Hay quien no conecta con la fotografía. A mí me pasa, por ejemplo, que no vibro mucho con una exposición de foto. Me ocurre más fácilmente con los libros o la pintura. Con la música, por supuesto. Algo menos con una película. Pero no me pasa mucho con la fotografía, la verdad. Con la fotografía siento que tengo que hacer un esfuerzo en conectar con lo que tengo delante. Que me digan con qué tengo que emocionarme. Que me fije en la expresión de la niña que aparece en segundo plano. Que busque la sensación. Siempre he pensado que las ganadoras de premios internacionales (el World Press Photo, el Pulitzer, etc.) son necesariamente trágicas o, como mínimo, capaces de encoger aunque sea un milímetro el corazón de quien las mira. Sospecho que ganan porque resulta más fácil despertar un sentimiento en las personas si se les muestra directamente el horror. Tiene que doler mirar la imagen y, entonces, conmueve. Y a mí, francamente, nunca me apetece volver a verlas.
Estos días me empacho a fotografías. PhotoEspaña coincide con mis intenciones de aceptar sólo planes tranquilos antes de una nueva oleada de bodas y festivales, y el certamen es perfecto para ello. Una chica de mi trabajo me recomienda Ravens 烏 de Masahisa Fukase, que pinta bien. También me insiste en que visite la retrospectiva de Boris Savelev, que no sé quién es pero leo que también pinta bien, y así voy a la Serrería Belga. Una de las imprescindibles de esta edición es la que aloja el Fernando Fernán-Gómez sobre el holandés Erwin Olaf y que hay que ver porque reúne sus fotografías e instalaciones desde los años ochenta alrededor de los tres temas que vertebran su obra: política, sexualidad y aislamiento. También, porque falleció en medio de la producción de la exposición y porque además “las obras son en formato grande”. Emocionará más, pienso. Leo que la Fundación Loewe participa con una exposición sobre el Centenario Surrealista y además el lugar me pilla perfecto, y así un sinfín de opciones que voy apuntando en las notas del móvil. Incluso, mis amigas dicen por el grupo de WhatsApp que vayamos a la exposición del Madrid de Almodóvar en Conde Duque y que así luego nos tomamos un vermú. Aunque esta última no tiene que ver con PhotoEspaña y además sabotea mis planes de desintoxicarme, también acepto.
Visito la de Boris Savelev. Masahisa Fukase sigue pendiente pero voy a la de Erwin Olaf, a la del surrealismo y, un poco por casualidad, a la de Barbara Brändl en CentroCentro. De todas salgo tibia, nada de lo que he visto me ha conmovido mucho. Recuerdo que no me encanta la fotografía, pero de ahí a no sentir nada hay una diferencia. Me resigno a pensar que simplemente me he cansado de esto. Que me he saturado demasiado pronto y, además, estoy agotada. Ya no sé si es la alergia, la medicación de la alergia, el pico de trabajo de los últimos días, el calor repentino o que estoy desarrollando una enfermedad terminal sin darme cuenta y me quedan dos telediarios, pero todo me cansa. No quería hacerlo pero le he dado la razón a mi madre y he aceptado que tengo que bajar el ritmo. Y ahora que lo bajo, sale a flote la apatía. Tengo las palabras del último artículo de Marta Peirano en El País rebotando en mi cabeza desde hace días. “El agotamiento es exponencial”. Recuerdo también otra idea de la que Marta habla en ese artículo, algo así como que leer libros y ver películas (y, añado yo, ir a exposiciones de arte) no deja de ser otra forma de interacción social.
Me gusta pensar que no sucumbo a la cultura de la productividad, pero es irremediablemente humano caer en el sentir general de que tenemos que exprimirlo todo al máximo. Aquí nadie se libra de la manía de calendarizar las experiencias y fingir que nos emocionan como cuando las planificamos hace tres meses. Sin querer, forzamos que nos sorprendan por igual el nuevo festival de moda, el disco que se ha viralizado, la vista de un lugar de Tailandia que todo occidente ha compartido en redes o la persona que te acaban de presentar, que cumple todos tus estándares sobre el papel. No hay nada más tremendamente narcisista que pensar que todo tiene que estar al servicio de tu emoción. Exigir a otro ser humano igual de frágil e insignificante que tú que te remueva por dentro todo el tiempo, ya sea en esa cena del jueves que viene o a través de toda su obra fotográfica. Cómo no va a ser eso agotador. Con lo mágico que es que algo te pellizque de forma espontánea, sé que no vale la pena forzarlos, los sentimientos. Decido dejar de empeñarme en ir a exposiciones de foto. Es mucho más inteligente aceptar de una vez que no nos lo merecemos todo y vivir serenamente hasta que el siguiente momento mágico nos encuentre.
Y el momento mágico llega una tarde cualquiera en la oficina. En concreto, en una de las últimas tardes en las que va a haber actividad en el edificio antes de que empiece el horario de verano. Aun así, mi planta está ya totalmente vacía; la personalidad asocial que me invade últimamente ha empezado a trabajar más tarde para salir más tarde y disminuir así el número de small talks delante de la máquina del café. Miro el reloj y calculo que aún puedo sacar algo más de trabajo y entonces -no sé bien de dónde procede-, pero en el baile de estímulos que recibo a continuación entre que leo dos emails, cierro Twitter, minimizo una página de noticias, descomprimo una carpeta y leo tres emails más, me topo con la imagen que es portada de este artículo, y después con las que hay debajo de estas líneas, y después con otra y otra y otra más. Me quedo clavada en las escenas que aparecen delante de mí y en la intimidad que sugieren, que me hacen sentir casi como una intrusa que no estuviera del todo autorizada a mirarlas. Las cierro y me concentro durante dos minutos en el primero de los emails; las vuelvo a abrir. No sé cuánto tiempo transcurre esta segunda vez pero cuando acepto que no voy a trabajar mucho más hoy, abro Google y tecleo: Sakiko Nomura. Aparecen las fotografías que había visto en blanco y negro de hombres y mujeres asiáticos que han sido retratados en lo que uno puede imaginarse que es su habitación. También aparecen algunas de distinto formato, otras en colores tenues, paisajes urbanos con idéntica pátina de melancolía que las fotos que he visto al principio. Y una evocación de la belleza masculina mucho más suave de la que estamos acostumbrados. Esa misma noche antes de dormirme leo un par de artículos en dos medios distintos, contesto unos cuantos WhatsApps, le doy like a una foto de Palo en Milán, abro la aplicación del tiempo, vuelvo a abrir Instagram y busco el perfil de Sakiko Nomura. Me doy cuenta de que las fotografías de Erwin Olaf eran en gran formato y no me conmovieron mucho y que he perdido la noción del tiempo que llevo mirando las de Nomura en la pantalla de mi móvil.
Es imposible rastrear la fórmula que hace que se active ese algo en el cerebro. Qué teclas se tocan o qué cúmulo de casualidades tienen que darse para que el espíritu de alguien nos sacuda. Desconozco cuáles son esas circunstancias, pero seguramente tengan algo que ver con estar habitando un estado muy distinto al de la saturación, el hastío o el cansancio. Y desde luego, a una disposición a sentir que no puede provocarse. La buena noticia es que todos los estados son transitorios. Mientras este se me pasa, me sorprendo varias veces el día abriendo Instagram y metiéndome en el perfil de Sakiko Nomura para dejarme los ojos mirando sus fotografías de personas anónimas en la intimidad, que quizá pueda ver en formato grande algún día.