Los demonios de Dostoyevski prefigura ya todo el asunto de Ucrania:
Rusia, según nos cuenta su autor, anda falta de dirección, de un Dios propiamente ruso. Entendemos aquí Dios no en el sentido clásico, cristiano, sino en el de la voluntad, la teleología del pueblo. A pesar de que sí, en efecto, mucho se discute en la novela acerca de la creencia en la divinidad, de suerte que es esta línea divisoria y esencial entre creyentes y no creyentes la que anima gran parte si no todo el argumento; no es la existencia en sí del Dios lo que se discute, sino las consecuencias de dicha existencia. Así, a un lado quedarían los revolucionarios, o nihilistas, que, al no creer en Dios, repudian por tanto los valores tradicionales y aún cualquier forma de costumbre, moral o prejuicio, como ellos lo llaman, por carecer de todo origen o fundamento –si Dios ha muerto, también han muerto sus valores–; y a otro, a quienes llamaremos conservadores, a falta de un término mejor, últimos representantes de aquella Rusia tradicional que han, sin embargo, maltratado sus instituciones y producido con ello una generación pusilánime, grotesca y envilecida incapaz ya de mirar al futuro y de hacer frente al inminente reemplazo. Ello queda perfectamente dibujado en la relación de dos de los personajes principales, Stepán Trofímovich, minúsculo y medroso literato casi incapaz de valerse por sí mismo; y su hijo, Piotr Stepánovich, a quien el primero ha descuidado toda su vida y que se presenta, de pronto, en sociedad como un torbellino; un tipo locuaz y vivaracho que no se arredra ante nadie y que viene, bajo falsas apariencias, a reventar el chiringuito. Frente a éste, los únicos contrapesos reales son, por lo demás, Shátov, personaje oscuro y antiguo miembro de la clandestina sociedad revolucionaria, hoy desencantado y firme creyente en la ortodoxia rusa, único y verdadero Dios; y Nikolái Vsevolódovich, aristócrata y, antes de la abolición de la servidumbre, amo de aquél y responsable de sus arraigadas creencias. Fue él, en efecto, quien habría avivado el espíritu ortodoxo en Shátov, a pesar de que hoy parece desentenderse del mismo e intrigar junto con Stepánovich y su círculo nihilista. No he terminado la novela, pero sospecho que Los demonios avanzará hasta el enfrentamiento abierto entre Stepánovich y Vsevolódovich; entre el nihilismo más ardiente y cínico, por un lado, y la luminosa ortodoxia rusa, por otro; hasta el combate, en fin, por el alma de Rusia.
¿De qué manera enlaza esto con Ucrania? Shátov, en uno de los pasajes más interesantes del libro, discute con Vsevolódovich –o Stavroguin, por ese curioso juego ruso de los nombres– acerca de sus ideas y le reprocha el haberlas abandonado, precisamente él, campeón luminoso llamado a abanderarlas en el momento más decisivo. Tales son su decepción y su enfado que llega a partirle la cara delante del gran mundo. En su discurso alude a las características esenciales de dicha ortodoxia: un pueblo seguro, orgulloso, cimentado en la idea del Dios cristiano previo al catolicismo romano, a su juicio una nefasta deriva causante de todos los males de Occidente; Shátov asegura que todo pueblo que no abraza a su Dios singular, y no cree a un tiempo que ese Dios es único y verdadero y superior a cualquiera de los dioses particulares de los otros pueblos; que un pueblo, en fin, que se desliza dócilmente en la amalgama de las creencias universales, es un pueblo condenado a perderse, a no distinguir ya el bien del mal; a desaparecer. Tal es el destino de Rusia si no regresa cuanto antes a su ortodoxia tradicional, y se deja arrastrar en cambio por la ralea de revolucionarios nihilistas comandada por Stepánovich. A este modelo opone Shátov el de Francia, ejemplo de sociedad disipada, decadencia y ruina.
