Vivimos en una terraza

Es entonces, como a Arquímedes en su bañera, cuando salta el aforismo, la frase iluminadora.

Te levantas un sábado, entregas la mañana a hacer cosas de persona y tras el segundo café un nerviosismo empieza a comerte por los pies. En unas pocas horas vas a ver a los amigos. Confirmas la ruta en Google maps y como hace un día espléndido aprovechas para dar un paseo hasta el lugar del encuentro. Os saludáis efusivamente, pues verlos es cada vez más difícil, ya que la mayoría están hechos unos ministros y ahora hay que planearlo todo con antelación (qué fue de los planes improvisados, nadie se acuerda). Elegís una mesa al aire libre, os sentáis y empieza el festival. 

La primera ronda siempre es deliciosa, la espuma, su frescura, la epifanía de estar todos allí juntos bajo el sol de mediodía. Uno piensa en la verdad que dictó Julio César cuando asoció en el carácter hispano la felicidad con el beber*. Dichosos somos pues, porque bebemos. Lo prueban las carcajadas y miradas brillantes. Así termina la primera ronda. Puede que todas las que vengan sean un intento frustrado de repetir la sensación que provocó esta. Algo así sostiene la ley de utilidad marginal decreciente; nada habrá como el primer bocado, el primer trago, cuantos más demos menos placer nos producirá cada uno de ellos.  

Con la primera ronda viene el primer cigarro. La costumbre es algo peligrosísimo. Sus normas son rígidas pero se mimetizan perfectamente con el devenir de los actos. Viajan así, camufladas, como rémoras bajo los tiburones. Para describir su eficacia pongamos un ejemplo que todos hemos experimentado: un sencillo viaje en coche. Al inicio cada uno elige una posición en el vehículo. Se hace una parada. Todo el mundo sale. Me apuesto otra ronda a que al volver al vehículo cada uno retomará su posición original. ¿Por qué? Posiblemente porque esa decisión ya se tomó en el pasado, y estaríamos desperdiciando recursos si volviéramos a planteárnosla. O si no pregúntenle a Pavlov. 

Eso mismo es lo que hicimos con nuestro ocio -piensas-, después de acumular unas cuantas horas allí sentado. En algún momento, insondable en la memoria, entregamos nuestras tardes al placer agorafílico de la silla en la calle. Alguna extraña asociación hicimos entre el beber, el ocio social, y la terraza. Un poderoso vínculo que tiene a las 3 contenidas en lo mismo. Igual que el secreto de la santísima trinidad. Una secuela cutre de Reza, come y ama, que vendría a ser algo así como Sal, siéntate y bebe

Cierto es que somos bastante de estar en la calle.  Además, las leyes antitabaco y la COVID prepararon las condiciones idílicas para este momento. Rutina de viento y cervezas a 3 euros y medio. ¿Hay alguien que recuerde cómo era el ocio antes de la COVID? Ahora toman fuerza las teorías conspiranoicas de una pandemia mundial provocada por los grandes grupos cerveceros y el poderoso lobby del sector de la restauración. O puede que me haya equivocado pidiéndome ese vermut.

Es entonces, como a Arquímedes en su bañera, cuando salta el aforismo, la frase iluminadora. Se la grito a mis amigos, como poseído: vivimos en una terraza. Ellos me miran mientras se ríen. Pues ya hemos abandonado ese momento de la melopea en el que analizas lo que te dicen y pasas simplemente a reírte y asentir como un NPC. “Es verdad”, les digo. La última vez que os vi, a ti, a ti y a ti y a ti, fue aquí, en una terraza”.  

La situación se mantiene, birras mediante, y sigues haciéndote preguntas, pues estás sentado al lado de un tío que sólo habla de la reforma de su casa. Piensas mientras le pides al camarero una cerveza, y al instante tienes otra delante de tus ebrias narices. Hay algo extrañamente satisfactorio, excitante incluso, en el acto de pedir y ver cumplidos tus deseos. Algo así como convertirse en Aladino durante el tiempo que uno asienta sus posaderas en esta silla mágica de aluminio. El placer de ordenar y ser obedecido, un placer que recuerda a la aristocracia, hermosa e inútil como la misma aristocracia. 

Este mapa de valores tiene mucho en común con otros espacios del ocio. Pues igual que para mí la riqueza tiene mucho que ver con este momento en el que acumulo trece tercios ahí sentadito, otro encuentra el mismo placer en enchufarse Netflix y esperar a que le traigan la hamburguesa a casa. Ambos compartimos una idea de placer que necesariamente pasa por estarse quietecito y que sean otros los que se muevan por nosotros. 

