente igual si su mensaje se transmite con claridad y exige una atención constante (especialmente para el españolito que lee y que desconoce muchas palabras del slang peruano), mientras que en el segundo se realizan muchas más concesiones, está todo mucho más clarito y, como consecuencia de eso, yo creo que pierde fuerza narrativa y la tan manida “verdad”.
Esta especie de proceso adaptativo me parece que lo humaniza mucho y, por Dios, no seré yo quien lo critique y además se le ha recompensado con el Nobel y le han concedido el que probablemente sea para él el mayor honor posible, el ingreso en la Academia Francesa. De todas maneras, y desconociendo las causas de su proceso de alejamiento, no puedo evitar que me moleste la necesidad del reconocimiento francés que en muchas ocasiones han necesitados los autores iberoamericanos para lograr sus flores (Borges incluido, lo que tiene delito).
Porque ha escrito libros propios, diferentes, solamente obedientes a un estilo barroco, personal y rico, pudiendo distinguirse desde la comedia trágica de “Pantaleón y las visitadoras” (qué planteamiento, madre mía) al ladrillo mágico que es “La guerra del fin del mundo” o el barullo incalificable de “Travesuras de la niña mala”, pero casi todos ellos (obviemos sus últimos coletazos) son muy suyos, es imposible que los hubiese escrito otra persona y, en muchos casos, que ni siquiera hubiesen podido ser concebidos por otra mente.
Porque me parece que es una persona decente. El padre de un grandísimo amigo mío y propietario de la editorial “Ediciones del Viento”, Eduardo Riestra, escribió un libro estupendo que se llama “El negro de Vargas Llosa”, en el cual parte de la idea de que es contratado como negro literario, ya que Mario ya no tiene tiempo para escribir (pese a que no quiero señalar a nadie, tengo entendido que en el mundillo editorial hay un cierto runrún relativo a la autoría real de sus últimas novelas). Pues bien, Vargas Llosa, en un acto de cortesía y caballerosidad se puso en contacto con él y le invitó a una fiesta, en la cual charlaron largo y tendido y Mario le dijo que le había gustado muchísimo el libro, pese a que le había parecido muy desconcertante. Como gallego (algún día habría que escribir acerca de la existencia del lobby que tenemos montado), mantengo el sentimiento tribal de aprecio hacia una persona que se porte bien con uno de los míos.
Don Mario es uno de los mejores autores del siglo XX y, para mí, uno de los gigantes de la literatura universal, siendo probablemente el mejor representante de la escritura hispanoamericana del pasado siglo, junto a García Márquez. Es conocida la ocasión en la que se enfrentaron a puñetazos (ganó Mario), pelea provocada por el motivo más habitual de enfado entre buenos amigos. Dejo al lector que se imagine cuál es, aunque le advierto que, siendo como son ambos unos caballeros, nunca confesaron el motivo real, llegando incluso Gabriel a bromear con el tema; “Mario pega duro… Me pilló por sorpresa”, le confesó al fotógrafo que le retrataría con el ojo morado, que prueba lo que decía de su viejo amigo y con lo cual yo no puedo estar más de acuerdo.
Efectivamente, Mario pega duro.