Roma. Un dietario. (27 de diciembre)

Entro a la Capilla Sixtina.

(Esta es la cuarta parte del dietario romano. Puedes leer el episodio anterior aquí.)

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27 de diciembre


Hoy visitamos por fin El Vaticano y nos pegamos un madrugón bien católico. 7:15 en pie, a la ducha y bajando a desayunar para enfundarnos un espresso doble y una napolitana, que el uber espera ya en la puerta. A las 10 estamos en Lolita, mercería que hace esquina y punto de encuentro con nuestra guía de hoy: Laura, italiana amable y teatral que viste medias color púrpura y habla un español salpimentado, rumbero. Me recuerda a un arlequín. Laura nos conduce a través de una amplia avenida hasta la sección lateral de la muralla vaticana; un río de turistas hace cola y espera su turno para comprar la entrada, pero nosotros ya la tenemos. En la muralla, una bella escultura señala a los culpables de los prodigios que vamos a encontrar: Miguel Ángel, representado como un anciano forzudo cargado de barbas; y Rafael, una especie de Jesucristo sexy también admirablemente esculpido. Entramos al lobby del museo vaticano, que sirve además de frontera con la República Italiana, y luego de un sencillo control que haría enrojecer de vergüenza a los aeropuertos de medio mundo, el personal de sala nos otorga el pinganillo –esta vez el auricular incorpora ya la radio: solución práctica pero incómoda– y estamos listos para la visita. La afluencia desbordante de turistas anticipa un recorrido árido, difícil, así que nos armamos de paciencia y descendemos sobre una azotea que domina la perspectiva: la cúpula de San Pedro brota inmensa sobre una alfombra de cipreses, como un pequeño aperitivo de lo que está por venir.

Laura nos cuenta el martirio del apóstol: crucificado bocabajo –porque la crucifixión de toda la vida era por supuesto insuficiente– fue después enterrado en la colina que da nombre al distrito-estado: la Vaticana. Más tarde, cuando el cristianismo fue elevado a religión oficial por Constantino, éste mandaría construir sobre el sitio de su tumba la antigua basílica (‘sobre esta piedra edificaré mi Iglesia’) que sería revestida en los siglos XVI y XVII con la hermosa coraza que conocemos hoy. Sobre ello, sin embargo, pronto soplaron vientos de duda: como siempre en estos casos, con el tiempo la sospecha de que había gato encerrado; de que el mito le había robado el guante a la historia fue extendiéndose, de modo que, a mediados del siglo XX, algunas de sus mentes más afiladas se pusieron manos a la obra: la tumba fue exhumada y sometida a la prueba del carbono 14, que reveló que los restos pertenecían en efecto a un hombre de edad y características compatibles con las de San Pedro. Pero fue el siguiente detalle lo que les convenció: al cuerpo le faltaban los pies; como era, por lo visto, habitual que al desclavar a las víctimas de la cruz el pinrel les quedase colgando, dieron el asunto por zanjado.

A la fe cristiana, de todos modos, poco le iba a importar que el cuerpo allí enterrado fuese el de San Pedro o el de un primo suyo; echando un vistazo alrededor, a la masa prolífera de fieles: europeos, latinos, americanos, indios, asiáticos… queda claro que el mito basta. Pasamos a continuación a un amplio patio interior, uno de cuyos lados luce una piña grande como un armario sobre las esculturas de dos leones y una cita de Dante tallada en el mármol: es de La divina comedia y hace referencia a la piña en cuestión, que por lo visto es muy famosa. Luego de admirar una pieza giratoria que recuerda a la colisión de dos planetas –y a esta colisión, concretamente– y que debemos a un escultor llamado Arnaldo Pomodoro, avanzamos por un pasillo amueblado con bustos de mogollón de cónsules y emperadores romanos y emergemos a un discreto claustro con una bella fontana en el centro.

Sacudiéndonos enjambres de orientales, como les llama nuestra guía Laura, en un recodo del claustro nos llegamos hasta la escultura de Laocoonte, sacerdote troyano que en el siglo XII o XIII a.C. trató de advertir a sus paisanos sobre cierto sospechoso corcel de madera y fue a cambio obsequiado con serpientes por Atenea, quien por lo demás era la diosa griega de la justicia. La escultura muestra el momento en que Laocoonte y sus dos hijos son atacados por el reptil: no hay un músculo fuera de sitio; la expresión de dolor y agonía del sacerdote es espantosa, y la sensación de desorden cinético da ganas de ayudarles.

