Roma 2023. Un dietario. (22-24 de diciembre)

En pie a las 8:30 como si fuéramos a la oficina.

22 de diciembre



La verdad, no estoy seguro de esto. La maleta se antoja ya prueba insuperable; camino por la casa sin rumbo mientras Bego termina la suya: organizada, esquemática, impecable. Abro el Instagram, sorbo un Frenadol, mi padre empieza a roncar. Roma, día -1.



23 de diciembre



En pie a las 8:30 como si fuéramos a la oficina. Es la vacación occidental, siglo XXI: no hay un segundo que perder; también para disfrutar hacen falta esquemas, planes, hojas de ruta. Una espesa bruma de cinismo, maligna y fría, me envuelve desde ayer a las cuatro y media aproximadamente, como si nada de esto fuese conmigo; como si yo no fuese otro turista más, sino un intrépido viajero que cabalga hacia la aventura. Me siento como Chandler en el capítulo de Londres, pero me gustaría ser Joey.



En Madrid hace el típico día de invierno: un Sol metálico se derrama suavemente, y el cielo es de un azul limpio, oceánico. Montamos en el taxi y cuando llegamos a la T4 ya estoy mareado; en el trayecto no dejo de pensar que me falta energía, ilusión para esto: es como si ya no pudiese disfrutar de las cosas directamente, antes debo dar dos pasos atrás, sopesarlo todo con frialdad. Es la sociedad moderna; estamos tan atiborrados de conceptos y categorías que todo se nos presenta diluido, filtrado: ir al aeropuerto es esto; pasar la Navidad en Roma esto otro.



De no ser por el trato como de ganadería intensiva, los aeropuertos no estarían de hecho tan mal. Me figuro que antes del 11-S debían de ser espacios incluso agradables: diseñados por arquitectos de prestigio para aprovechar la luz y el relieve, cargados de tiendas bonitas y comodidades, cosas útiles; de cafeterías y gastrobares de todo tipo y en fin, de una variedad amplia y reluciente estilo Corte Inglés, las clases medias debían de sentirse en ellos a sus anchas. No habían sido mordidos todavía por el demonio de la seguridad, con lo que uno podía sentir incluso ganas de coger un avión, pasear por sus amplias avenidas comerciales o perderse en sus excelentes Duty Free.



Ahora, sin embargo, pasamos el control y mi padre sale al borde de una crisis nerviosa. No le falta razón: el personal del aeropuerto –que no son sino turistas en horario laboral– te conduce como a una vaca en el matadero; te bombardea con bandejas e instrucciones y te obliga a las renuncias más expresas: ordenador, neceser, botas, bolso y bragas si llevas; de milagro no pierde uno el derecho a votar. Emergemos al otro lado mareados, confundidos: mi padre no se cansa de repetir que todo es indigno y ridículo. Y en efecto, tiene razón: lo que no tiene es paciencia.



A continuación ponemos rumbo a nuestra puerta: J52. Aunque el embarque está previsto para las doce y media, llegamos tres cuartos de hora antes por si acaso. Hay que esperar, así que acompaño a Bego a por un café. En una de las cafeterías-IKEA un camarero de la zona de Parla o Alcobendas nos atiende muy amablemente; yo le doy las gracias, y Bego le desea además los buenos días y le felicita las fiestas. A veces Bego es así: de un buen humor intenso, fluvial. A su lado yo debo de parecer una especie de ogro o criatura espantosa, y mis gracias sentarle al camarero como un escupitajo.



Poco después estamos ya en el avión, y yo me empiezo a poner nervioso. No es que no me guste volar; lo que no me gusta es despegar, lo cual no deja de ser un inconveniente, claro. Invariablemente, en los instantes previos pienso en el accidente de Spanair: el avión se estrelló nada más alzar el vuelo por cierto problema con un relé y los flaps – no estoy seguro de lo que es ni una cosa ni la otra, pero aún así me pongo nervioso. El nuestro, sin embargo, despega satisfactoriamente y en pocos minutos atravesamos la meseta. Los Pirineos se abren al norte como un arrecife de hielo, y al sudeste flotan las Baleares, tranquilas. Pronto avanzamos también sobre el Mediterráneo y lo que, de tener algún conocimiento preciso de geografía, diría es la curva de Cadaqués. Una vibración leve y sostenida nos acompaña todo el tiempo, punteada de alguna turbulencia de baja intensidad. Yo leo un poco a Pla y a Poe y voy componiendo estas notas; a un lado mi hermano escucha el podcast de Joe Rogan y al otro un tipo italiano juega a un simulador de la Serie A.



Aterrizamos en Fiumicino en una tarde plomiza, que amenaza lluvia. En la zona de salidas un tipo con pinta de criminal nos espera para llevarnos al hotel. Como soy, desgraciadamente, de los que cree que todo puede irse al carajo de un momento a otro, enseguida pienso que la mafia corsa ha penetrado la plataforma de reservas de booking.com para secuestrar turistas incautos como nosotros. Mis fantasías son así de retorcidas, perversas: en ellas todo encaja maravillosamente y se sostiene por sí mismo; desplazan a toda explicación sencilla o verosímil y me tuercen el día aunque no quiera. En el trayecto, pues, trato de distraerme, y en la autopista de circunvalación me vienen a la cabeza imágenes de Roma, de Fellini. En el principio de esta peli bella y rara –como todas las de Fellini– un tráfico denso afluye a Roma por lo que creo son estas mismas carreteras: hay carros y camiones y hasta un tanque o un caballo que galopa solitario entre los coches; está el equipo de rodaje encaramado a su grúa, actores y actrices, el mismo Fellini, gitanos haciendo autostop en el arcén, un autobús de tifosi del Nápoles, la policía y los bomberos. Como siempre con este director, todo es de repente un caos: alguien dispara una bengala – alguien dispara dos bengalas; hay ruido, fuego, lluvia, un accidente; el humo o la niebla lo engullen todo y entonces uno ya no sabe si lo que está viendo es un sueño o una broma.



