Roma 2023. Un dietario. (25 de diciembre)

Uno podría visitar la capital de Italia sólo por sus iglesias

(podéis leer la primera parte, 22-24 de diciembre, aquí)

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25 de diciembre



Roma, Italia ciertamente, podría hundirse en las tinieblas y no pasaría nada: su trabajo ya está hecho. El conjunto de los Presupuestos del Estado debería destinarse, hasta la última rupia, a conservar en formol los vestigios de tan formidable pasado; a cuidar los pedrolos magníficos que brotan por doquier, las iglesias, estatuas, fuentes, monumentos, frescos y pinturas y todo lo demás. El resto no importa: la educación, la sanidad o el transporte público son puramente accesorios, pues nada hay que tonifique mejor la mente, el cuerpo y el alma; que lo transporte de hecho a uno a las regiones nobles que un vistazo a estos prodigios.

Bien. Pues hoy entramos a la misa de Navidad en San Juan de Letrán, que resulta de una preciosidad espeluznante. Me quedo, no exagero, boquiabierto al asomarme a la nave central: un artesonado como la bóveda del universo se me viene encima. De golpe el coro arranca el ‘Noche de paz’; el órgano acompaña con su ronquido triste y entonces me descompongo: la emoción me oprime el pecho y descuaja lágrimas como si se fueran a acabar; al mismo tiempo un silencio nítido comparece en la nave, sin duda la unión abrumadora de elementos que ha caído sobre el personal como un hechizo. Detrás de mí esperan con igual recogimiento mis padres, mi hermano y Bego, los cinco haciendo acopio de fuerzas para aguantar el tipo.

Uno podría visitar Roma sólo por sus iglesias. Las ruinas del imperio son impresionantes, de acuerdo, pero las iglesias cortan directamente el aliento. Es tal la belleza, la ambición, la profusión de detalles que resulta difícil abarcarlas. Son, en este sentido, divinas: la cabeza simplemente no da. Camina uno por ellas como un idiota, aturdido, sin saber muy bien cómo o por qué ha llegado hasta ahí pero disfrutando como un crío en todo caso.

El cristianismo les debe todo. Hoy hay quien dice que tal ostentación es desproporcionada, grotesca; que está en directa oposición con lo que se supone son sus valores de humildad o desprendimiento. Nada más equivocado. Antes, los fabulosos bajorrelieves y el caleidoscópico artesonado; las pinturas y frescos y soleadas vidrieras; las columnas y baldaquinos colosales no son, como algunos querrían, un puro elemento decorativo, sino que constituyen la esencia misma de la fe. Son ellos los que inducen esa paz ingrávida que está en su periferia; la sensación inefable de hallarse, en efecto, ante las puertas de la eternidad.

Mi hermano propone el siguiente ejercicio: imaginemos un pastor del siglo XVII que visita la Basílica de San Juan de Letrán. Acaba de ser terminada, y el clérigo abre sus puertas al público por primera vez. Por descontado, aquél no ha visto jamás nada semejante: para Instagram e Internet aún tendrán que pasar siglos, y el pobrecillo apenas si ha rebasado nunca el perímetro de una vida todavía restringida, rural. No podemos, por tanto, desde nuestra atalaya tecnológica, concebir su reacción; sería como si a nosotros nos sueltan de golpe en Mercurio o en la Nebulosa del Cangrejo.

El pastor, pues, cae a los pies del templo. Es cierto, forzosamente: Dios existe y habita este lugar. En este punto podríamos imaginar que alguno de los paladines de la nivelación social se desliza en la iglesia y le susurra al oído: “mira, que hemos pensado que esto es quizá muy ostentoso; que sobran oro y rubíes por todas partes y que mejor los usaremos para construir para ti y tu aldea un puñado de viviendas de protección oficial. Ya sabes: muros de contrachapado, suelo de moqueta y bidés de plástico; no tendréis que volver a arar la tierra: ¿no es genial?”

Puedo oír desde aquí, a través de los siglos, el tortazo. En primer lugar, es seguro que, con toda la intuición de las personas que no han leído de más, el pastor no encontrara relación entre una cosa y otra: pues qué tendrá que ver Dios con el polivinilo –exactamente lo mismo que, pongamos, un cuásar con la Ley General Tributaria–. En segundo, haría saber a su pérfido interlocutor, entre guantazo y guantazo, que él está perfectamente a gusto con su vida, y que no necesita la remordida conciencia ni el falso desinterés de nadie para arreglar lo que, por lo demás, no está averiado. Y por último, y quizá más importante, que aún cuando le cupiera considerar tal intercambio, sin duda lo rechazaría de plano con el primer pensamiento, pues nadie con un dedo de conciencia se prestaría a lo que no es sino un saqueo monstruoso.

