Ahora es 15 de marzo y mientras la luz blanco quirófano del puesto de churros me ciega en mitad de esta madrugada, pienso en que cuando nos conocimos no eras mucho más joven de lo que eres ahora, y que a pesar de que yo viva obsesionado con la idea de que aunque seamos un proceso continuo en el tiempo, debe existir un límite a partir del cual no podamos considerar que todavía «somos» la persona que fuimos en el pasado. Pero ¿dónde poner ese límite? Si tu aspecto ha cambiado no habrá sido un cambio lo suficientemente exagerado como para que me sorprenda, como tampoco lo ha sido el mío si lo comparo con las pocas fotos que tenemos juntos: ahora me visto de otra forma y me dejo el pelo más largo, pero seguirías pudiendo reconocerme por la calle, si coincidiéramos por casualidad en algún sitio. Otra opción sería establecerlo a través de la experiencia vital que acumulamos día a día, que se posa sobre nosotros como capas de sedimento, ocultando así las anteriores hasta hacerlas desaparecer o hundirse tan en el fondo de nosotros mismos que ni siquiera seamos conscientes de que siguen ahí o de que en algún momento flotaban en la superficie de nuestra identidad. Esa capa, la que nos incluía a ambos, esa experiencia compartida, se quebró cuando lo hicimos nosotros, y desde entonces ha quedado sepultada por otras distintas que ya no conocen del otro más que el recuerdo, para siempre inacabado y congelado en el tiempo, que podamos guardarnos mutuamente.

Ahora es 16 de marzo y camino entre falleras y niños que tiran petardos y esta ciudad, que apenas conocía ya el frío, se ha sumido en una lluvia que ha vuelto el cielo de color gris y nos obliga a seguir llevando manga larga. A ti no te conocí nunca en manga larga, el poco tiempo que pasamos juntos coincidió con la época de una sola capa de ropa, de las camisetas y los pantalones cortos, de los bañadores y las gafas de sol. Nunca te conocí una bufanda, jersey o abrigo. No te conocí en otoño y tampoco en invierno, ni Navidad ni en Año Nuevo, y donàvem la benvinguda als primers raïms de la primavera cuando apenas éramos texto en la pantalla del móvil del otro. Dicen que las relaciones que duran poco, las que no se establecen de forma oficial y se sitúan en la intersección borrosa entre lo que se es y lo que no, duelen más cuando se acaban que las relaciones largas y canónicas de toda la vida, las relaciones serias (aunque jamás, en ningún momento, sentí que nosotros nos quisiéramos de broma). Tal vez sea verdad, y tal vez lo sea porque lo que se rompe en esos casos no es una relación o un vínculo –no hay tiempo suficiente para que se establezca–, sino una expectativa que apenas comenzaba a gestarse. Es irónico, incluso, pensar que nos pueda doler más que se vaya alguien a quien todavía no conocemos del todo que otro a quien conocemos mejor que a nosotros mismos. Pero puede que ese sea justamente el motivo, en que lo que se nos arrebata es esa posibilidad de terminar de conocer a quien hemos decidido conocer y se nos condena a permanecer con esa suerte de puzle por terminar del que sólo podemos imaginar las piezas que faltan. Todo sería mucho más fácil si al romperse esa expectativa pudiésemos borrar todo lo conocido hasta entonces, ¿de qué nos sirve una imagen a medias, un mapa sin territorio? Desaprender lo aprendido y devolverlo a la nada anterior a su descubrimiento, aunque sea imposible; la mente tiene la manía de recordar y seguir poniendo nombre también a aquello que no queremos que siga siendo, a lo que ya no es y querríamos que dejase de ser también en el pasado. «Tú eres mi “nada”», que dice La Bien Querida. «¿En qué piensas? “En nada. No pienso en nada”». Quiero pensar que le escribo a una persona que no sólo es una persona a medias, sino que es una persona que ya no existe, que lo poco que sabía de la destinataria de estas palabras se ha esfumado y ya no hay nadie, ni siquiera tu yo actual, que pueda recibirlas. Que es una persona a la que sólo yo conozco y que sólo yo recuerdo, y que puedo traerla de vuelta siempre que quiera, aunque sea un espejismo de mi propia mente. Tal vez sea más adecuado decir, entonces, que me escribo a mí mismo, pues esa persona vive en mí y en ningún otro sitio. «Me celebro y me escribo a mí mismo, y lo que yo asuma tú también habrás de asumir, pues cada palabra mía es también tuya», dijo Walt Whitman hace 170 años.