Es un tópico: por todas partes, las esculturas que admiramos parecen a punto de cobrar vida. Es como si el artista hubiese en efecto capturado a personas de verdad. Es un tópico pero no menos cierto, y mi hermano hace, en retrospectiva, días después, el siguiente juicio: la escultura clásica agota ya todas las posibilidades de su arte; no se puede superar lo hecho por un Fidias o un Mirón hace siglos, con lo que los escultores de hoy deben cambiar el esquema. No sale de su asombro: si bien otras disciplinas, como la literatura o la pintura, tendrían que esperar aún largo tiempo por sus Shakespeare o sus Caravaggio, la escultura presenta ya en épocas muy tempranas muestras de un ciclo terminado, completo: se estima, por ejemplo, que el grupo de Laocoonte tiene cerca de dos mil años.

El resto de la visita tampoco está nada mal: circulamos por un largo pasillo adornado con tapices de mapas del siglo XVI –anteriores, por tanto, a Google Maps–, obra de intrépidos cartógrafos; recorremos vastos salones llenos de reliquias de emperadores como Calígula o Nerón: el segundo tenía por lo visto una bañera grande como un funicular tallada en pórfido, extraño y bello mármol color cereza del norte de Egipto, hoy agotado; y contemplamos también la Escuela de Atenas, el enorme fresco de Rafael: Platón y Aristóteles descienden provocadores los peldaños del templo entre la crema de la crema de los filósofos clásicos: Diógenes de Sinope por los suelos concibiendo maldades, y también Jenofonte, Sócrates o Hipatia de Alejandría.

Finalmente, después de mucha vuelta llegamos a una galería estrecha y una escalera que conduce a uno de los platos fuertes de la visita: la Capilla Sixtina. Ya la gente está como nerviosa; los orientales vuelan a izquierda y derecha desenvainando teléfonos y bastones selfie y Laura anuncia la pausa para hacer pis. Yo me quedo atrás: he visto por el canto del ojo el Estudio para el Papa II de Bacon y quiero revisarlo; también hay varios puñados de Picassos y Dalís, pero nadie presta a uno u otros la menor atención. Me desgajo de la columna de turistas y me acerco al cuadro: es frío, desapacible – da la sensación de estar suspendido en el vacío universal. Un brochazo deshace su rostro, igual que si un pensamiento terrible se abriese paso malignamente. Apenas si tengo tiempo de leer la viñeta cuando una ventisca en el pinganillo me advierte de que el grupo se aleja. Corro. Alcanzo la escalera donde acampan los orientales pero no hay rastro de mi familia, de Bego; en este punto Laura me intercepta y casi agarra por el pescuezo para decirme que me apure, que soy el último.

Entro a la Capilla Sixtina. La primera impresión es que está oscuro y lleno de gente, como el Club Malasaña. Desde una especie de entarimado que domina el salón veo a Bego, que me espera y hace señas con el brazo. Guardias de seguridad vociferan instrucciones en varios idiomas –español, italiano e inglés, como nosotros– al corral de humanidad que se agita frente a ellos. Miro hacia arriba: los veo. Dos dedos índice que se aproximan o alejan para siempre, asintóticos, en medio de un vendaval de escenas del Génesis. Es fascinante pensar en cómo Miguel Ángel pudo pintar estas cosas; nos lo han, de hecho, explicado al principio de la visita, nos han enseñado un croquis: el artista literalmente doblado sobre un andamio, muñeca izquierda a la cintura como Beyoncé y mano derecha al cielo enpuñando el pincel; el cuello acalambrado de tortícolis.

La conmoción sería, supongo, profunda de no estar completamente desbordado por la gente. Laura nos ha dicho antes de entrar que disponemos de quince (15) minutos, ni uno más, para ver la Capilla, y debemos hacerlo al mismo tiempo que todos los turistas de Europa. Es ciertamente incómodo; el lugar pierde todo su encanto y resulta una tremenda decepción. Mis padres, mi hermano y Bego coinciden: habría que restringir el acceso; personalmente no me importaría incluso quedarme fuera con tal de que un visitante, uno, lo disfrutase en condiciones, quizás alguien de talento que nos lo pudiese después trasladar al resto. Sería mucho mejor que lo que acabamos de hacer, en cualquier caso.