Por mi parte, tengo la desgracia de no creer en Dios, pero sí creo en las iglesias.

Para comer hoy hemos reservado en Ostería Da Francesco, restorán que nos depara una pequeña crisis. Sucede en las mejores familias: acostumbradas a una manera de hacer las cosas, les resulta de pronto difícil amoldarse a nuevos miembros, rutinas; es cierto que en nuestro caso son ya cuatro los años de relación, pero también que son muchos más los previos y que éste es sólo nuestro segundo viaje. Como sugerí la víspera, Bego es vegetariana. A pesar de lo que cabría esperar, no hemos encontrado hasta ahora en Roma una oferta decente al respecto, ni siquiera una buena pasta herbívora más allá del taxativo cacio e pepe, y la de hoy es ciertamente para llorar: el menú apenas si cuenta con unas alcachofas, que resultan en todo caso un bocado quebradizo, polvoriento. No están nada buenas, y Bego encalla en una decepción comprensible. Como es lógico, el clima de la comida empeora sensiblemente, y yo me veo de pronto nadando entre dos aguas: entiendo a mis padres, pelín torpes pero que lo han hecho en todo caso con la mejor intención; y entiendo a Bego, cansada siempre de justificarse.

Pero bueno. Felizmente la tempestad se disipa y el día termina con normalidad, sin rencillas que lastren el resto del viaje. Por la tarde Bego y yo paseamos hasta el Trastévere, donde nos detenemos en una pequeña librería en la que busco sin éxito algo de poesía italiana: razono que, puestos a no entender el idioma, al menos apreciar su música. Como mi conocimiento, sin embargo, en este campo es pavorosamente limitado, y tampoco dispongo de paciencia para que me orienten, desisto luego de una ojeada superficial y salimos de allí con las manos vacías. Nos encontramos en la plaza de Santa María, donde se alza la basílica de Santa María del Trastévere, que visitamos. No me explayaré porque sucederá continuamente durante el viaje: cada esquina, cada sector minúsculo de Roma tiene su propio templo que corta el hipo; este no es menos, y lo disfrutamos también ampliamente.

Al salir se ha hecho tarde y el Trastévere nos envuelve en su luz dorada. Bego busca la estación más cercana en Google Maps: extrañamente, la brújula nos conduce hacia arriba, lejos del río y del meollo. Parece una trampa –sin duda así lo prefiguro cuando remontamos las avenidas solitarias; un barrio, por lo demás, residencial o universitario, tan peligroso como el de Metropolitano en Madrid– pero subimos de todos modos. Al cabo de quince o veinte minutos de ascenso y de cruzarnos con varios grupos de peregrinos en sentido contrario, caemos en la cuenta: es otra de las travesuras del transporte público romano: la misma posibilidad hay de que aparezca aquí un autobús de línea como Pavarotti cantando un aria. Emprendemos, pues, el descenso al Tíber, donde un uber-furgoneta –aquí son todos así, por alguna razón– nos devuelve al hotel.

Quién sabe si por remordimiento, o saludable iniciativa por avanzar la paz; o quizás sencillamente porque se muere de hambre, Bego se encarga de la reserva de esta noche. Se trata de una discreta trattoría junto a Estación Termini –hay en Roma, en Italia, una secreta arquitectura del restaurante; una jerarquía, digamos, que pone en relación a las trattorías y osterías y de la cual desconocemos hasta el más nimio detalle–; en la puerta un tipo de mi edad, bien parecido y con pinta de mafioso iniciático; algo así como un Henry Hill MDLR, con anorak de North Face, nos abre paso y conduce con una sonrisa de reptil hasta nuestra mesa, en un rincón del salón principal. Pedimos: ensalada caprese al centro y después cada uno su cosa; en mi caso unas albóndigas corrientes con tomate –la saturación de pasta es ya alarmante– que no están mal; para el postre se trata de alguna especie de hojaldre –mi familia pide siempre postres individuales, cada uno el suyo como los príncipes; es algo a lo que no logro habituarme, por ejemplo, con mis amigos, aún después de largos años de cenas y guateques: a ellos les gusta el consenso democrático, las soluciones intermedias: tarta de queso, arroz con leche y natillas de la casa si hay; tres o cuatro unidades a lo sumo que habrá que repartirse como en aquella escena de Las habichuelas mágicas–.

Terminada la cena, la barriga caliente y llena, volvemos caminando al hotel, a descansar, que ya va llegando por hoy.