Ahora es 17 de marzo y a veces pienso que todavía te conozco, que sé de ti lo suficiente como para decir que mi imagen de ti sigue siendo, si no la misma, sí muy parecida, que ese margen de error es perdonable y que un hipotético reencuentro no sería un nuevo encuentro. Todavía sé de ti lo que me dejaste saber: me sé tu nombre y tus apellidos, la fecha de tu cumpleaños, lo que estudiaste y en qué trabajas ahora, sé dónde vivías y dónde vives y creo saber dónde te gustaría estar viviendo en realidad, pero ¿de qué me sirve conocer todo eso si soy incapaz de ponerte en relación con el mundo que te rodea, el mundo que nos rodeó a ambos una vez y que lo hace ahora por separado? A quien eres ahora no la conozco, aunque sepa de la existencia de una persona que tiene tu mismo nombre y tu misma cara y tu misma voz, y que se acordaría también de mí si mi recuerdo se cruzase en algún momento por su mente, pero eres también una persona que no sé qué hace en sus ratos libres, que no sé qué hace ahora mismo, mientras yo veo una figura enorme que representa El beso de Klimt, y que tampoco sé qué hará mañana. No te conocí cuando te fuiste y seguramente no lo haga cuando vuelvas, no te conocí cuando se publicó ese libro que sucede al que tú me dejaste una vez y tampoco te conocí cuando salió ese álbum que sé que es muy probable que tú también escuches. Tampoco sé si esa canción que yo relaciono contigo tú la relacionas también conmigo. Aunque tal vez esa pregunta no te toque a ti responderla, sino a quien fuiste y ya no eres, a quien yo conocí y que ya no existe.

Ahora es 18 de marzo y mientras en un cartel leo «No hi havia a València dos amants com nosaltres» caigo en que tú tampoco me conoces ahora, y que quien fui para ti he dejado también de serlo. El que se reproduce en tu mente si en algún momento piensas en él es alguien que todavía no se ha cambiado de habitación, que todavía escribe una versión anterior de un libro que tampoco ahora ha terminado y que todavía no se ha matriculado en la carrera que empezará el año siguiente. ¿De qué sirven los recuerdos si están caducados, cómo puede la mente gestionar la disonancia de que algo que sólo sabemos de una forma no sea más así y no haya forma de encontrarlo en ninguna parte del mundo, por mucho empeño que pongamos en buscarlo? ¿Cómo explicar que esa ausencia, ese haberse conocido y ya no, ha influido también en habernos convertido cada uno en quienes somos ahora sin el otro? ¿Cuántas cosas sabremos mal, cuántos vacíos se habrán producido ya en el recuerdo de ese a quien conocimos y cuántos faltan para que se borre por completo nuestra imagen prescrita y desaparezcamos del todo? Sería injusto entonces escribir esto desde mí mismo, desde mi yo presente, pero es imposible volver atrás y pedirle a quien fui, a quien entonces te conocía, que lo haga por mí. Tampoco sería capaz él de hacerlo, ¿cómo vas a pedirle a alguien que se imagine el final del amor en mitad de este, cómo pedirle que escriba con la certeza de que, en algún momento, sus palabras puedan corresponderse con la realidad? Aunque, en realidad, no podría hacerlo porque tú se lo pediste: le pediste que no escribiese nunca sobre ti y él lo cumplió. Yo no, yo no he cumplido, porque yo soy otro y es ese vacío legal, esa pirueta argumental insostenible, la que justifica la existencia de estas palabras, de este texto que es muy probable que nunca leas. Ni yo soy él ni tú eres ella.