Ya está. Hemos visto la Capilla y ahora llega lo bueno, eso a lo que habíamos venido y se anunciaba al principio: San Pedro. Salimos a la plaza en un mediodía nublado, iridiscente –el tiempo ha sido así toda la semana: otoñal; de un frío amable que se mantiene fácilmente a raya– y de nuevo observamos entre la columnata a lenguas de turistas que esperan para entrar. Laura nos abandona en este punto; se va caminando, aunque podría hacerlo cantando o bailando. Yo estoy más que listo. Estos días previos han sido de entrenamiento y ya sé dónde poner los ojos, la emoción; ya sé lo que es un bajorrelieve y un baldaquino, o enumerar más o menos las secciones del templo; también que hay que santiguarse, o arrodillarse si se atraviesa la nave central.

Todo lo antedicho sobre las iglesias en Roma se aplica, naturalmente, también a San Pedro. Al entrar, sin embargo, uno no capta del todo sus dimensiones. Sí, el artesonado espía como una legión dorada entre las naves; el baldaquino lo examina a uno desde el ábside, como el guardián de una tierra extraña. Pero no es hasta encontrarse en su centro, en la misma intersección de la basílica que uno toma conciencia de su grandiosidad desmesurada. Reviso ahora mis vídeos del momento y no me sirven. Es perfecta: jamás he visto nada que se aproxime más a lo que debe ser el ideal de unidad, belleza, verdad. Si lo divino existe ha de ser esto: un acorde; una frecuencia estética que se sintoniza para amarrarse en el presente y entrar a una contemplación pura, serena, libre de todo ruido o interferencia. La naturaleza y el ser humano han inventado para ello recursos diversos: los mantras o técnicas de respiración: el anapanasati, el om; la oración cristiana y el rezo musulmán; ciertos paisajes o estructuras; la explosión nuclear; algunas drogas. La escritura, también, cuando las frases se tienden solas y uno consigue trasladar exactamente lo que quiere decir; o en general el ejercicio tranquilo de cualquier disciplina. San Pedro es otro de ellos.

Camino por la nave lateral; he perdido a mis padres, mi hermano: cada uno hace su propio viaje. Dejo atrás La Piedad y entro con Bego en una capilla accesoria que podría ser la primera catedral en cualquier ciudad del mundo: bañada por completo en oro, resplandece sutilmente mientras fieles de todas partes –una familia india y una sudamericana, algún alemán o escandinavo y monjas varias– rezan en un silencio respetuoso, monástico. De nuevo, ante el rigor y belleza de la capilla la emoción me inmoviliza. No rezo porque no sé o no me acuerdo; simplemente espero y miro, pienso, lo cual no es quizás muy distinto. Salimos minutos después, Bego también pasea por su cuenta y a los pies del inmenso baldaquino yo caigo en la contemplación descrita. Verificamos a continuación diversas obras, que brotan como hongos en cada esquina: un fresco caleidoscópico que se abre bajo uno de los arcos, una escultura que muestra la carga de una legión de ángeles; un prodigio aquí, un prodigio allá. Lo que más me llama la atención, sin embargo, es lo siguiente: en una de las naves laterales, bajo la figura de un Papa sentado a su trono, un esqueleto alado de unos dos o tres metros de altura alza el vuelo a través de una alfombra o tapete. Agarra con su mano izquierda la bola del mundo, y con la derecha, que adelanta para destapar la alfombra, un reloj de arena. Es el memento mori, me figuro; la muerte universal que nos aguarda a todos, sin importar la categoría o influencia. San Pedro está, por lo demás, cargada con las tumbas de los Papas de todos los siglos, hombres importantes que en su tiempo eran quizás el centro del orbe, pero que yacen hoy pequeños, anónimos. Los hombres, en fin, morimos;, pero San Pedro permanece.

Terminada la visita, nos reunimos todos en el pórtico y comentamos: mi padre alucina; confirma mis impresiones. Consulto días después con amigos que también han visitado la Basílica: todos coinciden – se trata, pues, de un sentimiento global, humano; a escala de especie. Mientras mi hermano busca un restaurante para comer, mi madre pide fotos: lleva pidiendo fotos todo el viaje, que le concedemos sólo excepcionalmente. Nosotros, claro, que somos unos cínicos y modernos del carajo, no entendemos las fotos sino en su versión despreocupada, irónica; no se pueden subir a Instagram determinadas cosas, a toda la familia posando frente a la Basílica, por ejemplo, como si en el fondo nos quisiéramos y lo estuviéramos pasando hasta bien. Es inconcebible; nuestra legión de seguidores sufriría una terrible decepción.