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(Podéis leer la sigueinte entrega aquí)

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(podéis leer la primera parte, 22-24 de diciembre, aquí)

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Roma, Italia ciertamente, podría hundirse en las tinieblas y no pasaría nada: su trabajo ya está hecho. El conjunto de los Presupuestos del Estado debería destinarse, hasta la última rupia, a conservar en formol los vestigios de tan formidable pasado; a cuidar los pedrolos magníficos que brotan por doquier, las iglesias, estatuas, fuentes, monumentos, frescos y pinturas y todo lo demás. El resto no importa: la educación, la sanidad o el transporte público son puramente accesorios, pues nada hay que tonifique mejor la mente, el cuerpo y el alma; que lo transporte de hecho a uno a las regiones nobles que un vistazo a estos prodigios.

Bien. Pues hoy entramos a la misa de Navidad en San Juan de Letrán, que resulta de una preciosidad espeluznante. Me quedo, no exagero, boquiabierto al asomarme a la nave central: un artesonado como la bóveda del universo se me viene encima. De golpe el coro arranca el ‘Noche de paz’; el órgano acompaña con su ronquido triste y entonces me descompongo: la emoción me oprime el pecho y descuaja lágrimas como si se fueran a acabar; al mismo tiempo un silencio nítido comparece en la nave, sin duda la unión abrumadora de elementos que ha caído sobre el personal como un hechizo. Detrás de mí esperan con igual recogimiento mis padres, mi hermano y Bego, los cinco haciendo acopio de fuerzas para aguantar el tipo.

Uno podría visitar Roma sólo por sus iglesias. Las ruinas del imperio son impresionantes, de acuerdo, pero las iglesias cortan directamente el aliento. Es tal la belleza, la ambición, la profusión de detalles que resulta difícil abarcarlas. Son, en este sentido, divinas: la cabeza simplemente no da. Camina uno por ellas como un idiota, aturdido, sin saber muy bien cómo o por qué ha llegado hasta ahí pero disfrutando como un crío en todo caso.

El cristianismo les debe todo. Hoy hay quien dice que tal ostentación es desproporcionada, grotesca; que está en directa oposición con lo que se supone son sus valores de humildad o desprendimiento. Nada más equivocado. Antes, los fabulosos bajorrelieves y el caleidoscópico artesonado; las pinturas y frescos y soleadas vidrieras; las columnas y baldaquinos colosales no son, como algunos querrían, un puro elemento decorativo, sino que constituyen la esencia misma de la fe. Son ellos los que inducen esa paz ingrávida que está en su periferia; la sensación inefable de hallarse, en efecto, ante las puertas de la eternidad.

Mi hermano propone el siguiente ejercicio: imaginemos un pastor del siglo XVII que visita la Basílica de San Juan de Letrán. Acaba de ser terminada, y el clérigo abre sus puertas al público por primera vez. Por descontado, aquél no ha visto jamás nada semejante: para Instagram e Internet aún tendrán que pasar siglos, y el pobrecillo apenas si ha rebasado nunca el perímetro de una vida todavía restringida, rural. No podemos, por tanto, desde nuestra atalaya tecnológica, concebir su reacción; sería como si a nosotros nos sueltan de golpe en Mercurio o en la Nebulosa del Cangrejo.

El pastor, pues, cae a los pies del templo. Es cierto, forzosamente: Dios existe y habita este lugar. En este punto podríamos imaginar que alguno de los paladines de la nivelación social se desliza en la iglesia y le susurra al oído: “mira, que hemos pensado que esto es quizá muy ostentoso; que sobran oro y rubíes por todas partes y que mejor los usaremos para construir para ti y tu aldea un puñado de viviendas de protección oficial. Ya sabes: muros de contrachapado, suelo de moqueta y bidés de plástico; no tendréis que volver a arar la tierra: ¿no es genial?”

Puedo oír desde aquí, a través de los siglos, el tortazo. En primer lugar, es seguro que, con toda la intuición de las personas que no han leído de más, el pastor no encontrara relación entre una cosa y otra: pues qué tendrá que ver Dios con el polivinilo –exactamente lo mismo que, pongamos, un cuásar con la Ley General Tributaria–. En segundo, haría saber a su pérfido interlocutor, entre guantazo y guantazo, que él está perfectamente a gusto con su vida, y que no necesita la remordida conciencia ni el falso desinterés de nadie para arreglar lo que, por lo demás, no está averiado. Y por último, y quizá más importante, que aún cuando le cupiera considerar tal intercambio, sin duda lo rechazaría de plano con el primer pensamiento, pues nadie con un dedo de conciencia se prestaría a lo que no es sino un saqueo monstruoso.

