Comparecimos el pasado miércoles a la Caja Mágica Nano y yo, al torneo que se ha dado en llamar el Mutua Madrid Open, pero al que variablemente se puede uno referir como el Mutua, el Madrid o el Open, tal como guste. Es reciente mi afición al tenis; siempre me ha interesado el deporte pero más jugado que visto; de pequeño aporreé no pocas pelotas: primero hockey, luego tenis y de vez en cuando fútbol; aficiones que no prosperaron ninguna salvo la segunda, que retomé al filo de los treinta de la mano de ese prodigio e ilusión que es Carlos Alcaraz.
Me voy por las ramas. No vimos el miércoles a Carlos porque acababa de palmar en cuartos contra el colérico Rublev, ruso escuálido y peleón a quien mis amigos Nano y Manu y yo venimos llamando justamente ‘La cólera de Dios’, porque hay en sus rasgos esteparios y sus ojos gélidos algo de la tragedia histórica rusa y las ideas de unos Dostoyevski o Tólstoi en su época. Partido amargo, agridulce, con brotes verdes del risón murciano que no terminó de cuajar por ser tan breves y fugaces como la vida las sesiones del formato Master-1000; argumentaba Nano que frente a la sinuosa autopista de un Grand Slam la mentalidad paciente y como campesina de aquél se habría sin duda impuesto a la del otro, que habría visto sus demonios multiplicados como la hidra y comiéndoselo vivo sobre la arcilla abrasadora de Madrid.
Llegamos sobre las 19:30 y luego de tomarnos la foto de rigor junto al reciente mural de Charli y Rafa -despedazado ya y roto por gente brava y sin gusto- entramos a la gigantesca mazmorra de metal y damos un paseo en busca de cerveza fresca y como para aclimatarnos al lugar. Me despierta la Caja sentimientos encontrados. Por un lado me gusta; la visión desde el exterior es más la de un Museo de Arte Contemporáneo; como un Pompidou o un Guggenheim graciosamente envuelto en su armazón translúcido. Pero por dentro decepciona un tanto; es más un centro comercial, con sus tiendas y puestos y bulevares, y la pista anaranjada, rodeada por todas partes de hierros y palcos vacíos, crea una sensación extraña, como distópica o post-apocalíptica; supongo, en fin, que en el fondo la Caja es como Madrid: no es bonita exactamente, pero algo tiene.
Luego del paseo y de asistir a un electrizante partido de dobles en las pistas exteriores -chavalitos gen-z, dieciséis-diecisiete años, bigotes nacientes y afilados mullets-, entramos a la Manolo Santana y tomamos asiento para el partido de cuartos entre Aryna Sabalenka y Mirra Andreeva. Os pongo en situación: Sabalenka es como una amazona o vikinga bielorrusa, alta como un árbol y con piernas para quebrar voluntades; es la número 2 del mundo y vigente campeona en Australia; le pega a la bola que asusta y libera además con cada mamporro un grito como de revolución del pueblo, que envía escalofríos por el espinazo; frente a ella, Mirra, Andreeva, diecisiete años y promesa presente y futura del tenis femenino, parece más bien una colegiala; camina apocadita y patizamba por la pista, insegura, tímida, como recién ingresada al baile de fin de curso, si bien cuando quiere le arrea también a la bola con seguridad y aplomo y despide unos chillidos o bufidos, como de tubo de escape, que te hacen pensar en alguien concentrado y resuelto y con la victoria sellada en la frente.
No basta, sin embargo, con la determinación de Andreeva para imponerse a su poderosa rival. De ambos lados de la Manolo Santana brotan a cada pausa vítores y arengas alternativamente para una y otra; a cada ‘Let’s go Saba!’ replica un ‘Davai Mirra!’, como una oculta y subterránea guerra civil que hierva en las gradas. Nosotros estamos con la rusa, con la pequeña, por esa inexpresada regla del decoro y la buena educación que consiste en apoyar al que peor lo tiene, invariablemente -o quizás sea el aliento de la vida; la pulsión de lo nuevo y joven contra lo ya actual y realizado, y por tanto asomado a la caída-. Ésta tiene algún punto, algún detalle o gesto -un saque, una dejada o un passing-, que no es sin embargo suficiente, por lo que al cabo de apenas hora y veinte Saba finalmente se impone y cierra el partido.