Entretanto el conductor nos deposita en el hotel, que resulta ser una pensión de la Orden Franciscana. Hemos llegado, por tanto, a salvo y el tipo se despide con un inofensivo ciao o arrivederci. Mis inquietudes se disipan. Una monja se desliza incluso cautelosamente mientras cargamos las maletas, y en el recibidor un monsieur –o un bambino– efectúa el check-in en un correcto castellano. Es algo que descubriremos más tarde: en Roma todo el mundo habla un español muy decente; bastante más, en cualquier caso, que el italiano que hablamos nosotros en España. Ello desanudará no pocas de las interacciones que sostendremos a diario: al principio abordamos en inglés, como los corsarios, pero algunos no entienden y devuelven ráfagas de un italiano volátil, resbaladizo; luego probamos este último pero en seguida encallamos; al final es el castellano, o más bien un combinado de castellano, italiano e inglés: hola buenos días, dúe (2) cappucino y un espresso, thank you, arrivederci, feliz Navidad. Supongo que es normal: un país como el nuestro, con una fe católica tan arraigada como fúnebre, tiene en Italia, en Roma, un destino ideal para sus exportaciones de turistas, que alucinan en estéreo con sus iglesias y fontanas; no ocurre lo mismo al revés –la balanza comercial no está, por tanto, equilibrada– pues de aterrizar en catedrales como la de León o la de Burgos los italianos volverían seguramente con una depresión bastante severa.



Como entre una cosa y otra nos han dado las cinco y en Roma ya es de noche, nos acercamos a un forno junto al hotel para comer pizza. Primera decepción, que confirmaremos durante la semana: no es demasiado buena. Estamos hambrientos; no hemos probado bocado desde las diez o las once así que depositamos en la pizza grandes esperanzas. Sin embargo, salvo una muy sencilla que consiste en un pan muy fino, como acristalado y espolvoreado de tomate y especias –marinara, recuerdo más tarde–, el resto no me causan la menor impresión: las he probado en Madrid mejores. Vaciamos también ronda de cerveza fresca, y a continuación ponemos rumbo a la primera parada del viaje: el mercado de Navidad en Plaza Navona. La plaza es bonita: antiguo estadio de juegos, conserva todavía la forma de berenjena estilo Ben-Hur. Tiene, igual que tantas otras en Roma, un obelisco en su centro que se yergue frente a la iglesia de Sant’Agnese in Agone. Hay también un tiovivo y varios puestos de variedades con razón de las fiestas, y un Belén con el niño ausente, pues no ha nacido todavía. Callejeamos después en sus aledaños, picamos algo en un rincón agradable junto al río, nombre Suplizzio, paseamos por el Castillo de Sant'Angelo y regresamos. Termina el primer día.



24 de diciembre



Hoy visitamos los Museos Capitolinos, por lo visto la galería más antigua del mundo. Cogemos la línea 87 en Vía Labicana, cuyo itinerario de hoy, para mi sorpresa, nada tiene que ver con el de ayer. Luego de esperar unos veinte minutos en la marquesina, el autobús aparece felizmente y nos conduce a través de estaciones desconocidas hasta Plaza Venecia, nuestro destino. Pero, cataclismo, nos saltamos la parada; ya mi padre empieza a temblar y concebir maldiciones, pues llegamos con apenas si media hora de margen. Desmontamos, sin embargo, en la siguiente y luego de doblar un par de esquinas ahí estamos: el monumento a Víctor Manuel II emerge majestuoso, descomunal. No caben matices: es impresionante; le entran a uno ganas de invadir Etiopía con sólo mirarlo.



A propósito del autobús, una de las primeras revelaciones de Roma es que su horario es puramente orientativo, igual que su tarifa. La gente espera en las estaciones no a una línea concreta que la llevará al destino elegido, sino a cualquier línea, en general, que tan pronto puede ser de autobús como de tranvía y que con algo de suerte le dejará no muy lejos de aquél. La espera puede ser por tanto de cinco minutos o de media hora, si no más, y así es de suponer que los romanos no llegan a tiempo a ningún sitio. Me pregunto si también el horario de oficina o el de los restaurantes será orientativo, o aún el de los hospitales, el de emergencias, la policía o los bomberos; y si en definitiva Roma no será una entidad como vaporosa, ligera, no ceñida a agendas y demás engorros que amordazan a las ciudades que se dicen civilizadas.



