Todos hemos escuchado ese mantra que tanto se repite en la gastronomía: “Los tomates ya no saben como antes”. Y lo peor de todo es que es verdad, pero la culpa es nuestra que a la hora de elegir nos decantamos muchas veces por el mejor precio o aquellos que lucen impolutos, empaquetados y sin pizca de gusto. Los hay buenos, sólo hay que rascarse un poco el bolsillo y pisar más las fruterías y los mercados, que no todo sea ligar en Mercadona.
Sólo aquellos que lo han probado, que han vivido la experiencia, pueden comprender la sensación de coger de la huerta el fruto de la tomatera, arrancar ese sol candente y devorarlo a bocados con un poco de sal en escamas.
Trabajar la tierra, elegir la variedad y la planta en el vivero, planificar la zona donde va a ser plantada, el riego, su cuidado desde chiquitita y desposeída de fuerza al principio, pero que con el paso de los días, la lluvia y el sol uno ve como se yergue enhiesta y vital. Mancharse el calzado de tierra para acceder a recolectar los tomates es tiznarse de vida. Ese tomate rompiendo a madurar en la rama, sorteadas ya las inclemencias meteorológicas y las plagas, a punto de convertirse en el mayor de los placeres, es el ejemplo máximo de que lo sencillo está en lo más interno del placer. Levantarse de una sobremesa y ver como descansan al sol del alfeizar de la ventana mientras adquieren es rojo ternura que traspasa a la vista y se enclava en el gusto. Ese olor fresco y dulce que inunda la cocina y genera en nosotros un deseo tan salvaje y puro como el sexo.
Usando los tomates grandes, carnosos y robustos para ensaladas que bien valen un verano. Y los pequeños y dañados para gazpachos, refritos alegres, mermeladas y pistos con un toque de picante.
La maravilla del tomate y su sabor es mucho mayor cuando es uno el que ha trabajado con sus propias manos para que estén impartiendo felicidad desde el plato. La maravilla del tomate es mucho mayor cuando es propio y de la huerta.