Es conocida la biografía de Dostoyevski, su paso desde posiciones socialistas y revolucionarias al más robusto conservadurismo, condena en Siberia y amago de ejecución mediante. Tales convencimientos asoman sin duda en Los demonios, donde, y a pesar de la magistral composición de personajes –es, en realidad, como si hablasen personas reales, cada una con sus inclinaciones y personalidad; sus temores, deseos y ambiciones, y aún gestos y modos de expresarse–, en la que la voz del autor casi se disuelve por completo –como se decía de Shakespeare–; no dejan de intuirse sin embargo sus preferencias, las cuales, en el fondo, posiblemente no haya querido ocultar del todo. Saltan a la vista las simpatías por el nervioso Shátov, o el impenetrable Stavroguin; mientras que uno se puede figurar su desprecio al componer al pusilánime Trofímovich, o los escalofríos que debía de producirle el monstruoso Stepánovich o Verjovenski. Dostoyevski, en efecto, advertía de la peligrosa decadencia que sufría la Rusia de su época, cada vez más atrapada en las garras de cínicos como el último, anticipando con ello cincuenta si no más años de su historia –es, desde luego, espeluznante la descripción que hace Verjovenski del llamado shigaliovismo, doctrina que adelanta ya el espionaje, la delación mutua en todos los estratos de la sociedad como argamasa y medio para la igualdad radical–. Luego vendría la Revolución de Octubre, que él, de no haber muerto años antes, habría vivido sin duda con terrible congoja.
Finalmente, como se sabe, triunfaron los nihilistas, pero lo que quizá el autor no predijo fue que en dicho sistema, lo que sería luego el comunismo, estalinismo, etc; subsistirían sin embargo trazas de esa anhelada ortodoxia rusa. En efecto, y sobre ello han informado ya numerosos historiadores, en la Rusia de los últimos siglos un cierto hilo conductor conecta etapas a priori diversas. En el estalinismo se advierten así elementos del zarismo previo, y lo mismo en el putinismo de hoy con respecto a aquél; parece, en fin, que esa ortodoxia permea la vida del país a través de los años –lo que se podría llamar ‘el alma rusa’– y es esto y no otra cosa lo que aflora ahora en el conflicto de Ucrania. En este sentido, es sumamente interesante el debate que mantuvieron Bernard-Henri Lévy y Alexander Dugin antes de la guerra, en 2019 en el marco del Nexus Institute –titulado, por lo demás, muy oportunamente The return of Settembrini and Naphta in the 21st Century–, donde el último no viene sino a defender precisamente la visión del mundo que desarrolla Dostoyevski en su obra. Cuando habla de mundo multipolar, frente a la hegemonía universalista de Estados Unidos, Dugin vuelve sobre la ortodoxia rusa, sobre la necesidad del pueblo ruso –en tanto que pueblo igualmente principal, hegemónico– de replegarse sobre su propia moral, ajena a la declaración de los derechos humanos, de lo que a su juicio no es más que la agenda universalista impulsada por Estados Unidos y Occidente –de nuevo la amalgama de creencias universales, que decía Shátov–; para prevalecer y aún sobrevivir. Dugin proporciona así un raro ejemplo de la manera de pensar rusa – o al menos de la de los rusos supervisando ahora el cotarro en Ucrania, más allá de la propaganda burda y belicosa que escuchamos habitualmente. BHL, por su lado, combativo, luminoso, le coge el testigo efectivamente a Settembrini, y aboga por ese mismo universalismo, que para él no es sino el humanismo clásico, tolerante y abarcador, en el que tendrían cabida desde los rusos de Vladivostok hasta los chilenos en Valparaíso.
Lejos de estar de acuerdo con Dugin –al contrario, suscribo a grandes rasgos los planteamientos de BHL–, pienso que el francés pierde una valiosa oportunidad de penetrar en su rival. Arrastrado quizá por su inquebrantable sentido del espectáculo, BHL vapulea literalmente a Dugin –que tampoco se maneja demasiado con el inglés, el pobre– con la camisa abierta y ante una audiencia claramente afín, y aún no pierde ocasión de recurrir a ciertas trampas u omisiones, como cuando alude a la obra de Solzhenitsyn como ejemplo de tradición humanista en Rusia, pero no dice nada de autores como el propio Dostoyevski o Tolstói. BHL tacha a Dugin poco menos que de reaccionario terrible, fascista y antisemita, y se dedica a arrastrarlo muy elegantemente por los suelos; sega su discurso, en lugar de buscar alguna suerte de terreno común.
