Roma. Un dietario. (26 de diciembre)

Susana pregunta al grupo –de latinos y españoles: somos un puñado de gallegos y malagueños, mexicanos y argentinos– si alguien conoce el nombre antiguo del Coliseo.

(puedes leer la entrega anterior aquí)

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Hoy se jubila el padre de Ángel, que le dedica esta romana pieza y desea un muy feliz ocio.

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26 de diciembre

Hoy visitamos el Coliseo, que resulta ligeramente decepcionante. A diferencia del Partenón, el Coliseo no se abarca de un vistazo, de modo que se amortigua ese puñetazo estético que en el primero es demoledor y te puede tirar de espaldas. El Coliseo es más bien un museo; un bocado seco, al ralentí, que se disfruta por partes. En nuestro caso, una amable guía peruana de nombre Susana y fan declarada de Javier Milei, luego de repartirnos una especie de radio con auricular portátil, nos conduce a través de los gigantescos arcos de entrada mientras nos cuenta su historia, y con él, la historia de Roma.

El Coliseo debe su nombre al coloso que Nerón mandó levantar en su entrada cuando trasladó ahí su residencia. Hoy desaparecido –fue fundido, como tantas cosas, para fabricar armamento– se dice tenía una altura de doce plantas, con lo que superaba incluso los muros del teatro. Miro hacia donde se supone debía estar, y lo veo: abrumador, imponente; las gaviotas anidan en él y los romanos en toga se caen de culo admirando sus pantorrillas. Es preciso, por otro lado, ser emperador para que erijan en tu honor un coloso; hoy podríamos hacerlo de un Ministro de Agricultura o de Fomento, o incluso de Pedro Sánchez, pero el impacto sería sin duda distinto –a Pedro en realidad bastará con votarle una o dos veces más para que lo construya él mismo, como parte quizá de la Agenda 2040 o 50–.

Mientras nos reponemos de tan irreparable pérdida, Susana pregunta al grupo –de latinos y españoles: somos un puñado de gallegos y malagueños, mexicanos y argentinos– si alguien conoce el nombre antiguo del Coliseo. En medio del silencio general, mi padre contesta al vuelo, con voz a la vez pudorosa y firme: Anfiteatro Flavio.

Se inicia en este punto una intensa pero cordial disputa que se extenderá durante toda la visita. Susana se defiende, sin embargo, admirablemente bien; conoce su área de estudio con precisión y la cuenta con ritmo y gracia. Mi padre asume, pues, más bien el rol del alumno aventajado: responde incisivo cuando se le pregunta: ¿emperador que llevó al imperio a su máxima extensión? Trajano; ¿iglesia más antigua de Roma? San Juan de Letrán.

En todo momento, mi padre porta un gesto de pueril satisfacción. Tiene la cara encendida; los ojos le brillan de entusiasmo y una sonrisa discreta le cuelga del labio. Es, exactamente, como un niño en un parque de atracciones. En el anillo central del Coliseo –previamente hemos accedido por un vomitorio igual al de Las Ventas de Madrid; Susana dispara información: los muros aguijoneados se deben al plomo de las juntas extraído para fabricar, de nuevo, armamento; se han encontrado en los yacimientos huesos de pollo, figuritas, que apuntan a que los romanos venían también aquí a pasar el día y comentar la jugada– confiesa: está encantado, disfrutando como nunca. Abriéndonos paso entre piaras de americanos, nos asomamos a la arena mientras Susana pellizca nuestra imaginación: bestias de todo tipo eran traídas desde los confines del imperio para los combates de gladiadores: osos, toros, rinocerontes, leones, panteras y perrazos grandes como caballos –los terribles molosos– se liaban a zarpazos con aquéllos para diversión del patricio medio; se armaba, en suma, un cristo de mil demonios, y los romanos lo pasaban fenomenal. Mirando al foso, me pregunto ahora si no podrían liberar aunque fuese una pantera, una sóla, pequeña, que espantase un poco al personal y nos dejase disfrutar en paz.