Por mi parte, tengo la desgracia de no creer en Dios, pero sí creo en las iglesias.

Para comer hoy hemos reservado en Ostería Da Francesco, restorán que nos depara una pequeña crisis. Sucede en las mejores familias: acostumbradas a una manera de hacer las cosas, les resulta de pronto difícil amoldarse a nuevos miembros, rutinas; es cierto que en nuestro caso son ya cuatro los años de relación, pero también que son muchos más los previos y que éste es sólo nuestro segundo viaje. Como sugerí la víspera, Bego es vegetariana. A pesar de lo que cabría esperar, no hemos encontrado hasta ahora en Roma una oferta decente al respecto, ni siquiera una buena pasta herbívora más allá del taxativo cacio e pepe, y la de hoy es ciertamente para llorar: el menú apenas si cuenta con unas alcachofas, que resultan en todo caso un bocado quebradizo, polvoriento. No están nada buenas, y Bego encalla en una decepción comprensible. Como es lógico, el clima de la comida empeora sensiblemente, y yo me veo de pronto nadando entre dos aguas: entiendo a mis padres, pelín torpes pero que lo han hecho en todo caso con la mejor intención; y entiendo a Bego, cansada siempre de justificarse.

Pero bueno. Felizmente la tempestad se disipa y el día termina con normalidad, sin rencillas que lastren el resto del viaje. Por la tarde Bego y yo paseamos hasta el Trastévere, donde nos detenemos en una pequeña librería en la que busco sin éxito algo de poesía italiana: razono que, puestos a no entender el idioma, al menos apreciar su música. Como mi conocimiento, sin embargo, en este campo es pavorosamente limitado, y tampoco dispongo de paciencia para que me orienten, desisto luego de una ojeada superficial y salimos de allí con las manos vacías. Nos encontramos en la plaza de Santa María, donde se alza la basílica de Santa María del Trastévere, que visitamos. No me explayaré porque sucederá continuamente durante el viaje: cada esquina, cada sector minúsculo de Roma tiene su propio templo que corta el hipo; este no es menos, y lo disfrutamos también ampliamente.

Al salir se ha hecho tarde y el Trastévere nos envuelve en su luz dorada. Bego busca la estación más cercana en Google Maps: extrañamente, la brújula nos conduce hacia arriba, lejos del río y del meollo. Parece una trampa –sin duda así lo prefiguro cuando remontamos las avenidas solitarias; un barrio, por lo demás, residencial o universitario, tan peligroso como el de Metropolitano en Madrid– pero subimos de todos modos. Al cabo de quince o veinte minutos de ascenso y de cruzarnos con varios grupos de peregrinos en sentido contrario, caemos en la cuenta: es otra de las travesuras del transporte público romano: la misma posibilidad hay de que aparezca aquí un autobús de línea como Pavarotti cantando un aria. Emprendemos, pues, el descenso al Tíber, donde un uber-furgoneta –aquí son todos así, por alguna razón– nos devuelve al hotel.

Quién sabe si por remordimiento, o saludable iniciativa por avanzar la paz; o quizás sencillamente porque se muere de hambre, Bego se encarga de la reserva de esta noche. Se trata de una discreta trattoría junto a Estación Termini –hay en Roma, en Italia, una secreta arquitectura del restaurante; una jerarquía, digamos, que pone en relación a las trattorías y osterías y de la cual desconocemos hasta el más nimio detalle–; en la puerta un tipo de mi edad, bien parecido y con pinta de mafioso iniciático; algo así como un Henry Hill MDLR, con anorak de North Face, nos abre paso y conduce con una sonrisa de reptil hasta nuestra mesa, en un rincón del salón principal. Pedimos: ensalada caprese al centro y después cada uno su cosa; en mi caso unas albóndigas corrientes con tomate –la saturación de pasta es ya alarmante– que no están mal; para el postre se trata de alguna especie de hojaldre –mi familia pide siempre postres individuales, cada uno el suyo como los príncipes; es algo a lo que no logro habituarme, por ejemplo, con mis amigos, aún después de largos años de cenas y guateques: a ellos les gusta el consenso democrático, las soluciones intermedias: tarta de queso, arroz con leche y natillas de la casa si hay; tres o cuatro unidades a lo sumo que habrá que repartirse como en aquella escena de Las habichuelas mágicas–.

Terminada la cena, la barriga caliente y llena, volvemos caminando al hotel, a descansar, que ya va llegando por hoy.

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