Siendo justos con BHL, no obstante, es muy posible que no exista terreno común alguno con esta clase de pensamiento; que el humanismo o universalismo esté por definición reñido con la ortodoxia rusa –o la china o la alemana o cualquier otra– y no quepa jamás un solapamiento o una fusión de ningún tipo. Es también posible que nunca podamos acceder a la sociedad universal, y debamos en cambio conformarnos con la tolerancia mutua, con una mera coexistencia pacífica. No lo sé, pero la historia de Rusia demuestra que su Dios es uno obstinado, perseverante; uno que no se deja mangonear y responde a zarpazos cuando se le provoca. Si es esto lo que nos cabe esperar; si ninguno va a ser capaz de imponer al otro su visión de las cosas, o antes, de persuadirle, ¿tiene sentido seguir insistiendo con la guerra, a costa del sufrimiento de miles? Es ingenuo suponerle intenciones humanistas a Estados Unidos, igual que lo es descargar a Rusia de toda responsabilidad y señalar a la OTAN, las provocaciones, etc.; Ucrania es, en fin, otra pieza del eterno ajedrez geopolítico, y cada parte no trata sino de avanzar a través de ella sus intereses. Los ucranianos también tienen algo que decir, por supuesto, y su lucha y la defensa de su territorio es legítima. Sin embargo, llegados a este punto, ¿es que vale todo a costa de un objetivo con toda seguridad inalcanzable?, ¿en qué medida esa defensa legítima se diluye en brumosas agendas, que poco o nada tienen que ver con ella?, ¿pesa más la autodeterminación de un país y la soberanía de su territorio que la vida de su gente?, ¿es más importante hacerle frente al abusón, sentar precedente, que detener la masacre?
Está claro qué pensarían, cada uno por su lado, BHL y Dugin del asunto. Quizá sean dos caras de la misma moneda. Debo matizar, sin embargo, que el de BHL es a priori un planteamiento más pacífico o comprensivo y que la ortodoxia del otro –y aquí tal vez podríamos hablar de ortodoxia realmente existente– tiende peligrosamente a producir resultados espantosos. El humanismo tiene, en este sentido, un expediente más limpio –¿pero deberíamos hablar también de humanismo realmente existente?–. Quizás sea éste momento de refundar un humanismo plenamente europeo, al margen de los poderes avasalladores tanto de Rusia como de América y que ponga realmente en el centro de la conversación al ser humano, concreto, individual, de un modo que hoy parece olvidado. En esta línea, y a pesar de lo que de él digan sus críticos todos –es curioso cómo, desde Marco Rubio hasta The Guardian, se han puesto de acuerdo para machacarle– puede que Macron haya dado en el clavo con sus últimos pasos en China. La idea de una Europa independiente y decisiva llevaba muerta más o menos desde Charles de Gaulle, y ahora el sumo financier la ha puesto otra vez de moda. Sus tics autoritarios –pensiones, etc.– son, por lo demás, inquietantes, y quizás el tipo realmente se ve como una especie de César européen, de Alejandro Magno de la Banca de Inversión. Puede ser. Sin embargo, es lo único que tenemos; a un lado y otro las alternativas son espeluznantes: ¿Biden, que no sabe ni por dónde sopla el viento?, ¿Putin, la viva imagen del cinismo y la traición?, ¿Xi Jinping, la barbarie con rostro mullido? Nada bueno puede salir de ellos o de los que vengan detrás, así que más nos valdría esperar por el francesito o algún otro –a poder ser un tanto menos fanfarrón e iluminado– para que nos coloque en nuestro sitio.
Por algo habrá que decidirse, en fin, y si tampoco esto es posible, entonces sólo nos queda ya el optimismo resplandeciente de Schopenhauer, Cioran, Houellebecq y compañía: quizás una metamorfosis tecnológica estilo Las partículas elementales o La posibilidad de una isla como remedio desesperado; una revolución ciberpunk de Metaverso y ChatGPT, que nos libere, de una vez por todas, de nosotros mismos.