Dejamos el Coliseo, y pasando junto al Arco de Constantino llegamos al Foro Imperial. Previamente, sin embargo, debemos amontonarnos en la entrada con el conjunto de los turistas de Roma, que han decidido visitar el Foro justo a la vez que nosotros. Luego de apretujarnos durante unos quince minutos, entramos y a través de un sendero arcilloso flanqueado por cipreses que recuerda a aquél de Gladiator, llegamos a una terraza que ofrece una panorámica del conjunto. Susana enumera para nosotros templos e hitos varios: todo está incompleto y roto, pero entre su lección y una viñeta en perspectiva nos hacemos una idea. Están el Foro de Vespasiano y el de Augusto, o el Templo de Venus, de quien César decía era descendiente directo. Los Foros son, por lo visto, el mayor yacimiento arqueológico del mundo, y lo serían incluso más de no ser por la arteria urbana que sepulta buena parte de su estructura, que, con mayor o menor acierto, Mussolini ordenó construir en su momento para comunicar las dos partes de la ciudad. A continuación recorremos brevemente una de las alas del palacio de Nerón, donde sabemos, por ejemplo, fue abatido a flechazos San Sebastián, por negarse a renunciar al cristianismo –no en una sino en dos ocasiones: la primera se conoce les dio pena a los pretorianos encargados de tan punzante tarea, por lo que lo hirieron tan sólo superficialmente; la segunda ya tal–; y finalmente la visita termina junto al Foro de César, donde agradecemos a Susana su trabajo entusiasta y riguroso, y nos despedimos.

Por la tarde, Bego y yo paseamos por Roma mientras mis padres y mi hermano descansan en el hotel. Desde el taller de pizza del otro día caminamos hasta la Fontana de Trevi y de ahí a la plaza de San Silvestro. La Fontana no tiene nada de particular; es, por supuesto, un conjunto admirable, pero nada que justifique las montañas de turistas que se apechugan aquí a todas horas y no, literalmente, en cualquier otro rincón de esta bella ciudad. Es ya noche cerrada y pasamos junto al Panteón y las iglesias de San Ignacio y Santa María sobre Minerva, seguimos por el Teatro de Pompeyo y llegamos hasta el barrio judío. Poco después cruzamos el Tíber por la isla Tiberina y alcanzamos Trastévere –nombre latino que significa, exactamente, tras el Tevere o tras el Tíber–, donde tocamos tierra en el Bar Calisto.

La descripción del Bar Calisto en Google Maps lee así: “Cervezas italianas, amplia carta de bebidas y granizado de café con helado en un bar sencillo abierto en la década de 1960.” Es quizá un poco tarde y un poco invierno para un granizado de café, así que pedimos dos cervezas Peroni y nos sentamos en un banco de la plaza que envuelve el bar. En la plaza, o placita, que es más o menos así: un óvalo central cercado por una reja metálica, que se deshace en dos calles San Francesco a Ripa y San Cosimato; la sección lateral cortada por un cartel o fotografía feminista; suena reguetón desde la bici de lo que creo es un rider de Glovo. Los romanos y romanas se toman algo tranquilamente; son esos días naufragados entre Navidad y Nochevieja, me figuro que están todos ellos de vacaciones –habrá no pocos universitarios; quizá algún Erasmus rezagado– y que apuran sus primeros tragos. Los miramos, los examinamos brevemente: lo cierto es que las romanas no me causan ningún entusiasmo; creo que es su nariz también como adoquinada, fenicia estilo Monica Vitti lo que no me convence: personalmente soy más del fenotipo Jacqueline Bisset. Bego me reconocerá más tarde que no ha encontrado estos días nada o casi del proverbial buen gusto o estilo italianos; lo hay, por supuesto –detecto hoy cierta gabardina, ciertos tenis o pantalones que me inquietan– pero no es para tanto. Y me confirma: tampoco los romanos le causan ningún estupor.

Luego de vaciar esa y adicional ronda de Peronis, nos descolgamos por una calle que engancha con la vecina plaza de Santa María, sede de la iglesia que visitamos ayer. A las nueve hemos quedado todos a cenar en la Ostería del Roody, discreto restorán familiar que se hunde en un recodo al fondo del barrio. Llegamos: somos los primeros. Un tipo de mediana edad y sonrisa triste nos conduce a nuestra mesa, en el salón principal escondida tras un árbol de Navidad. No habla ni inglés ni español, pero nos apañamos. Voy al baño a hacer un pis y embolsar algún pensamiento –estos días van así: escribo por fascículos, a escondidas: en la cama antes de dormir, después de desayunar; en el váter y en los museos, autobuses, trenes– donde me recibe un señor viejo y descolorido con cara de arpía sorbiendo un vino: pintura un tanto tenebrosa que da a la estancia, no obstante, un punto elegante.