Sacamos, en cualquier caso, la foto y llegamos hasta un restaurante muy limpio y vacío allende los muros del Vaticano. La esquina da justo a la Sala Pablo VI, estructura con forma de lasaña que acoge la Audiencia General de los miércoles, lo que quiera que eso sea. Nos sentamos y comemos, a pesar de todo, bastante bien, tras lo cual mis padres y hermano vuelven al hotel y yo me quedo con Bego para patear las romanas calzadas. Surcamos un rato la órbita de San Pedro, entramos a una especie de todo a 100 o lo que en España diríamos gruesamente chino, regentado no obstante por indios y lleno de figuras de Cristo y La virgen, como en algo de los Javis; escalamos después hasta el río y en algún punto creo que vemos también la Boca de la Verdad, medalla de piedra con cara de viejo ancestral y terrible que les muerde a los mentirosos las manos.

Se hace de noche, es tarde y una luna gorda como un rodaballo vierte su luz dorada sobre el Tíber. Estamos cansados, así que cogemos el autobús junto a la Plaza Navona –empezamos a pillarle el truco: lo decía el día 2 de cachondeo, pero de hecho hay que esperar en cualquier marquesina a que una línea cualquiera lo deje a uno en su destino– que nos lleva a nuestro barrio, trapecio en el costado de estación Termini. Entramos a varias tiendas: de vinilos; una librería: en ella me hago con una edición del Gatopardo de Lampedusa de 1958, tapa dura y encuadernado por la casa Feltrinelli; paseamos un poco más y terminamos en Enoteca, bar de moda en la calle Machiavelli que parte en dos la de nuestro hotel.

Ahí pedimos vino, espumoso, dos copas de Prosecco o similar. Son ocho euros pero están bien cargadas. A ellas siguen otras dos, otras dos y otras dos, mientras hablamos de sueños y esperanzas; decepciones familiares: corrijo a Tolstói: las familias infelices se parecen: todas acaban peleadas por la herencia. Vaciado el espumoso pagamos con un ciego chispeante y volvemos al hotel. Mañana ponemos rumbo a Florencia, y hay que madrugar.

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(podéis leer la última entrega de Roma aquí)

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Hoy visitamos por fin El Vaticano y nos pegamos un madrugón bien católico. 7:15 en pie, a la ducha y bajando a desayunar para enfundarnos un espresso doble y una napolitana, que el uber espera ya en la puerta. A las 10 estamos en Lolita, mercería que hace esquina y punto de encuentro con nuestra guía de hoy: Laura, italiana amable y teatral que viste medias color púrpura y habla un español salpimentado, rumbero. Me recuerda a un arlequín. Laura nos conduce a través de una amplia avenida hasta la sección lateral de la muralla vaticana; un río de turistas hace cola y espera su turno para comprar la entrada, pero nosotros ya la tenemos. En la muralla, una bella escultura señala a los culpables de los prodigios que vamos a encontrar: Miguel Ángel, representado como un anciano forzudo cargado de barbas; y Rafael, una especie de Jesucristo sexy también admirablemente esculpido. Entramos al lobby del museo vaticano, que sirve además de frontera con la República Italiana, y luego de un sencillo control que haría enrojecer de vergüenza a los aeropuertos de medio mundo, el personal de sala nos otorga el pinganillo –esta vez el auricular incorpora ya la radio: solución práctica pero incómoda– y estamos listos para la visita. La afluencia desbordante de turistas anticipa un recorrido árido, difícil, así que nos armamos de paciencia y descendemos sobre una azotea que domina la perspectiva: la cúpula de San Pedro brota inmensa sobre una alfombra de cipreses, como un pequeño aperitivo de lo que está por venir.