Ahora es 19 de marzo y tal vez es necesario que no volvamos a conocernos nunca, que el único recuerdo que guardemos del otro sea el que ya tenemos y que es inmutable y que no puede hacernos daño, o que al menos no puede hacernos un daño nuevo, provocarnos nada que no nos esperemos porque ya lo hemos experimentado antes. Yo no he dejado nunca de buscarte, y no sé si con esa búsqueda he querido encontrar a quien conocí o a la nueva desconocida que me es imposible pensar que no conozco. Te he buscado en todas partes y tampoco sé si no te he encontrado porque no he podido o porque no he querido, porque, en ese caso, encontrarte habría supuesto reemplazarte. O tal vez porque tú estabas ya –y estás– demasiado lejos (desde que te fuiste he sabido que no te encontraría por mucho que lo intentase). No nos separa sólo la distancia, nos separa el tiempo que se dilata continuamente y sin freno, y nos separa también una memoria que poco a poco, lo sé, dejará de buscarte. Y un día ya no lo hará más y yo es probable que no me dé cuenta, tal vez ya no lo haga cuando salga de esta cafetería en la que escribo esto, mientras espero que sean las dos del mediodía y la mascletà haga retumbar todas las calles de esta ciudad. Tal vez salga de casa un día sin la intención de verte en cada esquina, en cada parada de autobús, en cada librería. Un día saldré a la calle y tú no estarás más, te habrás escondido para siempre y esta ciudad volverá a ser para mí la que fue antes de encontrarnos, antes de encontrarte. Pronto serás el recuerdo de un fantasma que hace no tanto se paseaba por entre sus calles, en imperturbable silencio, incapaz de hacerse notar, mucho menos ver. Ya no me pararé frente a esa tienda en la que comprabas, no prestaré atención a la hora de llegada del tren que cogías para venir aquí, no me sentaré en esa mesa porque fuese la nuestra sino porque será la única vacía. Ya no haré nada que requiera buscarte, y llegará el día que podamos celebrarlo; tal vez sea el único final que acepte esta historia.

Ahora es ya 20 de marzo y mientras veo arder la falla municipal en la Plaza del Ayuntamiento pienso que tú y yo, quienes fuimos y a quien el otro conoció, no volveremos nunca a conocernos, porque aunque viese de nuevo a esa persona que lleva tu nombre y tiene tu cara y también tu voz, no sería la misma que conocí cuando los vi y escuché por primera vez, su vida hasta ese preciso momento habrá estado marcada por factores que desconozco y de los que no he formado parte, como si no nos hubiésemos conocido jamás. Si viese a esa persona la estaría conociendo por primera vez, por mucho que mi cerebro se engañase a sí mismo haciéndose creer que sabe a quién tiene delante porque le suenan esa cara y esa voz y esos ojos, porque sabría decir cómo se siente el tacto de sus manos si volviese a cogerlas y porque podría decir que echaba de menos oír esa risa que escuchó hace tiempo, de la boca de alguien a quien conoció y ya no conoce. Sigo escribiéndote a ti, a la que ya no existe, porque es a quien conocí, con quien compartí un pasado que, aunque ya no sea nada, es nuestra nada. Me acuerdo de eso de Los Planetas de que los sabios doctores dicen que la ausencia causa olvido, y sí, puede que sea así, pero, tal vez, más que olvido sea otra cosa: desconocimiento. La ausencia causa desconocimiento, y a pesar de que yo ya no sea él y sólo guarde la transversalidad de su recuerdo, aquel que fui durante un tiempo, aunque sólo sea a esa pequeña parte de ti que pudo conocer mientras se le permitió hacerlo, tampoco puede olvidar que te ha querido. Y ahora, mientras suena esa canción que llevo varios días escuchando, una canción que yo nunca escuché contigo, pero que habla nuestro idioma y que dice: «Xiqueta meua / Que del carrer eres l’ama / Per culpa teua / Tinc el cor encés en flama», me imagino, y de algún modo me creo, que quienes fuimos arden también en la pira de fuego que levanta en el aire, en mitad de esta plaza a oscuras, restos de corcho y madera, y que por fin, como si esa llama enorme, colérica y violenta fuese una premonición, puedo dejar de buscarte; que tú, a quien conocí y a quien escribo esto, a quien quise y seguramente no deje de querer nunca porque imaginar el fin del amor es como imaginar el fin de uno mismo, hace mucho tiempo que te alejaste del caliu del meu voler.