Cuando vuelvo mi hermano y mis padres han llegado. El señor de sonrisa triste reaparece con la carta, nos comenta además varios platos especiales que no registramos y nos deja pensando. A los dos minutos regresa, pregunta si ya sabemos – pero lo cierto es que no sabemos todavía porque seguimos descifrando la carta. Es algo habitual en los restaurantes romanos: todo el mundo tiene prisa por atender y servirte; a menudo siento que he pedido a ciegas y no sé qué va a escupir la cocina. Por otro lado, lección tardía: cíñete a la pasta. En Roma hay dos o tres platos míticos de pasta que te ponen a bailar: cacio e pepe, carbonara, amatriciana. Ya puede uno perderse en el arrabal más sórdido e infecto de la ciudad que no defraudan. Excepcionalmente, habrá sitios que cocinen desviaciones gratas, pero entran ya en el terreno de lo probable, la apuesta: hoy pido unos tallarines con liebre que no están mal, por ejemplo, pero son pelín insípidos. Carne y pescado: peligro. Del primero se encuentran guisos y estofados decentes, bistecs sabrosos, y luego las albóndigas a la romana, que no son sino las albóndigas con tomate de toda la vida. El segundo no existe. Aparte de la variedad ciertamente amplia de Nochebuena, el pescado está desterrado de las cartas romanas: no se lo huele o ve coletear por ningún lado, ni siquiera en el río. Resulta extraño en una ciudad tan próxima a la costa, pero así es: los menús cuentan con tres secciones, antipasti, primer y segundo plato –por lo general alternativos; no conviene pedir ambos si no se quiere acabar como el sketch de El sentido de la vida– y una cuarta de guarnición o acompañantes, además del dulce. En la primera habitan las parmigianas, el provolone o la alcachofa; la segunda es territorio del fettuccine y la tercera de escalopes y osobucos. En ninguna de ellas el peixe comparece. Es, por supuesto, posible que nos hayan estafado; que las recomendaciones fueran torpes o imprecisas y no hayamos olido los buenos restoranes, los de la lubina mesozoica o el congrio atlántico. Pero es raro: llevamos aquí ya tres-cuatro días y ni rastro; aún sin ir teledirigido en Madrid tropiezas con alguno, a la fuerza.

Finalmente pedimos postres, chupitos. Bego se atreve con un limoncello que echa chispas: esperaba un néctar azucarado, amable, pero le sirven un calambre. Traen la cuenta, pagamos –mis padres– y volvemos al hotel. Quedan tres días.

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Roma. Un dietario. (26 de diciembre)

Susana pregunta al grupo –de latinos y españoles: somos un puñado de gallegos y malagueños, mexicanos y argentinos– si alguien conoce el nombre antiguo del Coliseo.

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Hoy se jubila el padre de Ángel, que le dedica esta romana pieza y desea un muy feliz ocio.

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26 de diciembre

Hoy visitamos el Coliseo, que resulta ligeramente decepcionante. A diferencia del Partenón, el Coliseo no se abarca de un vistazo, de modo que se amortigua ese puñetazo estético que en el primero es demoledor y te puede tirar de espaldas. El Coliseo es más bien un museo; un bocado seco, al ralentí, que se disfruta por partes. En nuestro caso, una amable guía peruana de nombre Susana y fan declarada de Javier Milei, luego de repartirnos una especie de radio con auricular portátil, nos conduce a través de los gigantescos arcos de entrada mientras nos cuenta su historia, y con él, la historia de Roma.

El Coliseo debe su nombre al coloso que Nerón mandó levantar en su entrada cuando trasladó ahí su residencia. Hoy desaparecido –fue fundido, como tantas cosas, para fabricar armamento– se dice tenía una altura de doce plantas, con lo que superaba incluso los muros del teatro. Miro hacia donde se supone debía estar, y lo veo: abrumador, imponente; las gaviotas anidan en él y los romanos en toga se caen de culo admirando sus pantorrillas. Es preciso, por otro lado, ser emperador para que erijan en tu honor un coloso; hoy podríamos hacerlo de un Ministro de Agricultura o de Fomento, o incluso de Pedro Sánchez, pero el impacto sería sin duda distinto –a Pedro en realidad bastará con votarle una o dos veces más para que lo construya él mismo, como parte quizá de la Agenda 2040 o 50–.

Mientras nos reponemos de tan irreparable pérdida, Susana pregunta al grupo –de latinos y españoles: somos un puñado de gallegos y malagueños, mexicanos y argentinos– si alguien conoce el nombre antiguo del Coliseo. En medio del silencio general, mi padre contesta al vuelo, con voz a la vez pudorosa y firme: Anfiteatro Flavio.

