Sobre la muerte o enfadarse por la leche del café

Si algo le ha faltado a mi vida, ha sido la épica. Nunca fui especialmente aventurero: lo más cerca que he estado de participar en una pelea ha sido rozar con mi mejilla el puño de un maleante; siempre me negaba a saltar al mar desde los sitios típicos de mi ciudad, porque me creí a pies juntillas la historia materna de aquel sobrino de alguien que se había quedado parapléjico. Siempre he sido un tibio, un registrador de la propiedad de la aventura y, por eso, atesoro con cariño mi momento más heroico: hace justo cinco años, estuve a punto de morir.

Hace unos días, aprovechando que era una de las pocas que no lo sabía, le conté a una amiga la historia de cómo un fin de semana en Tenerife se convirtió en una estancia de un mes en un hospital, previo paso por UCI y quirófano. Ella, muy impactada —qué gusto— me preguntó si esa experiencia me había cambiado y qué había aprendido. Tras cinco años, la respuesta es “nada”. O, como mucho, que me jode una barbaridad que la leche del café esté fría.

Admiramos a quien pasa por algo así porque creemos que sabe darle “importancia a lo importante”, no como nosotros, que tenemos ansiedad por el trabajo. A él, además, no le quita el sueño que una chica que le gusta pase de su cara, porque sabe bien que “un día estás preocupado por tonterías y al día siguiente todo eso ya no vale nada”. Como si hubiera trascendido la dimensión mortal y ridícula a la que nosotros estamos atados. La verdad, sin embargo, es que pasa un mes, y la chica y el curro siguen ahí. Y menos mal.

“Un hombre consciente de toda la muerte que lleva dentro fallecería en acto”, defiende Umbral en su “Diario de un escritor burgués”. O acabaría, por lo menos, cansadísimo: alguien te choca en el metro, pero no pasa nada porque estuviste a punto de diñarla. ¿La peor mesa del restaurante? No te olvides de la sosísima crema de verduras del hospital. El Real Madrid gana la Champions en una final ridícula, a tu equipo le deja sin play-off de ascenso un filial descendido, pero el fútbol no importa y además sobreviviste sin secuelas a algo realmente grave. Qué empacho de trascendencia y qué pereza andar por la vida con el barómetro de la gravedad. Me quedo con la inconsciencia.

Mi personaje favorito de La vida de Brian es el compañero de calabozo que le recrimina que es un enchufado del carcelero y Brian le dice, indignado, que el guardia le acaba de escupir en la cara. El tipo, colgado de la pared, le responde: “Lo que yo daría porque me escupiesen en la cara. Hay noches que las paso soñando que me escupen en la cara”. De esto va el oficio de vivir: de estar colgado de una celda roñosa, pero que lo que realmente te fastidie es que no te escupan en la cara. Y de quejarse, claro, porque Cioran tenía mucha razón cuando decía que no hay comparación posible en el sufrimiento.

Es buenísimo que lo peor de tu día sea que la leche de tu café esté fría. También que el fútbol te deje devastado a una semana de que se cumplan cinco años de que casi murieras. Yo, que he mirado a los ojos a la muerte —qué frase, macho, la tengo abandonada— ejerzo a diario una ceguera voluntaria sobre mi mortalidad, y llevo por bandera el derecho a la queja y la muy humana obcecación por el olvido de lo “importante”. Porque, como dice el cuento, y recogió para deleite de muchos tatuadores Milena Busquets, solo hay una verdad: que también esto pasará. La UCI, sus lecciones, el curro y aquella chica. Incluso Lo del Real Madrid, espero.

“Si pierdo la memoria, qué pureza” Pere Gimferrer

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