Los billetes, por lo demás, se compran no en la propia estación de bus o metro, como cabría esperar, sino en los estancos de tabaco o tabacchi, lo cual no deja de ser cosa original y muy divertida. Nosotros hemos cogido un puñado de ellos la víspera, como quien compra pipas o chicles, y en seguida constatamos su esencial inutilidad. Cuando el autobús llega a la parada ocurre lo siguiente: el vehículo se abre en canal; derrama pasajeros por todas partes, secciones frontal, central y trasera, y engulle otros tantos con igual codicia. En ningún momento nadie se preocupa de que paguen, desde luego no el conductor ni eventuales revisores –criatura mítica que nadie ha visto– y así éstos, a poco que se han percatado del negocio, no pagan. Es difícil imaginar cómo un servicio público puede sostenerse con tan franca carencia de recursos, pero el caso es que lo hace. Finalmente, y como ésta es una ciudad esencialmente adoquinada (que no asfaltada), los buses circulan a menudo por auténticas calzadas romanas –o romanas calzadas–, que imprimen a la travesía una vibración y una rumba que es una delicia. Dentro del aparato esto provoca el caos más vasto y general: la gente se apretuja terriblemente cuando no cae directamente una sobre otra; los niños gritan y lloran, los ancianos tropiezan y se producen luxaciones y toda clase de estropicios. No son, digamos, viajes dulces, y cuando por fin uno desmonta se hace prometer que no cometerá de nuevo semejante imprudencia.



Hay un transporte, no obstante, que sí funciona en Roma con asombrosa eficiencia: la ambulancia. En cualquier momento, si afina bien el oído, uno puede escuchar su sirena estrepitosa surcando las romanas calzadas. Como un moderno Pegaso, la ambulancia vuela admirablemente llevando en su interior a algún pobre hombre o mujer malheridos, sin duda pasajeros frustrados que, cansados de esperar al autobús, han decidido saltar directamente sobre la carretera para ver si les llevan aunque sea al hospital. Este vehículo no está, en apariencia, gobernado por ningún itinerario ni esquema preestablecido –pero en esto tampoco es muy distinto a los demás– sino que simplemente circula: a todas horas, por todas partes. No lo hice porque al final uno trata de ser educado y comportarse, pero estoy seguro que de haber levantado el brazo o ejecutado a su paso algún tipo de secreto código o señal –un guiño o un silbido; un aplauso, una voltereta o un calvo– hubiese conseguido detener alguna de ellas en seco y hacerme hueco dentro. Quién sabe, quizá hasta me hubiese ahorrado el tour del Coliseo o el de los Museos Capitolinos.



En fin, dejando a la espalda el monumento de Víctor Manuel, llegamos al pie de una enorme escalinata de mármol, y como buenos turistas, subimos sin saber por qué o adónde. Resulta, sin embargo, que lo que hay arriba no es el Museo Capitolino, sino la Basílica de Santa María en Ara Coeli, con lo que debemos dar vuelta. Ya mi padre ha tropezado previamente en el ascenso, y al saber que sólo quedan cinco minutos para la visita –y que por tanto uno y otro han sido en vano: el tropiezo y el ascenso– empieza a carburar. Pero llegamos a tiempo; una obediente oruga de turistas hace cola frente a nosotros, presentamos en la garita nuestras entradas –impresas, fundas de plástico, papel DIN A4– y accedemos al museo.



Lo primero que uno encuentra en el claustro son los enormes restos de una estatua perdida: la de Constantino I el Grande. Están, no obstante, perfectamente conservados, y dan una idea de la dimensión colosal que hubo de tener en su momento: el rostro solemne y regio del emperador, con la mirada puesta en la Historia, tiene una altura de unos dos metros, lo mismo que sus pies un poco más allá. Junto a él reposan igualmente la mano izquierda, el índice estirado hacia el cielo en señal de bendición, o victoria; y el brazo derecho muscular, fibroso y con la vena –basílica, me chiva muy apropiadamente Google– como una tubería sobriamente esculpida en el bíceps.



Es un primer castañazo que encajo bastante bien, pero que me avisa de que las cosas están a punto de ponerse serias. El resto de la visita está sobradamente a la altura, y en general el recuerdo es de pausa, tranquilidad: nada de aglomeraciones o prisas o empujones. Varios hitos interesantes: un perrazo en posición de espera, atento y educado, pero con los músculos en tensión como si estuviese a punto de saltar sobre ti –mi padre pinta el sentimiento: es, realmente, como si acabasen de petrificar a un perro de verdad–; un tipo que arma un puñetazo cósmico en el salón adyacente: deltoides, trapecio y dorsal conspirando para aplastarte la nariz; o la maqueta encristalada del museo original, grande como una montaña.



El plato fuerte, sin embargo, llega al final. Torciendo una esquina a la derecha, descendemos sobre una sala blanca y diáfana, como una tienda de Apple, en donde se levanta una impresionante estatua ecuestre de Marco Aurelio. Es de bronce –un bronce resquebrajado, roído por el tiempo– y debe de tener lo menos tres o cuatro metros de altura. Es en este punto que me doy cuenta que Roma será un deporte de contacto: enmudezco, casi caigo a sus pies. Marco Aurelio me examina imperial desde arriba, en contrapicado, la mano derecha adelantada como ordenándome que me detenga, o aún que mantenga la calma, pues está aquí para pacificarme. En su caballo resplandece una mirada enloquecida, como si lo que yace frente a él fuese una ciudad arrasada o un millón de cuerpos mutilados. Comparado con ella, el resto de la sala parece un amontonamiento de chatarra, con excepción de un par de esculturas que sí merecen la pena: un conjunto que representa a un león hundiendo las mandíbulas y desgarrando el vientre de un caballo, de un realismo escalofriante; y la mítica pieza de Rómulo y Remo sorbiendo las tetas de la loba, pequeña y más bien decepcionante, pero simpática aunque sólo sea por los libros de la ESO.