Laura nos cuenta el martirio del apóstol: crucificado bocabajo –porque la crucifixión de toda la vida era por supuesto insuficiente– fue después enterrado en la colina que da nombre al distrito-estado: la Vaticana. Más tarde, cuando el cristianismo fue elevado a religión oficial por Constantino, éste mandaría construir sobre el sitio de su tumba la antigua basílica (‘sobre esta piedra edificaré mi Iglesia’) que sería revestida en los siglos XVI y XVII con la hermosa coraza que conocemos hoy. Sobre ello, sin embargo, pronto soplaron vientos de duda: como siempre en estos casos, con el tiempo la sospecha de que había gato encerrado; de que el mito le había robado el guante a la historia fue extendiéndose, de modo que, a mediados del siglo XX, algunas de sus mentes más afiladas se pusieron manos a la obra: la tumba fue exhumada y sometida a la prueba del carbono 14, que reveló que los restos pertenecían en efecto a un hombre de edad y características compatibles con las de San Pedro. Pero fue el siguiente detalle lo que les convenció: al cuerpo le faltaban los pies; como era, por lo visto, habitual que al desclavar a las víctimas de la cruz el pinrel les quedase colgando, dieron el asunto por zanjado.

A la fe cristiana, de todos modos, poco le iba a importar que el cuerpo allí enterrado fuese el de San Pedro o el de un primo suyo; echando un vistazo alrededor, a la masa prolífera de fieles: europeos, latinos, americanos, indios, asiáticos… queda claro que el mito basta. Pasamos a continuación a un amplio patio interior, uno de cuyos lados luce una piña grande como un armario sobre las esculturas de dos leones y una cita de Dante tallada en el mármol: es de La divina comedia y hace referencia a la piña en cuestión, que por lo visto es muy famosa. Luego de admirar una pieza giratoria que recuerda a la colisión de dos planetas –y a esta colisión, concretamente– y que debemos a un escultor llamado Arnaldo Pomodoro, avanzamos por un pasillo amueblado con bustos de mogollón de cónsules y emperadores romanos y emergemos a un discreto claustro con una bella fontana en el centro.

Sacudiéndonos enjambres de orientales, como les llama nuestra guía Laura, en un recodo del claustro nos llegamos hasta la escultura de Laocoonte, sacerdote troyano que en el siglo XII o XIII a.C. trató de advertir a sus paisanos sobre cierto sospechoso corcel de madera y fue a cambio obsequiado con serpientes por Atenea, quien por lo demás era la diosa griega de la justicia. La escultura muestra el momento en que Laocoonte y sus dos hijos son atacados por el reptil: no hay un músculo fuera de sitio; la expresión de dolor y agonía del sacerdote es espantosa, y la sensación de desorden cinético da ganas de ayudarles.

Es un tópico: por todas partes, las esculturas que admiramos parecen a punto de cobrar vida. Es como si el artista hubiese en efecto capturado a personas de verdad. Es un tópico pero no menos cierto, y mi hermano hace, en retrospectiva, días después, el siguiente juicio: la escultura clásica agota ya todas las posibilidades de su arte; no se puede superar lo hecho por un Fidias o un Mirón hace siglos, con lo que los escultores de hoy deben cambiar el esquema. No sale de su asombro: si bien otras disciplinas, como la literatura o la pintura, tendrían que esperar aún largo tiempo por sus Shakespeare o sus Caravaggio, la escultura presenta ya en épocas muy tempranas muestras de un ciclo terminado, completo: se estima, por ejemplo, que el grupo de Laocoonte tiene cerca de dos mil años.

El resto de la visita tampoco está nada mal: circulamos por un largo pasillo adornado con tapices de mapas del siglo XVI –anteriores, por tanto, a Google Maps–, obra de intrépidos cartógrafos; recorremos vastos salones llenos de reliquias de emperadores como Calígula o Nerón: el segundo tenía por lo visto una bañera grande como un funicular tallada en pórfido, extraño y bello mármol color cereza del norte de Egipto, hoy agotado; y contemplamos también la Escuela de Atenas, el enorme fresco de Rafael: Platón y Aristóteles descienden provocadores los peldaños del templo entre la crema de la crema de los filósofos clásicos: Diógenes de Sinope por los suelos concibiendo maldades, y también Jenofonte, Sócrates o Hipatia de Alejandría.

Finalmente, después de mucha vuelta llegamos a una galería estrecha y una escalera que conduce a uno de los platos fuertes de la visita: la Capilla Sixtina. Ya la gente está como nerviosa; los orientales vuelan a izquierda y derecha desenvainando teléfonos y bastones selfie y Laura anuncia la pausa para hacer pis. Yo me quedo atrás: he visto por el canto del ojo el Estudio para el Papa II de Bacon y quiero revisarlo; también hay varios puñados de Picassos y Dalís, pero nadie presta a uno u otros la menor atención. Me desgajo de la columna de turistas y me acerco al cuadro: es frío, desapacible – da la sensación de estar suspendido en el vacío universal. Un brochazo deshace su rostro, igual que si un pensamiento terrible se abriese paso malignamente. Apenas si tengo tiempo de leer la viñeta cuando una ventisca en el pinganillo me advierte de que el grupo se aleja. Corro. Alcanzo la escalera donde acampan los orientales pero no hay rastro de mi familia, de Bego; en este punto Laura me intercepta y casi agarra por el pescuezo para decirme que me apure, que soy el último.

