Como un pendrive con virus

Una señora vieja, delgada, encorvada y con un vestido de colores lleva en la mano derecha su maleta y un cigarrillo a medio encender. En la izquierda lleva una copa de vino tinto que sostiene con la elegancia desgastada de alguien que ha bebido demasiado.

Antes de irme a casa me fumo un cigarro en la puerta de la T4 de Madrid por no sé qué impulso anacrónico y desvencijado. Son las once de la noche, hace frío. Todavía me queda una hora para llegar a casa. Tengo el sudor pegado a la piel. Estoy cansado, hambriento y harto de la gente, de los aviones y del trabajo, pero salgo a la calle a fumar. Pienso en la fotografía, en esa pulsión irrefrenable que tengo últimamente de sacar la cámara y hacer fotos cuando veo algo ligeramente reseñable. 

A la salida de la T4, una cantidad desorbitada de personas hacen fila esperando un taxi. Están cansadas y protestan. Se miran entre ellas con ese odio antiguo de las personas que ya no saben vivir de otra manera. Esperan a que aparezca el taxi providencial que les deje a la puerta de casa. Yo me pongo aparte, me lío un cigarrillo y observo atentamente. Mientras lo enciendo veo algo que me eriza la piel. Una señora vieja, delgada, encorvada y con un vestido de colores arrastra la maleta y un cigarrillo a medio encender con la mano derecha. En la izquierda lleva una copa de vino tinto que sostiene con la elegancia desgastada de alguien que ha bebido demasiado. Parece que acaba de volver de un viaje en el infierno. Así de cansada está. 

La señora se pone a fumar a mi lado, a la izquierda de la papelera que tiene un cenicero en lo alto. Yo para entonces ya he sacado una foto borrosa con el móvil mientras se acercaba. Todavía estoy nervioso. No sé por qué estoy tan nervioso. Siento que tengo a mi alcance la mejor foto de la historia y voy a perder la oportunidad. La foto resulta ser una mierda y no consigue reflejar ni tangencialmente la envergadura de la situación. Como cuando la chica que te gusta se sienta a tu lado. Tú solo tienes que hablarle. Primero te emocionas y no dices nada porque no te atreves, luego te entra la ansiedad porque sabes que deberías decir algo ya, y finalmente la tristeza, porque sabes que ya es demasiado tarde y no vas a tener el coraje ni de sonreír. 

La señora del vino y el cigarro empieza a hablar. Yo pienso que me quiere decir algo. Me giro para mirarla y me doy cuenta de que no me está hablando a mí. Habla a la nada, a nadie y a todos a la vez. Su discurso es universal. No entiendo lo que dice y no sé dónde meterme. Me está haciendo sentir incómodo. Sigo fumando mientras la vigilo por el rabillo del ojo. Me surgen preguntas, sobre el lugar de origen de la mujer, qué está haciendo allí, si acaba de llegar o se va, si está durmiendo en la T4 y se hace pasar por viajera para que nadie se dé cuenta de su condición. 

Me pregunto todas estas cosas hasta que termino el cigarrillo. Alterado y cansado, vuelvo a la terminal, directo al metro que me dejará en mi casa en algún momento entre hoy y nunca jamás. La foto es malísima, un horror de foto borrosa. No sé por qué me da por sacar estas fotos, lo hago porque lo necesito. No tienen que ser personas, puede ser el reflejo de la lluvia en la luna frontal del autobús, una mano extraña, un carrito de bebé tirado al lado de unos escombros, alguien bien colocado debajo de un arco. 

Hay un montón de cosas anodinas en el mundo que me sugestionan. Solo tengo que activar una especie de interruptor, de mi mirada fotográfica concreta, y empiezo a verlo todo de forma diferente. Veo y veo y veo cosas que antes no veía, como si llevara unas gafas especiales para ver realidades extrañas o ligeramente diferentes. Es una pulsión irrefrenable, un instinto primitivo, una forma de conectar con el mundo sin perturbar su equilibrio, es el momento de éxtasis —raro como un poni verde— de quitar el ojo del visor y saber que has sacado la mejor foto posible. Es como un haiku. (Una buena foto es como un haiku, corto y potente, directo al grano, y emociona en el primer segundo o no emociona nunca). 

Cuando llego al metro tengo los cascos puestos, el cuerpo escombro y la mente saturada de información. A mi lado se sientan unos chavales que han estado jugando una pachanga. Traen los calcetines altos arrebujados en el tobillo, las botas viejas con tacos de fútbol, camisetas de publicidad y mochilas con agujeros. Se ríen mucho, así que me quito los cascos, a ver qué dicen. Creo que están hablando de alguien de su equipo, alguien que no juega demasiado bien:

—Es como el té de manzanilla —aventura uno de ellos—. Cae bien, pero no hace nada. 

—Es como un pendrive con virus —dice otro, entre risas—, se mete al equipo y lo daña.

Los chavales se ríen, la chica que está con ellos se ríe. Tienen un repertorio infinito de frases parecidas. Yo solo apunté esas dos porque me parecieron geniales. Antes de que entraran, cuando el vagón de metro estaba vacío, he sacado veinte fotos a mis zapatos porque me gustaba el color del suelo y porque al lado había una goma de pelo negra que me ha sugerido cosas.

