Somos escombro, chicle pegado al asfalto gris de una calle sucia, escupitajo lanzado al aire con soberbia y sobaco enturbiado por el sudor, anatomía desgarbada e indiferente a su propia complexión. Tengo los poros abiertos por el olor rancio de una cama impúdica que me mira desde lo lejos, como si no me reconociese, como si mi presencia le fuera extraña. Alguien ha cambiado la cerradura, girado la puerta y escondido la ventana que me servía para observar lo que había fuera. Yo no soy yo. Soy otra cosa diferente. Soy el gusano cansado que trepa por la corteza de un sauce llorón, soy la esfinge que está enamorada de la esfinge que tiene enfrente, y sueña que un día se despierta, le da un beso en la mejilla y vuelve a su posición original, a la entrada de alguna catedral. Ahí se queda para la eternidad.
Soy el elefante que llora por la muerte de su bebé elefante, la ballena que grita porque no ha podido salvar a su pequeño de la fuerza coordinada de las orcas, y el bosque que ya está pensando en la llegada de la primavera. Hace bueno en Bolonia. Esta ciudad marronera y bohemia podría haberme hecho sentir como en casa si hubiera vivido alguna vez aquí. Ahora ya es demasiado tarde. En algún momento entre ayer y hoy he dejado de ser el chaval que se agarraba a un clavo ardiendo si ese clavo le llevaba a algún sitio lejos de casa. Los italianos son como los españoles, pero con una mochila histórica tan grande que a veces les hunde en la miseria. Si no podemos igualar lo que fuimos, ¿para qué esforzarnos?, parecen pensar los italianos mientras arrastran sus cuerpos desgarbados entre columnas corintias de veinte metros de altura.
Hemos perdido el tren que tenía que llevarnos hoy a Florencia porque la estación de Bolonia es como un cuento de Borges y nosotros, que siempre llegamos con el tiempo justo, no estábamos preparados. Así que estoy escribiendo esto desde las profundidades de un asiento en la fila siete de un tren con dirección a Parma. Una pareja se ríe a mi lado con vídeos de TikTok de un tipo que se ríe viendo vídeos de TikTok. Qué cosas. Aquí no hay tragedias, en este tren regional solo hay chavales que vienen o van a la escuela, trabajadores que juegan al Candy Crush con el móvil y turistas americanos que no hablan ni una palabra de italiano. Ayer me compré un libro muy barato con toda la poesía de Cesare Pavese.
No entiendo casi nada de lo que dice, pero lo leo en voz alta para que mi cerebro se acostumbre a la sensación de lo que es saber italiano. Quiero aprender este idioma tocado por la profundidad de lo ancestral. U. está sentado enfrente de mí leyendo Cien años de soledad. De vez en cuando se ríe porque García Márquez ha hecho un giro narrativo loquísimo justo cuando se había acostumbrado a la historia. G. juega al Angry Birds, J. escucha música y el otro J. lee un libro de fantasía. Ayer estuvimos bebiendo en la calle y cenando pasta en una Tratoria. No quiero pecar de vanidoso, pero yo hago mejor pasta casera que la que probamos allí. Luego seguimos bebiendo y hablando de la vida y del sistema y del amor.
La tragedia de Valencia nos llega más como un susurro de algo lejano, que como una realidad descomunal e ineludible. Parece que ha sucedido en algún lugar lejano e inhóspito con el que no tenemos relación alguna. Ayer estuvimos en la puerta del restaurante de Módena que inspiró este viaje, y fue un auténtico anticlimax (como este texto). La puerta estaba cerrada, la cortina corrida y alrededor no había nadie, absolutamente nadie. Así que nos fuimos a un parque, nos sentamos en el suelo de piedra y nos comimos un bocadillo com mucha mortadela. Somos escombro, pero escombro feliz que camina y salta y baila y se moja con los charcos y se mancha con el pesto que sale de una focaccia recién echa con jamón recién cortado por la mano grande de un carnicero que todavía tiene fuerza para ser simpático, aunque lleva toda la mañana cortando jamón. Con una sonrisa en la cara atiende a cinco chavales escombro de una pequeña ciudad de la meseta castellana que nunca habían salido juntos de su país.
Este es un texto deslavazado sin ritmo ni comparsa, una mala canción de amor a la sensación de eternidad que tengo al entrar en una de esas catedrales que se construyeron hace 500 años, y a ese coliseo que se construyó hace 2.000 años y que todavía es útil. “No puede ser que la vida sea comer y pagar un alquiler”, leo que dice una señora en una entrevista. Viva las cosas viejas y los árboles centenarios, porque por su interior circulan miles de historias y lágrimas.
Ya estamos de vuelta en Madrid, es domingo, he leído el periódico y me han entrado unas ganas irrefrenables de irme a Valencia, para sacar fotos y contar historias, pero también para coger una pala y ayudar a quitar el barro de las calles. En México había terremotos y huracanes que anegaban ciudades enteras y arrastraban a cientos de personas hacia una muerte penosa. Tardaban tantos días en aparecer que ya solo se acordaban de ellos sus familiares, que no podían dormir hasta encontrarlos. El barro de Valencia me perturba, no lo había visto nunca, es hondo, espeso, y la marca sangrante y purulenta de una herida que no se va a cerrar tan pronto como pensamos.