No tengo ni idea de psicología, pero estoy seguro que existen mecanismos de recompensa complemente destrozados por la hegemonía de este proceso. Si uno para hacerse una ensaladilla rusa -por ejemplo- debiera cocer las patatas, la zanahoria y los guisantes, preparar la mayonesa, juntarlo con el atún, pelar los langostinos y situarlos en la fuente, y colocar todo bien montadito en la nevera, es imposible que esa ensaladilla sepa igual -céteris páribus- a una que nos han colocado de tapa con esta ronda, cero esfuerzo mediante. El placer asociado con no hacer nada, parece una máxima que emerge para todos sobre el horizonte. Ya es extraño que muchos tengamos que trabajar sentados, pero es todavía más curioso que nuestro ocio transcurra en esa misma posición. El movimiento se demuestra andando, que decía Diógenes, y la inteligencia, posiblemente también. 

Pides una ronda más, con la idea segura de que sí que sí es la última, tu amiga del fondo está roja como una bombilla y alguno cabecea acullá, vasos de agua inundan la mesa. Uno así termina pensando, cómo es posible que beber en la calle sea ilegal en un país tan profundamente alcohólico. Cómo puede el poder sentarnos en este redil cuadrado, tan pacíficamente . Sigues pensando, entonces, qué legislación internacional me protege en esta mesa amparándome de beber en ella a salvo de las multas de la policía, cuyo reino del terror empieza en aquella baldosa. ¿Cómo puede ser posible una legalidad que me permite beber en esta mesa cuya cerveza ronda los 3 euros y medio, mientras que si compro una lata y me siento en el banco de allí estoy incumpliendo la normativa local? 

Llega el momento de pagar, la cuenta es estratosférica. Comienza el infierno de dividir los gastos y la titánica tarea de recordar cuántas te has bebido. Gracias a las calculadoras y a la desmemoria del camarero, consigues salir de allí entero. Das besos y abrazos, todo el mundo se alegra de escapar de allí. Sientes el cuerpo pesadísimo a pesar de que no te has movido, excepto para ir al baño, en todo el día. ¡Hasta la próxima!, te despides de todos, la próxima vez, piensas, en otra terraza. 

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*Beati Hispani, quibus vivere bibere est”, algo así como “Dichosos los hispanos, para quienes vivir es beber.”

La foto del artículo es de Carmen Regueiro

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Vivimos en una terraza

Es entonces, como a Arquímedes en su bañera, cuando salta el aforismo, la frase iluminadora.

Te levantas un sábado, entregas la mañana a hacer cosas de persona y tras el segundo café un nerviosismo empieza a comerte por los pies. En unas pocas horas vas a ver a los amigos. Confirmas la ruta en Google maps y como hace un día espléndido aprovechas para dar un paseo hasta el lugar del encuentro. Os saludáis efusivamente, pues verlos es cada vez más difícil, ya que la mayoría están hechos unos ministros y ahora hay que planearlo todo con antelación (qué fue de los planes improvisados, nadie se acuerda). Elegís una mesa al aire libre, os sentáis y empieza el festival. 

La primera ronda siempre es deliciosa, la espuma, su frescura, la epifanía de estar todos allí juntos bajo el sol de mediodía. Uno piensa en la verdad que dictó Julio César cuando asoció en el carácter hispano la felicidad con el beber*. Dichosos somos pues, porque bebemos. Lo prueban las carcajadas y miradas brillantes. Así termina la primera ronda. Puede que todas las que vengan sean un intento frustrado de repetir la sensación que provocó esta. Algo así sostiene la ley de utilidad marginal decreciente; nada habrá como el primer bocado, el primer trago, cuantos más demos menos placer nos producirá cada uno de ellos.  

Con la primera ronda viene el primer cigarro. La costumbre es algo peligrosísimo. Sus normas son rígidas pero se mimetizan perfectamente con el devenir de los actos. Viajan así, camufladas, como rémoras bajo los tiburones. Para describir su eficacia pongamos un ejemplo que todos hemos experimentado: un sencillo viaje en coche. Al inicio cada uno elige una posición en el vehículo. Se hace una parada. Todo el mundo sale. Me apuesto otra ronda a que al volver al vehículo cada uno retomará su posición original. ¿Por qué? Posiblemente porque esa decisión ya se tomó en el pasado, y estaríamos desperdiciando recursos si volviéramos a planteárnosla. O si no pregúntenle a Pavlov. 