Antes de abandonar el museo emergemos por un instante a una terraza que ofrece una vista panorámica de los Foros Imperiales: desde aquí, el mediodía plateado y frío, dan una impresión melancólica. Los visitaremos el tercer día, como parte del tour por el Coliseo. Ahora debemos comer, así que improvisamos un bocado en un rincón discreto que encuentro en Google Maps: está como incrustado en medio de una escalera junto a la Columna Trajana, a unos diez minutos a pie de donde nos encontramos. Es un lugar apañado: exactamente como un taller de pizza o lasaña. A él llegan turistas averiados como nosotros a cambiar el aceite o el chasis, en transacciones eficientes, breves. En efecto, en aproximadamente media hora nos han dado de comer y beber –Peronis y unas porciones bien sanas y reparadoras– y estamos listos para retomar la marcha.



No estamos lejos de la Plaza de España –en realidad, en Roma nunca estás muy lejos de nada– así que caminamos hasta allí. Nada del otro mundo: mucha gente, niños, perros, luces de Navidad. No hay en ella nada que produzca un efecto memorable. Mientras tanto cae la tarde; el cielo se deshilacha en jirones púrpuras y el frío aprieta la cintura. Bego y yo tenemos ganas de un paseo protocolario antes de la cena: hay más o menos tiempo libre hasta las nueve; hemos visto que la Plaza del Pópolo queda justo en línea recta a pocos minutos de aquí y queremos echar un vistazo. Mis padres, sin embargo, acusan ya el trote, y mi hermano quiere aprovechar y repasar exámenes, pues tiene alguno a la vuelta de vacaciones. Nos quedamos, por tanto, solos, así que ensayamos nuestra particular cita romana.



La Plaza del Pópolo es bonita: bastante más, en cualquier caso, que la Plaza de España. Está también equipada con su propio obelisco y tiene, con motivo de las fiestas, un formidable árbol de Navidad que es el mejor que hemos visto hasta ahora en Roma. Éste está decorado con sencillez y buen gusto, y brota arropado por un manto de luz tibia que le hace a uno sentirse como en casa. En general la decoración navideña de la ciudad pulveriza cualquier competencia: es como si sus muros milenarios se hubiesen levantado específicamente para ello, para sostener muérdagos, abalorios y demás ornato. Luego de tomar varias fotos junto al árbol, Bego y yo paseamos tranquilamente por la plaza, nos sentamos a comentar la jugada en uno de los bancos de piedra y buscamos, sin éxito, algún bar para tomar algo. Al poco estamos listos para volver; el que no lo está, sin embargo, es el autobús: esperamos veinte y treinta y hasta cuarenta minutos en la marquesina, pero a pesar de sucesivas alertas de Google Maps que nos asegura que está al caer, no hay rastro de él. Nos impacientamos y yo empiezo a pensar en la ambulancia – cuando estoy a punto de deslizarme bajo el tranvía, no obstante, el bus aparece finalmente y nos conduce hasta el hotel.



La cena de Nochebuena sucede en la Hostería la Gensola, recomendación de una amiga de mi madre que resulta un sitio refinado, agradable. Se sitúa en el límite del Trastévere, cerca del río; cuando llegamos –y luego de equivocar la puerta hasta dos veces– el salón principal está lleno y diríase que las familias terminan incluso de cenar: así pues, tampoco nuestros fratelli nos superan a los españoles en pachorra mediterránea, ni siquiera en Nochebuena. Nos sentamos, y luego de una breve disputa en torno al menú –no hemos querido saber, pero sabremos que las cartas italianas disponen de entrante, primer y segundo plato, alternativos o no en función del local y el apetito del comensal– cada uno embarca su propia singladura y empezamos a cenar. En mi caso lo primero es un carpacho de medregal bastante competente, seguido de un paccheri con ragú de rape y un bacalao con brócoli de segundo que, sin embargo, no me entusiasma. Escaneando la mesa, compruebo con envidia que hay opciones mejores –mi hermano, por ejemplo, ha hecho diana con un ceviche de lubina que enciende el ánimo; o mi padre con cierto atún en rodajas–. Despachamos también dulces, una o dos botellas de Prosecco y para nuestra sorpresa, cuando debía ser el turno de limoncellos o licores análogos el maître consigna por correo aéreo un plato especial de verdura para Bego –presumiblemente acelgas, o espinacas–.



Hacia las once o doce la Hostería está medio vacía, y nosotros nos retiramos casi por educación, o inercia. No es, ciertamente, un fin de fiesta muy navideño, así que aterrizados en el hotel Bego y yo decidimos caminar –en efecto, caminar– al Coliseo. Acabamos de llegar a Roma y no calibramos todavía las distancias, pero lo cierto es que hasta él media un paseo de apenas quince minutos. A su alrededor la juventud diversa y bulliciosa apura Peronis y espumosos y se tira fotos celebrando la Navidad; las terrazas en el perímetro están todas llenas y en general todo el mundo disfruta que te cagas. Es, más o menos, como si estuviésemos en la Plaza de España o la Puerta del Sol de Madrid, con la salvedad de tremendo estadio milenario, por supuesto. Lo pasamos, sin embargo, estupendamente; hay en la atmósfera cierta despreocupación o ligereza como de comedia de los dos mil, de la que nosotros no somos más que par de discretos figurantes.

Al rato regresamos andando al hotel. Yo ya le he empezado a coger gusto a esto.

