Wonka: dulzura radical

Antes de nada, dos avisos. 

Primero: en este artículo se va a hablar con bastante detalle de la trama de Wonka. Saber lo que pasa no tiene necesariamente que arruinarte la película si no la has visto, porque es una cuestión más de encanto que otra cosa, y además el concepto de spoiler es rancio y ruinoso para la cultura, pero avisamos por si acaso. 

Segundo: el autor de este artículo considera al osito Paddington uno de sus más íntimos amigos. Aun así, ha intentado mantener una profesional e imparcial distancia y no dejar que este vínculo personal afecte a sus valoraciones. 

Ahora, a lo importante: 

Ya no se hacen películas de Navidad. O, por lo menos, no de la misma forma que antes. Las plataformas de streaming identificaron correctamente una demanda por parte del público millennial de romcoms cutres semi-post-irónicas sobre mujeres ejecutivas que vuelven a su pueblo y se enamoran de un guapo artesano que les hace recordar el significado de las fiestas, y se han dedicado a producirlas en masa y con todas las variaciones posibles, pero parece que ese es el único tipo de peli navideña que sigue con vida. En los últimos años apenas ha habido entradas nuevas en el cánon del cine que se siente navideño por evocar un cierto je ne sais quoi festivo, una blandura calentita tal vez demasiado cursi para mayo o septiembre, pero que en diciembre y enero sienta como un bálsamo. Demos gracias, pues, por Paul King, el orfebre de lo riquiño que nos dio los dos clásicos modernos del cine entrañable Paddington y Paddington 2, y que ahora vuelve con la similarmente festiva Wonka

Como los lectores más perspicaces habrán podido deducir por el título, Wonka es un retorno a la historia de Willy Wonka, el magnate del chocolate, esta vez en forma de precuela. Lo interesante del caso es que, por cuestiones de derechos demasiado aburridas para explicarlas aquí, técnicamente no se trata de una precuela del libro Charlie y la fábrica de chocolate, sino exclusivamente de la película de Gene Wilder. Esto hace que se mantengan elementos que no aparecían en la novela de Dahl, como los oompa-loompas de pelo verde, y que desaparezca gran parte del subtexto oscuro y algo cruel que caracteriza al escritor británico. 

El encargado de llenar el sombrero de copa que dejó vacío Wilder es en este caso Timothée Chalamet, quizás lo más parecido a una estrella de Hollywood que ha aparecido en los últimos 10 años, que necesitaba una película familiar en su repertorio para completar el camino a ese estrellato definitivo. Se entiende por qué tanto para el actor como para el estudio esta era una decisión de casting lógica, pero el resultado pone en entredicho su pertinencia. Willy Wonka es un personaje extravagante pero carismático, con la clase de personalidad que te embelesa y hace digeribles sus excentricidades. Chalamet es muy buen actor, pero gran parte del atractivo de su persona pública radica en el hecho de que es un insoportable. Puede ser un adolescente insoportable pero tierno en el fondo, como en Call Me By Your Name, o un aristócrata insoportable con una historia trágica, como en Dune, pero lo que nunca ha sido ni parece que vaya a ser es encantador. Así, su Wonka acaba pareciendo un mago en el sentido más despectivo, el del tío de tu universidad que hace trucos y lleva sombrero, en lugar del tejedor de sueños que encarnaba Gene Wilder.

Para ser justos, sigue siendo un acercamiento al personaje más acertado que cuando Johnny Depp decidió que lo que necesitaba el papel era una imitación de Michael Jackson, resultando en el raro fenómeno que los expertos conocen como un sándwich de abusadores. El listón no estaba súper alto, es lo que queremos decir. 

Cuando hablamos de productos culturales amables o reconfortantes suele planear sobre la conversación la sombra del reaccionarismo. Al fin y al cabo, algo que no confronta al espectador de ninguna manera es casi por definición conservador. Sin embargo, Paul King ha conseguido combinar en su obra ese espíritu cozy con unas políticas, si bien no revolucionarias, sí al menos firmemente enraizadas a la izquierda del centro político. Así, su adaptación de ese icono nacional británico que es Paddington reimaginó la historia del osito peruano convirtiéndola en una metáfora de la inmigración y una llamada a recuperar unos valores de educación y tolerancia que ya se veían desaparecer en la era pre-Brexit. 