Eso mismo es lo que hicimos con nuestro ocio -piensas-, después de acumular unas cuantas horas allí sentado. En algún momento, insondable en la memoria, entregamos nuestras tardes al placer agorafílico de la silla en la calle. Alguna extraña asociación hicimos entre el beber, el ocio social, y la terraza. Un poderoso vínculo que tiene a las 3 contenidas en lo mismo. Igual que el secreto de la santísima trinidad. Una secuela cutre de Reza, come y ama, que vendría a ser algo así como Sal, siéntate y bebe

Cierto es que somos bastante de estar en la calle.  Además, las leyes antitabaco y la COVID prepararon las condiciones idílicas para este momento. Rutina de viento y cervezas a 3 euros y medio. ¿Hay alguien que recuerde cómo era el ocio antes de la COVID? Ahora toman fuerza las teorías conspiranoicas de una pandemia mundial provocada por los grandes grupos cerveceros y el poderoso lobby del sector de la restauración. O puede que me haya equivocado pidiéndome ese vermut.

Es entonces, como a Arquímedes en su bañera, cuando salta el aforismo, la frase iluminadora. Se la grito a mis amigos, como poseído: vivimos en una terraza. Ellos me miran mientras se ríen. Pues ya hemos abandonado ese momento de la melopea en el que analizas lo que te dicen y pasas simplemente a reírte y asentir como un NPC. “Es verdad”, les digo. La última vez que os vi, a ti, a ti y a ti y a ti, fue aquí, en una terraza”.  

La situación se mantiene, birras mediante, y sigues haciéndote preguntas, pues estás sentado al lado de un tío que sólo habla de la reforma de su casa. Piensas mientras le pides al camarero una cerveza, y al instante tienes otra delante de tus ebrias narices. Hay algo extrañamente satisfactorio, excitante incluso, en el acto de pedir y ver cumplidos tus deseos. Algo así como convertirse en Aladino durante el tiempo que uno asienta sus posaderas en esta silla mágica de aluminio. El placer de ordenar y ser obedecido, un placer que recuerda a la aristocracia, hermosa e inútil como la misma aristocracia. 

Este mapa de valores tiene mucho en común con otros espacios del ocio. Pues igual que para mí la riqueza tiene mucho que ver con este momento en el que acumulo trece tercios ahí sentadito, otro encuentra el mismo placer en enchufarse Netflix y esperar a que le traigan la hamburguesa a casa. Ambos compartimos una idea de placer que necesariamente pasa por estarse quietecito y que sean otros los que se muevan por nosotros. 

No tengo ni idea de psicología, pero estoy seguro que existen mecanismos de recompensa complemente destrozados por la hegemonía de este proceso. Si uno para hacerse una ensaladilla rusa -por ejemplo- debiera cocer las patatas, la zanahoria y los guisantes, preparar la mayonesa, juntarlo con el atún, pelar los langostinos y situarlos en la fuente, y colocar todo bien montadito en la nevera, es imposible que esa ensaladilla sepa igual -céteris páribus- a una que nos han colocado de tapa con esta ronda, cero esfuerzo mediante. El placer asociado con no hacer nada, parece una máxima que emerge para todos sobre el horizonte. Ya es extraño que muchos tengamos que trabajar sentados, pero es todavía más curioso que nuestro ocio transcurra en esa misma posición. El movimiento se demuestra andando, que decía Diógenes, y la inteligencia, posiblemente también. 

Pides una ronda más, con la idea segura de que sí que sí es la última, tu amiga del fondo está roja como una bombilla y alguno cabecea acullá, vasos de agua inundan la mesa. Uno así termina pensando, cómo es posible que beber en la calle sea ilegal en un país tan profundamente alcohólico. Cómo puede el poder sentarnos en este redil cuadrado, tan pacíficamente . Sigues pensando, entonces, qué legislación internacional me protege en esta mesa amparándome de beber en ella a salvo de las multas de la policía, cuyo reino del terror empieza en aquella baldosa. ¿Cómo puede ser posible una legalidad que me permite beber en esta mesa cuya cerveza ronda los 3 euros y medio, mientras que si compro una lata y me siento en el banco de allí estoy incumpliendo la normativa local? 

Llega el momento de pagar, la cuenta es estratosférica. Comienza el infierno de dividir los gastos y la titánica tarea de recordar cuántas te has bebido. Gracias a las calculadoras y a la desmemoria del camarero, consigues salir de allí entero. Das besos y abrazos, todo el mundo se alegra de escapar de allí. Sientes el cuerpo pesadísimo a pesar de que no te has movido, excepto para ir al baño, en todo el día. ¡Hasta la próxima!, te despides de todos, la próxima vez, piensas, en otra terraza. 

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*Beati Hispani, quibus vivere bibere est”, algo así como “Dichosos los hispanos, para quienes vivir es beber.”

La foto del artículo es de Carmen Regueiro

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