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(Podéis leer la segunda parte aquí)

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Roma 2023. Un dietario. (22-24 de diciembre)

En pie a las 8:30 como si fuéramos a la oficina.

22 de diciembre



La verdad, no estoy seguro de esto. La maleta se antoja ya prueba insuperable; camino por la casa sin rumbo mientras Bego termina la suya: organizada, esquemática, impecable. Abro el Instagram, sorbo un Frenadol, mi padre empieza a roncar. Roma, día -1.



23 de diciembre



En pie a las 8:30 como si fuéramos a la oficina. Es la vacación occidental, siglo XXI: no hay un segundo que perder; también para disfrutar hacen falta esquemas, planes, hojas de ruta. Una espesa bruma de cinismo, maligna y fría, me envuelve desde ayer a las cuatro y media aproximadamente, como si nada de esto fuese conmigo; como si yo no fuese otro turista más, sino un intrépido viajero que cabalga hacia la aventura. Me siento como Chandler en el capítulo de Londres, pero me gustaría ser Joey.



En Madrid hace el típico día de invierno: un Sol metálico se derrama suavemente, y el cielo es de un azul limpio, oceánico. Montamos en el taxi y cuando llegamos a la T4 ya estoy mareado; en el trayecto no dejo de pensar que me falta energía, ilusión para esto: es como si ya no pudiese disfrutar de las cosas directamente, antes debo dar dos pasos atrás, sopesarlo todo con frialdad. Es la sociedad moderna; estamos tan atiborrados de conceptos y categorías que todo se nos presenta diluido, filtrado: ir al aeropuerto es esto; pasar la Navidad en Roma esto otro.



De no ser por el trato como de ganadería intensiva, los aeropuertos no estarían de hecho tan mal. Me figuro que antes del 11-S debían de ser espacios incluso agradables: diseñados por arquitectos de prestigio para aprovechar la luz y el relieve, cargados de tiendas bonitas y comodidades, cosas útiles; de cafeterías y gastrobares de todo tipo y en fin, de una variedad amplia y reluciente estilo Corte Inglés, las clases medias debían de sentirse en ellos a sus anchas. No habían sido mordidos todavía por el demonio de la seguridad, con lo que uno podía sentir incluso ganas de coger un avión, pasear por sus amplias avenidas comerciales o perderse en sus excelentes Duty Free.



Ahora, sin embargo, pasamos el control y mi padre sale al borde de una crisis nerviosa. No le falta razón: el personal del aeropuerto –que no son sino turistas en horario laboral– te conduce como a una vaca en el matadero; te bombardea con bandejas e instrucciones y te obliga a las renuncias más expresas: ordenador, neceser, botas, bolso y bragas si llevas; de milagro no pierde uno el derecho a votar. Emergemos al otro lado mareados, confundidos: mi padre no se cansa de repetir que todo es indigno y ridículo. Y en efecto, tiene razón: lo que no tiene es paciencia.



A continuación ponemos rumbo a nuestra puerta: J52. Aunque el embarque está previsto para las doce y media, llegamos tres cuartos de hora antes por si acaso. Hay que esperar, así que acompaño a Bego a por un café. En una de las cafeterías-IKEA un camarero de la zona de Parla o Alcobendas nos atiende muy amablemente; yo le doy las gracias, y Bego le desea además los buenos días y le felicita las fiestas. A veces Bego es así: de un buen humor intenso, fluvial. A su lado yo debo de parecer una especie de ogro o criatura espantosa, y mis gracias sentarle al camarero como un escupitajo.



Poco después estamos ya en el avión, y yo me empiezo a poner nervioso. No es que no me guste volar; lo que no me gusta es despegar, lo cual no deja de ser un inconveniente, claro. Invariablemente, en los instantes previos pienso en el accidente de Spanair: el avión se estrelló nada más alzar el vuelo por cierto problema con un relé y los flaps – no estoy seguro de lo que es ni una cosa ni la otra, pero aún así me pongo nervioso. El nuestro, sin embargo, despega satisfactoriamente y en pocos minutos atravesamos la meseta. Los Pirineos se abren al norte como un arrecife de hielo, y al sudeste flotan las Baleares, tranquilas. Pronto avanzamos también sobre el Mediterráneo y lo que, de tener algún conocimiento preciso de geografía, diría es la curva de Cadaqués. Una vibración leve y sostenida nos acompaña todo el tiempo, punteada de alguna turbulencia de baja intensidad. Yo leo un poco a Pla y a Poe y voy componiendo estas notas; a un lado mi hermano escucha el podcast de Joe Rogan y al otro un tipo italiano juega a un simulador de la Serie A.



Aterrizamos en Fiumicino en una tarde plomiza, que amenaza lluvia. En la zona de salidas un tipo con pinta de criminal nos espera para llevarnos al hotel. Como soy, desgraciadamente, de los que cree que todo puede irse al carajo de un momento a otro, enseguida pienso que la mafia corsa ha penetrado la plataforma de reservas de booking.com para secuestrar turistas incautos como nosotros. Mis fantasías son así de retorcidas, perversas: en ellas todo encaja maravillosamente y se sostiene por sí mismo; desplazan a toda explicación sencilla o verosímil y me tuercen el día aunque no quiera. En el trayecto, pues, trato de distraerme, y en la autopista de circunvalación me vienen a la cabeza imágenes de Roma, de Fellini. En el principio de esta peli bella y rara –como todas las de Fellini– un tráfico denso afluye a Roma por lo que creo son estas mismas carreteras: hay carros y camiones y hasta un tanque o un caballo que galopa solitario entre los coches; está el equipo de rodaje encaramado a su grúa, actores y actrices, el mismo Fellini, gitanos haciendo autostop en el arcén, un autobús de tifosi del Nápoles, la policía y los bomberos. Como siempre con este director, todo es de repente un caos: alguien dispara una bengala – alguien dispara dos bengalas; hay ruido, fuego, lluvia, un accidente; el humo o la niebla lo engullen todo y entonces uno ya no sabe si lo que está viendo es un sueño o una broma.