Se inicia en este punto una intensa pero cordial disputa que se extenderá durante toda la visita. Susana se defiende, sin embargo, admirablemente bien; conoce su área de estudio con precisión y la cuenta con ritmo y gracia. Mi padre asume, pues, más bien el rol del alumno aventajado: responde incisivo cuando se le pregunta: ¿emperador que llevó al imperio a su máxima extensión? Trajano; ¿iglesia más antigua de Roma? San Juan de Letrán.

En todo momento, mi padre porta un gesto de pueril satisfacción. Tiene la cara encendida; los ojos le brillan de entusiasmo y una sonrisa discreta le cuelga del labio. Es, exactamente, como un niño en un parque de atracciones. En el anillo central del Coliseo –previamente hemos accedido por un vomitorio igual al de Las Ventas de Madrid; Susana dispara información: los muros aguijoneados se deben al plomo de las juntas extraído para fabricar, de nuevo, armamento; se han encontrado en los yacimientos huesos de pollo, figuritas, que apuntan a que los romanos venían también aquí a pasar el día y comentar la jugada– confiesa: está encantado, disfrutando como nunca. Abriéndonos paso entre piaras de americanos, nos asomamos a la arena mientras Susana pellizca nuestra imaginación: bestias de todo tipo eran traídas desde los confines del imperio para los combates de gladiadores: osos, toros, rinocerontes, leones, panteras y perrazos grandes como caballos –los terribles molosos– se liaban a zarpazos con aquéllos para diversión del patricio medio; se armaba, en suma, un cristo de mil demonios, y los romanos lo pasaban fenomenal. Mirando al foso, me pregunto ahora si no podrían liberar aunque fuese una pantera, una sóla, pequeña, que espantase un poco al personal y nos dejase disfrutar en paz.

Dejamos el Coliseo, y pasando junto al Arco de Constantino llegamos al Foro Imperial. Previamente, sin embargo, debemos amontonarnos en la entrada con el conjunto de los turistas de Roma, que han decidido visitar el Foro justo a la vez que nosotros. Luego de apretujarnos durante unos quince minutos, entramos y a través de un sendero arcilloso flanqueado por cipreses que recuerda a aquél de Gladiator, llegamos a una terraza que ofrece una panorámica del conjunto. Susana enumera para nosotros templos e hitos varios: todo está incompleto y roto, pero entre su lección y una viñeta en perspectiva nos hacemos una idea. Están el Foro de Vespasiano y el de Augusto, o el Templo de Venus, de quien César decía era descendiente directo. Los Foros son, por lo visto, el mayor yacimiento arqueológico del mundo, y lo serían incluso más de no ser por la arteria urbana que sepulta buena parte de su estructura, que, con mayor o menor acierto, Mussolini ordenó construir en su momento para comunicar las dos partes de la ciudad. A continuación recorremos brevemente una de las alas del palacio de Nerón, donde sabemos, por ejemplo, fue abatido a flechazos San Sebastián, por negarse a renunciar al cristianismo –no en una sino en dos ocasiones: la primera se conoce les dio pena a los pretorianos encargados de tan punzante tarea, por lo que lo hirieron tan sólo superficialmente; la segunda ya tal–; y finalmente la visita termina junto al Foro de César, donde agradecemos a Susana su trabajo entusiasta y riguroso, y nos despedimos.

Por la tarde, Bego y yo paseamos por Roma mientras mis padres y mi hermano descansan en el hotel. Desde el taller de pizza del otro día caminamos hasta la Fontana de Trevi y de ahí a la plaza de San Silvestro. La Fontana no tiene nada de particular; es, por supuesto, un conjunto admirable, pero nada que justifique las montañas de turistas que se apechugan aquí a todas horas y no, literalmente, en cualquier otro rincón de esta bella ciudad. Es ya noche cerrada y pasamos junto al Panteón y las iglesias de San Ignacio y Santa María sobre Minerva, seguimos por el Teatro de Pompeyo y llegamos hasta el barrio judío. Poco después cruzamos el Tíber por la isla Tiberina y alcanzamos Trastévere –nombre latino que significa, exactamente, tras el Tevere o tras el Tíber–, donde tocamos tierra en el Bar Calisto.

