Pasan los años y nuestra memoria es cada vez más creativa; ante el inevitable declinar de nuestras facultades, intenta ocultar sus carencias recurriendo a la imaginación. Esta realidad no es agradable, pero es preferible aceptarla sin revolverse; como mucho, le podemos dedicar algún suspiro melancólico ocasional. Sin embargo, algunos recuerdos se conservan intactos, puros. De ellos no dudamos. En mi caso, por ejemplo, estoy seguro, segurísimo, de que fui un niño experto en dinosaurios. Me los sabía todos, lo tengo clarísimo. Por eso mismo me llevé un susto este verano cuando cayó en mis manos Dinosaurium, un librazo espectacular editado por Impedimenta. Pasaba las páginas y todo me sonaba a chino. Aquello no podía estar pasando. Menos mal que, al menos, me encontré con un Tyrannosaurus Rex. Todavía humean algunas ascuas.
Nuestras obsesiones u obligaciones pasadas nos reportaron unos conocimientos que, abandonados, han terminado por evaporarse. Frustra la certeza de haber sabido y ya no saber nada. Me sucede esto con el inglés. Desde aquellos meses en Tunbridge Wells, hace ya más de diez años, mi dominio del idioma inició un proceso de decadencia que todavía no he conseguido frenar. Hay que elegir, hay que priorizar, y el inglés se ha convertido en una maleta vieja guardada bajo la cama. Lo curioso es que no lo doy por perdido, no me pasa como con los dinosaurios.
Este verano me dio por escuchar canciones de Daughter. Conduje mucho al atardecer; recorrí carreteras con vistas al mar y carreteras que atravesaban bosques de pinos y eucaliptos. Al volver de la playa, más saciado que cansado, me recreaba con cada giro, dejando que el volante acariciara la palma de mis manos con su retorno. Aquellos trayectos de ida y vuelta, para un alma peliculera como la mía, me trasladaron a un estado de relajación nostálgica que casaba de maravilla con la banda británica. Se convirtieron en viajes trascendentales, místicos, cursis.
Durante una de esas tardes sonó, si no recuerdo mal, Smother. En la parte de atrás del coche viajaba Jaime, un experto en dinosaurios con el que coincidí este verano. A sus cuatro años, todavía no ha tenido tiempo como para poder entender las letras en inglés; aun así, no lo necesitó para interpretar lo que estaba escuchando: «Esta canción es de las tristes, ¿no?», dijo de pronto. En mi lucha contra el olvido del inglés, a veces traduzco canciones (¿no resultan enternecedoras las buenas intenciones de la mediocridad?). En el caso de Smother, la cantante dice, entre otras cosas, que quiere todo lo que no es suyo, que lo quiere a él pero que no están bien, que debería irse sin hacer ruido, que deja un desastre tremendo a su paso, que lo siente si lo asfixió, que a veces desearía haberse quedado dentro de su madre y no salir. En fin, creo que Jaime acertó.
Hace más de diez años tuve un profesor de inglés que tenía cara de boxeador. No intentaba ganarse a sus alumnos con canciones; su estrategia era ser estricto con lo que había que hacer entre semana y prohibirnos hacer tareas los fines de semana. La verdad es que lo prefería, porque nunca me han fascinado ni U2 ni Queen, y escucharlos en bucle me parece una tortura. Fue la primera persona a la que le llamó la atención algo que había escrito yo. El último día de clase me regaló On the road, de Jack Kerouac (tenía veintipocos: aseguró el tiro). Ya no tengo contacto con él, pero sé que vive en Escocia y que ha publicado un libro de relatos. Le escribiría para darle la enhorabuena, pero me da vergüenza que descubra mis limitaciones, mi retroceso. Entre el inglés y la literatura, entre lo que me ofreció entonces, elegí lo menos útil. Quizá llegue otro septiembre que incluya entre sus propósitos frágiles apuntarme de nuevo a una academia.