Entretanto el conductor nos deposita en el hotel, que resulta ser una pensión de la Orden Franciscana. Hemos llegado, por tanto, a salvo y el tipo se despide con un inofensivo ciao o arrivederci. Mis inquietudes se disipan. Una monja se desliza incluso cautelosamente mientras cargamos las maletas, y en el recibidor un monsieur –o un bambino– efectúa el check-in en un correcto castellano. Es algo que descubriremos más tarde: en Roma todo el mundo habla un español muy decente; bastante más, en cualquier caso, que el italiano que hablamos nosotros en España. Ello desanudará no pocas de las interacciones que sostendremos a diario: al principio abordamos en inglés, como los corsarios, pero algunos no entienden y devuelven ráfagas de un italiano volátil, resbaladizo; luego probamos este último pero en seguida encallamos; al final es el castellano, o más bien un combinado de castellano, italiano e inglés: hola buenos días, dúe (2) cappucino y un espresso, thank you, arrivederci, feliz Navidad. Supongo que es normal: un país como el nuestro, con una fe católica tan arraigada como fúnebre, tiene en Italia, en Roma, un destino ideal para sus exportaciones de turistas, que alucinan en estéreo con sus iglesias y fontanas; no ocurre lo mismo al revés –la balanza comercial no está, por tanto, equilibrada– pues de aterrizar en catedrales como la de León o la de Burgos los italianos volverían seguramente con una depresión bastante severa.



Como entre una cosa y otra nos han dado las cinco y en Roma ya es de noche, nos acercamos a un forno junto al hotel para comer pizza. Primera decepción, que confirmaremos durante la semana: no es demasiado buena. Estamos hambrientos; no hemos probado bocado desde las diez o las once así que depositamos en la pizza grandes esperanzas. Sin embargo, salvo una muy sencilla que consiste en un pan muy fino, como acristalado y espolvoreado de tomate y especias –marinara, recuerdo más tarde–, el resto no me causan la menor impresión: las he probado en Madrid mejores. Vaciamos también ronda de cerveza fresca, y a continuación ponemos rumbo a la primera parada del viaje: el mercado de Navidad en Plaza Navona. La plaza es bonita: antiguo estadio de juegos, conserva todavía la forma de berenjena estilo Ben-Hur. Tiene, igual que tantas otras en Roma, un obelisco en su centro que se yergue frente a la iglesia de Sant’Agnese in Agone. Hay también un tiovivo y varios puestos de variedades con razón de las fiestas, y un Belén con el niño ausente, pues no ha nacido todavía. Callejeamos después en sus aledaños, picamos algo en un rincón agradable junto al río, nombre Suplizzio, paseamos por el Castillo de Sant'Angelo y regresamos. Termina el primer día.



24 de diciembre



Hoy visitamos los Museos Capitolinos, por lo visto la galería más antigua del mundo. Cogemos la línea 87 en Vía Labicana, cuyo itinerario de hoy, para mi sorpresa, nada tiene que ver con el de ayer. Luego de esperar unos veinte minutos en la marquesina, el autobús aparece felizmente y nos conduce a través de estaciones desconocidas hasta Plaza Venecia, nuestro destino. Pero, cataclismo, nos saltamos la parada; ya mi padre empieza a temblar y concebir maldiciones, pues llegamos con apenas si media hora de margen. Desmontamos, sin embargo, en la siguiente y luego de doblar un par de esquinas ahí estamos: el monumento a Víctor Manuel II emerge majestuoso, descomunal. No caben matices: es impresionante; le entran a uno ganas de invadir Etiopía con sólo mirarlo.



A propósito del autobús, una de las primeras revelaciones de Roma es que su horario es puramente orientativo, igual que su tarifa. La gente espera en las estaciones no a una línea concreta que la llevará al destino elegido, sino a cualquier línea, en general, que tan pronto puede ser de autobús como de tranvía y que con algo de suerte le dejará no muy lejos de aquél. La espera puede ser por tanto de cinco minutos o de media hora, si no más, y así es de suponer que los romanos no llegan a tiempo a ningún sitio. Me pregunto si también el horario de oficina o el de los restaurantes será orientativo, o aún el de los hospitales, el de emergencias, la policía o los bomberos; y si en definitiva Roma no será una entidad como vaporosa, ligera, no ceñida a agendas y demás engorros que amordazan a las ciudades que se dicen civilizadas.