Entro a la Capilla Sixtina. La primera impresión es que está oscuro y lleno de gente, como el Club Malasaña. Desde una especie de entarimado que domina el salón veo a Bego, que me espera y hace señas con el brazo. Guardias de seguridad vociferan instrucciones en varios idiomas –español, italiano e inglés, como nosotros– al corral de humanidad que se agita frente a ellos. Miro hacia arriba: los veo. Dos dedos índice que se aproximan o alejan para siempre, asintóticos, en medio de un vendaval de escenas del Génesis. Es fascinante pensar en cómo Miguel Ángel pudo pintar estas cosas; nos lo han, de hecho, explicado al principio de la visita, nos han enseñado un croquis: el artista literalmente doblado sobre un andamio, muñeca izquierda a la cintura como Beyoncé y mano derecha al cielo enpuñando el pincel; el cuello acalambrado de tortícolis.

La conmoción sería, supongo, profunda de no estar completamente desbordado por la gente. Laura nos ha dicho antes de entrar que disponemos de quince (15) minutos, ni uno más, para ver la Capilla, y debemos hacerlo al mismo tiempo que todos los turistas de Europa. Es ciertamente incómodo; el lugar pierde todo su encanto y resulta una tremenda decepción. Mis padres, mi hermano y Bego coinciden: habría que restringir el acceso; personalmente no me importaría incluso quedarme fuera con tal de que un visitante, uno, lo disfrutase en condiciones, quizás alguien de talento que nos lo pudiese después trasladar al resto. Sería mucho mejor que lo que acabamos de hacer, en cualquier caso.

Ya está. Hemos visto la Capilla y ahora llega lo bueno, eso a lo que habíamos venido y se anunciaba al principio: San Pedro. Salimos a la plaza en un mediodía nublado, iridiscente –el tiempo ha sido así toda la semana: otoñal; de un frío amable que se mantiene fácilmente a raya– y de nuevo observamos entre la columnata a lenguas de turistas que esperan para entrar. Laura nos abandona en este punto; se va caminando, aunque podría hacerlo cantando o bailando. Yo estoy más que listo. Estos días previos han sido de entrenamiento y ya sé dónde poner los ojos, la emoción; ya sé lo que es un bajorrelieve y un baldaquino, o enumerar más o menos las secciones del templo; también que hay que santiguarse, o arrodillarse si se atraviesa la nave central.

Todo lo antedicho sobre las iglesias en Roma se aplica, naturalmente, también a San Pedro. Al entrar, sin embargo, uno no capta del todo sus dimensiones. Sí, el artesonado espía como una legión dorada entre las naves; el baldaquino lo examina a uno desde el ábside, como el guardián de una tierra extraña. Pero no es hasta encontrarse en su centro, en la misma intersección de la basílica que uno toma conciencia de su grandiosidad desmesurada. Reviso ahora mis vídeos del momento y no me sirven. Es perfecta: jamás he visto nada que se aproxime más a lo que debe ser el ideal de unidad, belleza, verdad. Si lo divino existe ha de ser esto: un acorde; una frecuencia estética que se sintoniza para amarrarse en el presente y entrar a una contemplación pura, serena, libre de todo ruido o interferencia. La naturaleza y el ser humano han inventado para ello recursos diversos: los mantras o técnicas de respiración: el anapanasati, el om; la oración cristiana y el rezo musulmán; ciertos paisajes o estructuras; la explosión nuclear; algunas drogas. La escritura, también, cuando las frases se tienden solas y uno consigue trasladar exactamente lo que quiere decir; o en general el ejercicio tranquilo de cualquier disciplina. San Pedro es otro de ellos.