La descripción del Bar Calisto en Google Maps lee así: “Cervezas italianas, amplia carta de bebidas y granizado de café con helado en un bar sencillo abierto en la década de 1960.” Es quizá un poco tarde y un poco invierno para un granizado de café, así que pedimos dos cervezas Peroni y nos sentamos en un banco de la plaza que envuelve el bar. En la plaza, o placita, que es más o menos así: un óvalo central cercado por una reja metálica, que se deshace en dos calles San Francesco a Ripa y San Cosimato; la sección lateral cortada por un cartel o fotografía feminista; suena reguetón desde la bici de lo que creo es un rider de Glovo. Los romanos y romanas se toman algo tranquilamente; son esos días naufragados entre Navidad y Nochevieja, me figuro que están todos ellos de vacaciones –habrá no pocos universitarios; quizá algún Erasmus rezagado– y que apuran sus primeros tragos. Los miramos, los examinamos brevemente: lo cierto es que las romanas no me causan ningún entusiasmo; creo que es su nariz también como adoquinada, fenicia estilo Monica Vitti lo que no me convence: personalmente soy más del fenotipo Jacqueline Bisset. Bego me reconocerá más tarde que no ha encontrado estos días nada o casi del proverbial buen gusto o estilo italianos; lo hay, por supuesto –detecto hoy cierta gabardina, ciertos tenis o pantalones que me inquietan– pero no es para tanto. Y me confirma: tampoco los romanos le causan ningún estupor.

Luego de vaciar esa y adicional ronda de Peronis, nos descolgamos por una calle que engancha con la vecina plaza de Santa María, sede de la iglesia que visitamos ayer. A las nueve hemos quedado todos a cenar en la Ostería del Roody, discreto restorán familiar que se hunde en un recodo al fondo del barrio. Llegamos: somos los primeros. Un tipo de mediana edad y sonrisa triste nos conduce a nuestra mesa, en el salón principal escondida tras un árbol de Navidad. No habla ni inglés ni español, pero nos apañamos. Voy al baño a hacer un pis y embolsar algún pensamiento –estos días van así: escribo por fascículos, a escondidas: en la cama antes de dormir, después de desayunar; en el váter y en los museos, autobuses, trenes– donde me recibe un señor viejo y descolorido con cara de arpía sorbiendo un vino: pintura un tanto tenebrosa que da a la estancia, no obstante, un punto elegante.

Cuando vuelvo mi hermano y mis padres han llegado. El señor de sonrisa triste reaparece con la carta, nos comenta además varios platos especiales que no registramos y nos deja pensando. A los dos minutos regresa, pregunta si ya sabemos – pero lo cierto es que no sabemos todavía porque seguimos descifrando la carta. Es algo habitual en los restaurantes romanos: todo el mundo tiene prisa por atender y servirte; a menudo siento que he pedido a ciegas y no sé qué va a escupir la cocina. Por otro lado, lección tardía: cíñete a la pasta. En Roma hay dos o tres platos míticos de pasta que te ponen a bailar: cacio e pepe, carbonara, amatriciana. Ya puede uno perderse en el arrabal más sórdido e infecto de la ciudad que no defraudan. Excepcionalmente, habrá sitios que cocinen desviaciones gratas, pero entran ya en el terreno de lo probable, la apuesta: hoy pido unos tallarines con liebre que no están mal, por ejemplo, pero son pelín insípidos. Carne y pescado: peligro. Del primero se encuentran guisos y estofados decentes, bistecs sabrosos, y luego las albóndigas a la romana, que no son sino las albóndigas con tomate de toda la vida. El segundo no existe. Aparte de la variedad ciertamente amplia de Nochebuena, el pescado está desterrado de las cartas romanas: no se lo huele o ve coletear por ningún lado, ni siquiera en el río. Resulta extraño en una ciudad tan próxima a la costa, pero así es: los menús cuentan con tres secciones, antipasti, primer y segundo plato –por lo general alternativos; no conviene pedir ambos si no se quiere acabar como el sketch de El sentido de la vida– y una cuarta de guarnición o acompañantes, además del dulce. En la primera habitan las parmigianas, el provolone o la alcachofa; la segunda es territorio del fettuccine y la tercera de escalopes y osobucos. En ninguna de ellas el peixe comparece. Es, por supuesto, posible que nos hayan estafado; que las recomendaciones fueran torpes o imprecisas y no hayamos olido los buenos restoranes, los de la lubina mesozoica o el congrio atlántico. Pero es raro: llevamos aquí ya tres-cuatro días y ni rastro; aún sin ir teledirigido en Madrid tropiezas con alguno, a la fuerza.

Finalmente pedimos postres, chupitos. Bego se atreve con un limoncello que echa chispas: esperaba un néctar azucarado, amable, pero le sirven un calambre. Traen la cuenta, pagamos –mis padres– y volvemos al hotel. Quedan tres días.

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