Los billetes, por lo demás, se compran no en la propia estación de bus o metro, como cabría esperar, sino en los estancos de tabaco o tabacchi, lo cual no deja de ser cosa original y muy divertida. Nosotros hemos cogido un puñado de ellos la víspera, como quien compra pipas o chicles, y en seguida constatamos su esencial inutilidad. Cuando el autobús llega a la parada ocurre lo siguiente: el vehículo se abre en canal; derrama pasajeros por todas partes, secciones frontal, central y trasera, y engulle otros tantos con igual codicia. En ningún momento nadie se preocupa de que paguen, desde luego no el conductor ni eventuales revisores –criatura mítica que nadie ha visto– y así éstos, a poco que se han percatado del negocio, no pagan. Es difícil imaginar cómo un servicio público puede sostenerse con tan franca carencia de recursos, pero el caso es que lo hace. Finalmente, y como ésta es una ciudad esencialmente adoquinada (que no asfaltada), los buses circulan a menudo por auténticas calzadas romanas –o romanas calzadas–, que imprimen a la travesía una vibración y una rumba que es una delicia. Dentro del aparato esto provoca el caos más vasto y general: la gente se apretuja terriblemente cuando no cae directamente una sobre otra; los niños gritan y lloran, los ancianos tropiezan y se producen luxaciones y toda clase de estropicios. No son, digamos, viajes dulces, y cuando por fin uno desmonta se hace prometer que no cometerá de nuevo semejante imprudencia.



Hay un transporte, no obstante, que sí funciona en Roma con asombrosa eficiencia: la ambulancia. En cualquier momento, si afina bien el oído, uno puede escuchar su sirena estrepitosa surcando las romanas calzadas. Como un moderno Pegaso, la ambulancia vuela admirablemente llevando en su interior a algún pobre hombre o mujer malheridos, sin duda pasajeros frustrados que, cansados de esperar al autobús, han decidido saltar directamente sobre la carretera para ver si les llevan aunque sea al hospital. Este vehículo no está, en apariencia, gobernado por ningún itinerario ni esquema preestablecido –pero en esto tampoco es muy distinto a los demás– sino que simplemente circula: a todas horas, por todas partes. No lo hice porque al final uno trata de ser educado y comportarse, pero estoy seguro que de haber levantado el brazo o ejecutado a su paso algún tipo de secreto código o señal –un guiño o un silbido; un aplauso, una voltereta o un calvo– hubiese conseguido detener alguna de ellas en seco y hacerme hueco dentro. Quién sabe, quizá hasta me hubiese ahorrado el tour del Coliseo o el de los Museos Capitolinos.



En fin, dejando a la espalda el monumento de Víctor Manuel, llegamos al pie de una enorme escalinata de mármol, y como buenos turistas, subimos sin saber por qué o adónde. Resulta, sin embargo, que lo que hay arriba no es el Museo Capitolino, sino la Basílica de Santa María en Ara Coeli, con lo que debemos dar vuelta. Ya mi padre ha tropezado previamente en el ascenso, y al saber que sólo quedan cinco minutos para la visita –y que por tanto uno y otro han sido en vano: el tropiezo y el ascenso– empieza a carburar. Pero llegamos a tiempo; una obediente oruga de turistas hace cola frente a nosotros, presentamos en la garita nuestras entradas –impresas, fundas de plástico, papel DIN A4– y accedemos al museo.



Lo primero que uno encuentra en el claustro son los enormes restos de una estatua perdida: la de Constantino I el Grande. Están, no obstante, perfectamente conservados, y dan una idea de la dimensión colosal que hubo de tener en su momento: el rostro solemne y regio del emperador, con la mirada puesta en la Historia, tiene una altura de unos dos metros, lo mismo que sus pies un poco más allá. Junto a él reposan igualmente la mano izquierda, el índice estirado hacia el cielo en señal de bendición, o victoria; y el brazo derecho muscular, fibroso y con la vena –basílica, me chiva muy apropiadamente Google– como una tubería sobriamente esculpida en el bíceps.



Es un primer castañazo que encajo bastante bien, pero que me avisa de que las cosas están a punto de ponerse serias. El resto de la visita está sobradamente a la altura, y en general el recuerdo es de pausa, tranquilidad: nada de aglomeraciones o prisas o empujones. Varios hitos interesantes: un perrazo en posición de espera, atento y educado, pero con los músculos en tensión como si estuviese a punto de saltar sobre ti –mi padre pinta el sentimiento: es, realmente, como si acabasen de petrificar a un perro de verdad–; un tipo que arma un puñetazo cósmico en el salón adyacente: deltoides, trapecio y dorsal conspirando para aplastarte la nariz; o la maqueta encristalada del museo original, grande como una montaña.



El plato fuerte, sin embargo, llega al final. Torciendo una esquina a la derecha, descendemos sobre una sala blanca y diáfana, como una tienda de Apple, en donde se levanta una impresionante estatua ecuestre de Marco Aurelio. Es de bronce –un bronce resquebrajado, roído por el tiempo– y debe de tener lo menos tres o cuatro metros de altura. Es en este punto que me doy cuenta que Roma será un deporte de contacto: enmudezco, casi caigo a sus pies. Marco Aurelio me examina imperial desde arriba, en contrapicado, la mano derecha adelantada como ordenándome que me detenga, o aún que mantenga la calma, pues está aquí para pacificarme. En su caballo resplandece una mirada enloquecida, como si lo que yace frente a él fuese una ciudad arrasada o un millón de cuerpos mutilados. Comparado con ella, el resto de la sala parece un amontonamiento de chatarra, con excepción de un par de esculturas que sí merecen la pena: un conjunto que representa a un león hundiendo las mandíbulas y desgarrando el vientre de un caballo, de un realismo escalofriante; y la mítica pieza de Rómulo y Remo sorbiendo las tetas de la loba, pequeña y más bien decepcionante, pero simpática aunque sólo sea por los libros de la ESO.