Queda aún media hora para el próximo, el que enfrenta al yanqui Fritz contra el gaucho Cerundolo; el cholo Cerundolo o Francisco o Paquito o Paco, o sencillamente Fran; nombres que volarán todos por la pista animándole contra el indolente extranjero -el argentino no lo es o no lo es tanto frente a su adversario-, acompañando sus pelotas sobre la red mientras le araña puntos a la victoria. Aprovechamos pues para pedir más cerveza y unos bocatas largos de jamón bastante competentes, y regresamos a la pista cuando Fritz le endosa ya a Paco un cómodo tres a cero.
El americano es eso: largo, indolente; sluggish es la palabra inglesa más precisa para describir su figura torpona, desgarbada; frente a él Cerundolo es más compacto y tiene como más hambre de ganar, lo consiga o no. A Fritz lo veo nítidamente en el documental de Netflix: parece que dedique al tenis toda su energía, que apenas si le alcanza para todo lo demás: para hablar o caminar o comer o jugar a la Play, o el ordenador, lo cual esto sí hace en directo por lo visto para legiones de fans, que le siguen no sólo en persona en el circuito sino también online en Twitch. Su novia es una pija californiana que Nano cree ahora divisar en su box, teñida quizá de castaño por sobre el habitual rubio; le sigue ella a todas partes y uno se pregunta de qué demonios hablarán ambos cuando están a solas. Tiene algo en el gesto Fritz de Nadal, pero más apagado o despistado; todos sabemos que éste se va quedando sin pelo por el carburador que tiene entre las orejas; por el agotador esfuerzo mental que a partes iguales doblega cabelleras y Grand Slams; no es así en el caso del yanqui, que no debe de pensar tanto ni tan duro, o no tan provechosamente.
Luego del repaso en el primer set el cholo o Paquito sin embargo despierta, y consigue un break en el séptimo juego que lo coloca con un jugoso 5 a 3. Lo anima desde la grada la hinchada madrileña, o parte de ella, la que se apechuga en el anillo exterior de la Manolo Santana por encima del despoblado palco, que ocupa casi la mitad del estadio. No he estado en otras pistas o torneos, y no recuerdo ahora de verlos por televisión, pero apuesto a que la relación palco-butaca es en Madrid la más desproporcionada del mundo; debe de ser algo como 1:3 o dos y medio, lo cual es escalofriante. Lo he descubierto recientemente: en Madrid todo el mundo va al palco del Mutua, le guste o no el tenis. Actores, modelos, futbolistas, pero también consultores, dentistas o secretarias. Basta con conocer al mánager de turno que le consiga a uno la entrada, que a su vez habrá conseguido de sucesivos mánagers o CEOs hasta un mánager último o final, especie de final boss del corporativismo madrileño: tal vez Dios, o Florentino Pérez. No puede ser; si seguimos así el palco va a acabar por comerse el resto de butacas, de modo que la Manolo Santana acabe siendo toda ella palco, muchos palcos amontonados unos sobre otros; palcos individuales con sus individuales ostras y champán; o quizás un gran palco colectivo que realice de una vez el sueño proletario; unidos los consultores todos del mundo en feliz fraternidad.
Embolsado el segundo set marchamos sobre el tercero y Cerundolo parece dispuesto a todo. La derecha le va fallando; no conecta con el drive y las bolas describen trayectorias oblicuas, ovaladas, que se marchan por la línea de saque a menudo o se espachurran en la red. El revés, sin embargo, es teledirigido: es el suyo un movimiento estrecho; pega al cuerpo los brazos como para no disparar muy lejos, y le hace daño al americano. Éste, por otro lado, no parece darse cuenta, e insiste con bolas cruzadas que el otro le devuelve justo en los pies, complicándole las cosas. Sumando a ello ciertas dejadas flotantes que mueren llorando en la orilla, Cerundolo va incorporando puntos y nos plantamos en el octavo juego con un ajustado 4 a 3.
