Rara y luminosa. Siempre está clavada tras el escritorio. Apoya sus manos en el asiento verde, esperando que el asiento la sostenga. No abandona el área asignada. Un metro cuadrado es suficiente para ella. Cuatro cuadrados de los que no sale, como bailando La Macarena. El suelo es la superficie sólida y estable sobre la que se apoyan los cuerpos. Lo pienso ahora: nunca he visto sus pies. Fantaseo con sus calcetines. Lana gruesa, de un tono gris o burdeos, con un patrón sutil de libros o plumas. Quizás con encajes o un bordado antiguo, como alguien que guarda recuerdos de otro siglo. También fantaseo con la idea de que carezca de pies. Se mantiene flotando, fantasmagórica, saliendo de una lámpara mágica. Decido creer esta última idea.
Abandono la clase y ella sigue postrada tras su escritorio. No se mueve porque, de moverse, descubriríamos que no tiene pies.
Imagino su casa con polvo en el aire. Un polvo atravesado por el sol. Sillas de curvas delicadas, estanterías repletas de volúmenes encuadernados en cuero y pergaminos amarillentos, cortinas raídas, vitrinas repletas de frascos, cajas de costura antiguas. El aire huele a hierbas secas y a un tenue rastro de incienso. Guardado con mimo, expuesto en un rincón especial, sobre un tocador antiguo de madera oscura: un balón. Cuero desgastado y costuras en tonos blanquecinos, es de la última Copa del Rey ganada por el Real Madrid.
Yo intuyo que su padre la llevaba al Bernabéu. Yo la imagino gritándole en su casa a Mbappé. Piropos bien dotados de lingüística. Fantaseando con Bellingham, por qué no. Luego, recolocándose el jersey, subido un poco por la emoción, dejando ver la curva tosca de su abdomen. Está sola en su salón. No bebe whisky porque el alcohol le hace perder los estribos. No fuma porque detesta el olor. Pero le gustaría. Sueña con permanecer borracha desde la madrugada hasta el desmayo, con un cigarro pegado a los labios siempre, provocándole esa voz ronca soñada con tesitura de soprano.
La imagino torpe, con movimientos tardíos, despuntada. Es una mujer de bus. Una mujer de bus como yo. La imagino en la parada de autobús temprana, por si acaso. Plantada ante la soledad de la calle. Respeta los turnos de subida y de bajada. Sabe las normas del bus. Le gusta que se cumplan. Saluda al autobusero y se marcha a un asiento individual donde nadie la moleste, donde pueda sentirse por un rato a solas, como si la llevase un chófer privado. Imagino que tiene gustos raros. Lo mismo escucha una balada antigua y casi olvidada que se entrega sin pudor a los ritmos vibrantes del reguetón más actual, encontrando en ambos un deleite inesperado, un placer secreto que solo ella comprende.
Oigo su voz leyendo a la Andrea de Carmen Laforet y me entran unas ganas terribles de llorar. Imagino sus amores. Sus pasiones. La veo subida a una bici, bien protegida: casco y rodilleras. Ha aprendido a vivir protegida. Creo que no tiene una buena relación con su madre. Creo que sólo la soporta. Imagino a una madre creyente, enfadada, burlesca. Mi profesora sueña con una madre de novela. Una madre tierna. Su padre tiene dolores de corazón. Le duele el mundo. Es tierno, frágil. Por lo menos, tuvo a quién parecerse.
Sufre de jaquecas. Le aterran. Pasea por el pasillo invocando a los demonios. Tiene rituales extraños: cree que si mete su cabeza en la ducha mientras suena Enrique Iglesias y empapa su cabeza con agua congelada se le irá el dolor.
Llena un cuenco con agua y vierte las lentejas dentro. Hoy hace día de comer lentejas. Recuerda a su estimada Angelina Gatell. En la sartén un hilo de aceite se calienta mientras canturrea aquellos versos:
Y mientras voy limpiando las lentejas,
veo a los que me amaron
Su delantal es cómico, alegre. Se mueve con los versos mientras olfatea la olla, cada vez más repleta, más sabrosa.
En su mesa sólo ella. Y es suficiente.
Te quedaron muy ricas, sueño con decirle. Comer de sus lentejas como si me la comiese a ella. Introducirla en mi estómago hasta entenderla.
Es una mujer sin fin.
La intuyo. Me duele. Deseo llamarla amiga, compañera, hermana.
El polvo sigue cayendo, y la luz no tiene piedad.