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Como un pendrive con virus

Una señora vieja, delgada, encorvada y con un vestido de colores lleva en la mano derecha su maleta y un cigarrillo a medio encender. En la izquierda lleva una copa de vino tinto que sostiene con la elegancia desgastada de alguien que ha bebido demasiado.

Antes de irme a casa me fumo un cigarro en la puerta de la T4 de Madrid por no sé qué impulso anacrónico y desvencijado. Son las once de la noche, hace frío. Todavía me queda una hora para llegar a casa. Tengo el sudor pegado a la piel. Estoy cansado, hambriento y harto de la gente, de los aviones y del trabajo, pero salgo a la calle a fumar. Pienso en la fotografía, en esa pulsión irrefrenable que tengo últimamente de sacar la cámara y hacer fotos cuando veo algo ligeramente reseñable. 

A la salida de la T4, una cantidad desorbitada de personas hacen fila esperando un taxi. Están cansadas y protestan. Se miran entre ellas con ese odio antiguo de las personas que ya no saben vivir de otra manera. Esperan a que aparezca el taxi providencial que les deje a la puerta de casa. Yo me pongo aparte, me lío un cigarrillo y observo atentamente. Mientras lo enciendo veo algo que me eriza la piel. Una señora vieja, delgada, encorvada y con un vestido de colores arrastra la maleta y un cigarrillo a medio encender con la mano derecha. En la izquierda lleva una copa de vino tinto que sostiene con la elegancia desgastada de alguien que ha bebido demasiado. Parece que acaba de volver de un viaje en el infierno. Así de cansada está. 

La señora se pone a fumar a mi lado, a la izquierda de la papelera que tiene un cenicero en lo alto. Yo para entonces ya he sacado una foto borrosa con el móvil mientras se acercaba. Todavía estoy nervioso. No sé por qué estoy tan nervioso. Siento que tengo a mi alcance la mejor foto de la historia y voy a perder la oportunidad. La foto resulta ser una mierda y no consigue reflejar ni tangencialmente la envergadura de la situación. Como cuando la chica que te gusta se sienta a tu lado. Tú solo tienes que hablarle. Primero te emocionas y no dices nada porque no te atreves, luego te entra la ansiedad porque sabes que deberías decir algo ya, y finalmente la tristeza, porque sabes que ya es demasiado tarde y no vas a tener el coraje ni de sonreír. 

La señora del vino y el cigarro empieza a hablar. Yo pienso que me quiere decir algo. Me giro para mirarla y me doy cuenta de que no me está hablando a mí. Habla a la nada, a nadie y a todos a la vez. Su discurso es universal. No entiendo lo que dice y no sé dónde meterme. Me está haciendo sentir incómodo. Sigo fumando mientras la vigilo por el rabillo del ojo. Me surgen preguntas, sobre el lugar de origen de la mujer, qué está haciendo allí, si acaba de llegar o se va, si está durmiendo en la T4 y se hace pasar por viajera para que nadie se dé cuenta de su condición. 

Me pregunto todas estas cosas hasta que termino el cigarrillo. Alterado y cansado, vuelvo a la terminal, directo al metro que me dejará en mi casa en algún momento entre hoy y nunca jamás. La foto es malísima, un horror de foto borrosa. No sé por qué me da por sacar estas fotos, lo hago porque lo necesito. No tienen que ser personas, puede ser el reflejo de la lluvia en la luna frontal del autobús, una mano extraña, un carrito de bebé tirado al lado de unos escombros, alguien bien colocado debajo de un arco. 

Hay un montón de cosas anodinas en el mundo que me sugestionan. Solo tengo que activar una especie de interruptor, de mi mirada fotográfica concreta, y empiezo a verlo todo de forma diferente. Veo y veo y veo cosas que antes no veía, como si llevara unas gafas especiales para ver realidades extrañas o ligeramente diferentes. Es una pulsión irrefrenable, un instinto primitivo, una forma de conectar con el mundo sin perturbar su equilibrio, es el momento de éxtasis —raro como un poni verde— de quitar el ojo del visor y saber que has sacado la mejor foto posible. Es como un haiku. (Una buena foto es como un haiku, corto y potente, directo al grano, y emociona en el primer segundo o no emociona nunca). 

Cuando llego al metro tengo los cascos puestos, el cuerpo escombro y la mente saturada de información. A mi lado se sientan unos chavales que han estado jugando una pachanga. Traen los calcetines altos arrebujados en el tobillo, las botas viejas con tacos de fútbol, camisetas de publicidad y mochilas con agujeros. Se ríen mucho, así que me quito los cascos, a ver qué dicen. Creo que están hablando de alguien de su equipo, alguien que no juega demasiado bien:

—Es como el té de manzanilla —aventura uno de ellos—. Cae bien, pero no hace nada. 

—Es como un pendrive con virus —dice otro, entre risas—, se mete al equipo y lo daña.

Los chavales se ríen, la chica que está con ellos se ríe. Tienen un repertorio infinito de frases parecidas. Yo solo apunté esas dos porque me parecieron geniales. Antes de que entraran, cuando el vagón de metro estaba vacío, he sacado veinte fotos a mis zapatos porque me gustaba el color del suelo y porque al lado había una goma de pelo negra que me ha sugerido cosas.

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