Camino por la nave lateral; he perdido a mis padres, mi hermano: cada uno hace su propio viaje. Dejo atrás La Piedad y entro con Bego en una capilla accesoria que podría ser la primera catedral en cualquier ciudad del mundo: bañada por completo en oro, resplandece sutilmente mientras fieles de todas partes –una familia india y una sudamericana, algún alemán o escandinavo y monjas varias– rezan en un silencio respetuoso, monástico. De nuevo, ante el rigor y belleza de la capilla la emoción me inmoviliza. No rezo porque no sé o no me acuerdo; simplemente espero y miro, pienso, lo cual no es quizás muy distinto. Salimos minutos después, Bego también pasea por su cuenta y a los pies del inmenso baldaquino yo caigo en la contemplación descrita. Verificamos a continuación diversas obras, que brotan como hongos en cada esquina: un fresco caleidoscópico que se abre bajo uno de los arcos, una escultura que muestra la carga de una legión de ángeles; un prodigio aquí, un prodigio allá. Lo que más me llama la atención, sin embargo, es lo siguiente: en una de las naves laterales, bajo la figura de un Papa sentado a su trono, un esqueleto alado de unos dos o tres metros de altura alza el vuelo a través de una alfombra o tapete. Agarra con su mano izquierda la bola del mundo, y con la derecha, que adelanta para destapar la alfombra, un reloj de arena. Es el memento mori, me figuro; la muerte universal que nos aguarda a todos, sin importar la categoría o influencia. San Pedro está, por lo demás, cargada con las tumbas de los Papas de todos los siglos, hombres importantes que en su tiempo eran quizás el centro del orbe, pero que yacen hoy pequeños, anónimos. Los hombres, en fin, morimos;, pero San Pedro permanece.

Terminada la visita, nos reunimos todos en el pórtico y comentamos: mi padre alucina; confirma mis impresiones. Consulto días después con amigos que también han visitado la Basílica: todos coinciden – se trata, pues, de un sentimiento global, humano; a escala de especie. Mientras mi hermano busca un restaurante para comer, mi madre pide fotos: lleva pidiendo fotos todo el viaje, que le concedemos sólo excepcionalmente. Nosotros, claro, que somos unos cínicos y modernos del carajo, no entendemos las fotos sino en su versión despreocupada, irónica; no se pueden subir a Instagram determinadas cosas, a toda la familia posando frente a la Basílica, por ejemplo, como si en el fondo nos quisiéramos y lo estuviéramos pasando hasta bien. Es inconcebible; nuestra legión de seguidores sufriría una terrible decepción.

Sacamos, en cualquier caso, la foto y llegamos hasta un restaurante muy limpio y vacío allende los muros del Vaticano. La esquina da justo a la Sala Pablo VI, estructura con forma de lasaña que acoge la Audiencia General de los miércoles, lo que quiera que eso sea. Nos sentamos y comemos, a pesar de todo, bastante bien, tras lo cual mis padres y hermano vuelven al hotel y yo me quedo con Bego para patear las romanas calzadas. Surcamos un rato la órbita de San Pedro, entramos a una especie de todo a 100 o lo que en España diríamos gruesamente chino, regentado no obstante por indios y lleno de figuras de Cristo y La virgen, como en algo de los Javis; escalamos después hasta el río y en algún punto creo que vemos también la Boca de la Verdad, medalla de piedra con cara de viejo ancestral y terrible que les muerde a los mentirosos las manos.

Se hace de noche, es tarde y una luna gorda como un rodaballo vierte su luz dorada sobre el Tíber. Estamos cansados, así que cogemos el autobús junto a la Plaza Navona –empezamos a pillarle el truco: lo decía el día 2 de cachondeo, pero de hecho hay que esperar en cualquier marquesina a que una línea cualquiera lo deje a uno en su destino– que nos lleva a nuestro barrio, trapecio en el costado de estación Termini. Entramos a varias tiendas: de vinilos; una librería: en ella me hago con una edición del Gatopardo de Lampedusa de 1958, tapa dura y encuadernado por la casa Feltrinelli; paseamos un poco más y terminamos en Enoteca, bar de moda en la calle Machiavelli que parte en dos la de nuestro hotel.

Ahí pedimos vino, espumoso, dos copas de Prosecco o similar. Son ocho euros pero están bien cargadas. A ellas siguen otras dos, otras dos y otras dos, mientras hablamos de sueños y esperanzas; decepciones familiares: corrijo a Tolstói: las familias infelices se parecen: todas acaban peleadas por la herencia. Vaciado el espumoso pagamos con un ciego chispeante y volvemos al hotel. Mañana ponemos rumbo a Florencia, y hay que madrugar.

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