De la misma manera, Wonka aprovecha su carácter de historia de orígenes del futuro magnate para colar un mensaje que a primera vista podría parecer incluso anticapitalista, en el que se nos presenta a un siniestro cártel de empresarios del chocolate que adulteran el producto e impiden que nuevas alternativas chocolatiles puedan prosperar, todo esto con el apoyo de los poderes fácticos de la Iglesia y la policía. Esta identificación del capital como fuerza que lo puede todo en nuestro mundo, y de la que las autoridades estatales y espirituales no son más que meros títeres, es la idea más potente, por inesperada en una producción de estudio dirigida al público infantil, de toda la película. Por supuesto, un concepto así de radical queda rápidamente neutralizado: la cinta se encarga de recordarnos una y otra vez que el problema no es sistémico, sino cuestión de un par de “manzanas podridas”, personificadas en el cura de Rowan Atkinson y sobre todo el policía interpretado por Keegan-Michael Key, cuya adicción al dulce lo convierte en el blanco de una serie de bromas gordófobas que son la única nota amarga de la película. Este agente corrupto es una excepción en el cuerpo, como nos recuerda un final en el que sus compañeros honrados lo descubren y detienen. 

En este mismo final encontramos otro trampantojo ideológico: gracias a las acciones de Wonka y sus amigos, el chocolate que retenían los malvados empresarios fluye por la fuente de la ciudad y es accesible al fin a todo el mundo de manera gratuita, en una especie de expropiación espontánea. De nuevo, la película se encarga de matizarlo en la escena siguiente, que nos reafirma que aquello fue una situación transitoria y que ahora Wonka se ocupará de seguir adelante con su negocio, que ya puede regirse por las leyes del libre mercado, en lugar de estar atenazado por el cártel. A fin de cuentas, esta no deja de ser la historia de un emprendedor, del que sabemos que acabará convertido en millonario gracias a la explotación del recurso que se pasa todo el metraje intentando liberar. Este millonario amable que solo busca traer alegría al mundo posiblemente sea el concepto más insidiosamente fantástico de toda la historia. 

Otro elemento icónico de Wonka que esta precuela se encarga de matizar es la cuestión de los oompa-loompas, que en el libro original son una tribu de pigmeos a los que el magnate emplea en un régimen de semiesclavitud; un concepto tan increíblemente racista que el propio Roald Dahl (a quien nadie confundiría con un activista anticolonial) lo reescribió en ediciones posteriores. Las adaptaciones cinematográficas anteriores adoptaron una postura acrítica con respecto a este tema, hasta el punto de que incluso la de Tim Burton, en pleno Siglo XXI, utilizaba a una persona pequeña y racializada para interpretar a todos los oompa-loompas a la vez, en un ejemplo clarísimo de Eso No Se Podría Hacer Ahora. La película de Paul King ha optado aquí por reconfigurar por completo a estos personajes: sus oompa-loompas son una tribu de snobs del chocolate con rasgos vagamente británicos (no en vano, al que más vemos es al interpretado por Hugh Grant) que viven en una isla sin asociaciones geográficas evidentes, y cuando uno de ellos entra a trabajar a la fábrica de Wonka lo hace por iniciativa propia y en un puesto importante, como catador de chocolate. Habrá quien se sienta tentado de hacer de esta reescritura una batalla más en la guerra cultural de lo políticamente correcto, pero de nuevo: era demasiado racista hasta para Roald Dahl, una persona que dijo públicamente que Hitler “tenía sus motivos”. La única alternativa medianamente viable en el año de Nuestro Señor 2023 era eliminar a los oompa-loompas por completo, así que esta reimaginación debería ser un compromiso más que aceptable incluso para los más “extremistas de la libertad de expresión”. 

Queda claro, entonces, lo que ya sospechábamos quienes confiábamos en Paddington como un aliado de la lucha obrera y le vimos con horror blanquear el sistema penitenciario en su segunda película y hasta dar el pésame por la muerte de Elizabeth II en twitter: que en la obra de Paul King, pese a sus buenas intenciones, no vamos a encontrar una profundísima crítica anticapitalista. Cabe preguntarse, como ya pasó hace unos meses con Barbie, si el cine de gran presupuesto es el lugar en el que buscar siquiera estas críticas. La respuesta, en lo que a este artículo respecta, es que evidentemente no, pero sería bonito. No hay que subestimar el poder del entretenimiento de masas a la hora de cambiar el imaginario social. Y si bien Wonka no va todo lo lejos que podría en su contenido, sí lo hace en la forma. Se trata de una película absolutamente desprovista de sentido del ridículo, con una sinceridad arrolladora que causará rechazo en cualquier espectador con la menor capacidad para sentir vergüenza ajena. Hay colorines, juegos de palabras, números de claqué y una canción recurrente cuyo estribillo rima “chocolate” con “pockelets” (algo así como “bolsilluflos”). Wonka no se atreve a imaginar el fin del capitalismo, pero sí el del cinismo, y, por ahora, tal vez eso sea suficiente.

Lamentablemente, ACAB incluye a Paddington
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