Se ha dicho -y si no lo digo yo- que el tenis es literatura. Tiene de ella la épica y el drama; la tragedia y la comedia; la desgracia y la gloria. Grandes personajes, héroes y villanos, nos ha legado el tenis como los libros; por cada Federer hay un Nadal; por cada Nadal un Djokovic; por cada Wawrinka un Kyrgios o un Rune y por cada Borg un McEnroe. Bien, pues si la literatura es tenis o el tenis literatura, entonces el saque es la poesía: es lo más bonito, pero lo más difícil. Grandes sacadores hay y ha habido que sólo hacen bien eso; no escriben sino en aces igual que Milton lo hacía en verso o Lorca en soneto endecasílabo; los Shelton de ahora y los Lehecka, o de antes los Isner y los Roddick o los Ivanisevic, le pegan desde arriba -suelen ser tipos altos, talludos- duro a la bola y la ponen a doscientos veinte, doscientos treinta o incluso cuarenta -a Lehecka lo he visto sacar a 237 km/h en su partido contra Rafa-; encienden meteoros que caen a tierra con la fuerza de una buena rima y dejan a sus rivales desprotegidos, desarmados ante la ferocidad de su estilo condensado y bello.
Fritz no tiene gran cosa, pero sí tiene un saque endiablado. Antes del partido he visto en Instagram estadísticas, datos que dicen que el suyo es el más efectivo del torneo, por delante incluso del de su compatriota Shelton, que mete miedo; mientras que el de Cerundolo es el resto más fiable, lo cual bien podía a priori augurar una batalla como la que estamos viendo hoy. Lástima que Paquito vacile a la hora de la verdad; quizá por esa otra regla no escrita que dice que al que le va bien en tenis pronto le irá mal; esa profecía autocumplida de los valles y los picos, de golpe -o más bien poco a poco, punto a punto- el argentino se va desinflando a partir del octavo juego y concede dos breaks, que le dan finalmente la victoria al americano a fuerza de sacar como los ángeles, o los poetas. Se termina así el partido, y el público, desde sus butacas pero sobre todo sus palcos, aplaude educadamente a Cerundolo que enfila el camino de las duchas, mientras a su rival y ganador lo entrevistan sobre la arcilla -de un naranja ahora fluorescente, atómico en duro contraste con la noche que se cierra espesa sobre Madrid-.
Es el fin de la jornada así que Nano y yo marchamos hasta el metro de San Fermín-Orcasur -quién sabe quién pone o por qué los nombres a las estaciones y barrios en Madrid- arrastrados por la corriente de aficionados con las barrigas llenas de buen tenis. Es entonces cuando pasamos junto al mural de Carlitos y Rafa y lo vemos ya destrozado, la espalda de Nadal inexistente y también el brazo de Alcaraz, pintarrajeado todo de grafiti; pienso que serán los de siempre: los envidiosos y que no toleran lo bueno, lo mejor; al que gana o descuella o se impone, y lo tachan en cambio de privilegiado, favorecido por la suerte o la circunstancia o la cuna, cuando no directamente de impostor; de ruin o villano. No entienden; no soportan el inmenso azar que es la aparición de un hombre de genio, como decía Chesterton, y así deben en cuanto brota ponerlo en duda, censurarlo o detenerlo o mutilarlo para que no les recuerde en todo momento que ellos no tienen tal cosa a su alcance. No debemos pensar así, nunca. Debemos admirar lo digno de admiración, y aborrecer lo aborrecible. Lo contrario es absurdo; nihilismo; el mundo al revés. Suerte que tenemos lugares como la Caja Mágica para hacerlo posible.