Antes de abandonar el museo emergemos por un instante a una terraza que ofrece una vista panorámica de los Foros Imperiales: desde aquí, el mediodía plateado y frío, dan una impresión melancólica. Los visitaremos el tercer día, como parte del tour por el Coliseo. Ahora debemos comer, así que improvisamos un bocado en un rincón discreto que encuentro en Google Maps: está como incrustado en medio de una escalera junto a la Columna Trajana, a unos diez minutos a pie de donde nos encontramos. Es un lugar apañado: exactamente como un taller de pizza o lasaña. A él llegan turistas averiados como nosotros a cambiar el aceite o el chasis, en transacciones eficientes, breves. En efecto, en aproximadamente media hora nos han dado de comer y beber –Peronis y unas porciones bien sanas y reparadoras– y estamos listos para retomar la marcha.



No estamos lejos de la Plaza de España –en realidad, en Roma nunca estás muy lejos de nada– así que caminamos hasta allí. Nada del otro mundo: mucha gente, niños, perros, luces de Navidad. No hay en ella nada que produzca un efecto memorable. Mientras tanto cae la tarde; el cielo se deshilacha en jirones púrpuras y el frío aprieta la cintura. Bego y yo tenemos ganas de un paseo protocolario antes de la cena: hay más o menos tiempo libre hasta las nueve; hemos visto que la Plaza del Pópolo queda justo en línea recta a pocos minutos de aquí y queremos echar un vistazo. Mis padres, sin embargo, acusan ya el trote, y mi hermano quiere aprovechar y repasar exámenes, pues tiene alguno a la vuelta de vacaciones. Nos quedamos, por tanto, solos, así que ensayamos nuestra particular cita romana.



La Plaza del Pópolo es bonita: bastante más, en cualquier caso, que la Plaza de España. Está también equipada con su propio obelisco y tiene, con motivo de las fiestas, un formidable árbol de Navidad que es el mejor que hemos visto hasta ahora en Roma. Éste está decorado con sencillez y buen gusto, y brota arropado por un manto de luz tibia que le hace a uno sentirse como en casa. En general la decoración navideña de la ciudad pulveriza cualquier competencia: es como si sus muros milenarios se hubiesen levantado específicamente para ello, para sostener muérdagos, abalorios y demás ornato. Luego de tomar varias fotos junto al árbol, Bego y yo paseamos tranquilamente por la plaza, nos sentamos a comentar la jugada en uno de los bancos de piedra y buscamos, sin éxito, algún bar para tomar algo. Al poco estamos listos para volver; el que no lo está, sin embargo, es el autobús: esperamos veinte y treinta y hasta cuarenta minutos en la marquesina, pero a pesar de sucesivas alertas de Google Maps que nos asegura que está al caer, no hay rastro de él. Nos impacientamos y yo empiezo a pensar en la ambulancia – cuando estoy a punto de deslizarme bajo el tranvía, no obstante, el bus aparece finalmente y nos conduce hasta el hotel.



La cena de Nochebuena sucede en la Hostería la Gensola, recomendación de una amiga de mi madre que resulta un sitio refinado, agradable. Se sitúa en el límite del Trastévere, cerca del río; cuando llegamos –y luego de equivocar la puerta hasta dos veces– el salón principal está lleno y diríase que las familias terminan incluso de cenar: así pues, tampoco nuestros fratelli nos superan a los españoles en pachorra mediterránea, ni siquiera en Nochebuena. Nos sentamos, y luego de una breve disputa en torno al menú –no hemos querido saber, pero sabremos que las cartas italianas disponen de entrante, primer y segundo plato, alternativos o no en función del local y el apetito del comensal– cada uno embarca su propia singladura y empezamos a cenar. En mi caso lo primero es un carpacho de medregal bastante competente, seguido de un paccheri con ragú de rape y un bacalao con brócoli de segundo que, sin embargo, no me entusiasma. Escaneando la mesa, compruebo con envidia que hay opciones mejores –mi hermano, por ejemplo, ha hecho diana con un ceviche de lubina que enciende el ánimo; o mi padre con cierto atún en rodajas–. Despachamos también dulces, una o dos botellas de Prosecco y para nuestra sorpresa, cuando debía ser el turno de limoncellos o licores análogos el maître consigna por correo aéreo un plato especial de verdura para Bego –presumiblemente acelgas, o espinacas–.



Hacia las once o doce la Hostería está medio vacía, y nosotros nos retiramos casi por educación, o inercia. No es, ciertamente, un fin de fiesta muy navideño, así que aterrizados en el hotel Bego y yo decidimos caminar –en efecto, caminar– al Coliseo. Acabamos de llegar a Roma y no calibramos todavía las distancias, pero lo cierto es que hasta él media un paseo de apenas quince minutos. A su alrededor la juventud diversa y bulliciosa apura Peronis y espumosos y se tira fotos celebrando la Navidad; las terrazas en el perímetro están todas llenas y en general todo el mundo disfruta que te cagas. Es, más o menos, como si estuviésemos en la Plaza de España o la Puerta del Sol de Madrid, con la salvedad de tremendo estadio milenario, por supuesto. Lo pasamos, sin embargo, estupendamente; hay en la atmósfera cierta despreocupación o ligereza como de comedia de los dos mil, de la que nosotros no somos más que par de discretos figurantes.

Al rato regresamos andando al hotel. Yo ya le he empezado a coger gusto a esto.

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(Podéis leer la segunda parte aquí)

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