Bigotes

Podemos afirmar que lo que lleva a un hombre a dejarse bigote no es una cuestión estética, sino de autoafirmación. El portador estará obligado a dejárselo de por vida.

Afirma la leyenda urbana que todo hombre sale beneficiado de la aparición de un bigote en su rostro. El supuesto, primo hermano del que asegura que un hombre rapado al cero resulta de lo más atractivo, ignora dos variables biológicas. A saber, A, que pocas caras, mayoritariamente sólo aquellas reservadas a los muy guapos, soportan la presencia de un buen bigotón sin ver afectado cierto sentido del ridículo. Y B, que el bigote, para ser considerado tal, debe florecer en la superficie correspondiente con suficiente frondosidad, sin que asome un mínimo y rosáceo rastro de piel, lo cual siempre me ha parecido muy injusto para los que militamos en el gremio de los barbilampiños, imberbes y tiñosos en general.

Lo habitual, si hacemos caso a la estadística -aunque nos baste con la observación del círculo cercano- es que el varón promedio no cumpla con ambos requisitos simultáneamente. O muy guapo o bigotazo constantinoromeresco, las dos a la vez es vicio. Lo más probable, de hecho, es no cumplir con ninguna de las dos premisas. Por tanto, podemos afirmar que lo que lleva a un hombre a dejarse bigote no es una cuestión estética, sino de autoafirmación. De querer reivindicar sabe Dios qué, cada uno lo que considere digno de reivindicación, un poco como en los Goya.

Algunos lo hacen para subrayar su virilidad, como si sobre el mostacho pudiéramos leer la palabra TIARRÓN, así, en mayúsculas y en negrita. Otros, más sutiles, manifiestan de tan velluda manera su firme voluntad de romper con el pasado, de dejar de percibirse y proyectarse todavía efebo e inocentón. En cualquier caso, sea cual sea el motivo, detrás de un bigote hay una demostración de carácter. Un tío con bigote no usa palabras como brunch o resiliencia. Un tío con bigote sabe purgar radiadores. Aquí tenemos un hombre, no un niño, siendo irrelevante lo que cada bigotudo entienda por el concepto hombre y por el concepto niño. 

Tom Selleck - Moviestore/Shutterstock

No debemos olvidarnos tampoco de otra pulsión, minoritaria quizá, que promueve el crecimiento del vello en el labio superior. Hay cierta vocación artística en esos bigotillos finos, sutiles, según la cual se le presupone al dueño una sensibilidad estética muy superior a la de la media. En este caso, el bigote funciona a modo de galerista de arte contemporáneo, su éxito radica en dar la impresión de haber sido capaz de comprender algo que al resto se nos escapa, de encontrar no ya la belleza, sino la sublimación en el atractivo de lo cotidiano. Para esto, claro está, no todo el mundo vale, son pocos los capacitados para saber llevarlo con un mínimo de gracejo castizo.

 

Con todo ello, ya sea en su variante machote o vanidosa, tiene el bigote un espíritu castrense que domeña a todo aquel dispuesto a no pasarse la cuchilla. La voluntad en sí de dejarse cuatro pelos mal que bien debajo de la nariz sugiere una predisposición oculta por la jerarquía, la disciplina y el mando. Hay que tener cuidado, porque empieza uno tarareando marchas militares y cogiéndole el gusto a marcar mucho las jotas y las erres y pisar fuerte, y el jueves más tonto se descubre a sí mismo con irrefrenables ganas de perpetrar un noble acto tristemente venido a menos en nuestros días, la hermosísima y cañí tradición del pronunciamiento.

Un problema insospechado del tema que nos ocupa, su posible éxito. Si el bigote sienta bien, hagamos el ejercicio de creérnoslo, el portador estará obligado a dejárselo de por vida. De lo contrario, el riesgo está ahí. En convertirse en Vicente del Bosque. Te dejas un señor bigote a los veinte como símbolo de tu fuerte compromiso izquierdista del momento y te lo afeitas cincuenta años después por una campaña publicitaria. Y claro, así ni Dios le reconoce, empezando por él mismo. Unos sustos en los espejos, pobre hombre. Tu ausencia en mi piel, mi boca sin ti, le han escuchado cantando en el Toni 2, borracho como una cuba. 

Con lo cual, y siendo esta la conclusión final, lo que verdaderamente mide el bigote, lo que aleja al mostacho español de mero decoro facial para convertirlo casi en elemento filosófico, es el grado de compromiso masculino con las decisiones tomadas. Llevar bigote es señal de hombre fiel. Con sus principios, consigo mismo. Con la idea de cómo presentarse ante el mundo, con su amor propio.

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Costumbres

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Podemos afirmar que lo que lleva a un hombre a dejarse bigote no es una cuestión estética, sino de autoafirmación. El portador estará obligado a dejárselo de por vida.

Afirma la leyenda urbana que todo hombre sale beneficiado de la aparición de un bigote en su rostro. El supuesto, primo hermano del que asegura que un hombre rapado al cero resulta de lo más atractivo, ignora dos variables biológicas. A saber, A, que pocas caras, mayoritariamente sólo aquellas reservadas a los muy guapos, soportan la presencia de un buen bigotón sin ver afectado cierto sentido del ridículo. Y B, que el bigote, para ser considerado tal, debe florecer en la superficie correspondiente con suficiente frondosidad, sin que asome un mínimo y rosáceo rastro de piel, lo cual siempre me ha parecido muy injusto para los que militamos en el gremio de los barbilampiños, imberbes y tiñosos en general.

Lo habitual, si hacemos caso a la estadística -aunque nos baste con la observación del círculo cercano- es que el varón promedio no cumpla con ambos requisitos simultáneamente. O muy guapo o bigotazo constantinoromeresco, las dos a la vez es vicio. Lo más probable, de hecho, es no cumplir con ninguna de las dos premisas. Por tanto, podemos afirmar que lo que lleva a un hombre a dejarse bigote no es una cuestión estética, sino de autoafirmación. De querer reivindicar sabe Dios qué, cada uno lo que considere digno de reivindicación, un poco como en los Goya.

Algunos lo hacen para subrayar su virilidad, como si sobre el mostacho pudiéramos leer la palabra TIARRÓN, así, en mayúsculas y en negrita. Otros, más sutiles, manifiestan de tan velluda manera su firme voluntad de romper con el pasado, de dejar de percibirse y proyectarse todavía efebo e inocentón. En cualquier caso, sea cual sea el motivo, detrás de un bigote hay una demostración de carácter. Un tío con bigote no usa palabras como brunch o resiliencia. Un tío con bigote sabe purgar radiadores. Aquí tenemos un hombre, no un niño, siendo irrelevante lo que cada bigotudo entienda por el concepto hombre y por el concepto niño. 

Tom Selleck - Moviestore/Shutterstock

No debemos olvidarnos tampoco de otra pulsión, minoritaria quizá, que promueve el crecimiento del vello en el labio superior. Hay cierta vocación artística en esos bigotillos finos, sutiles, según la cual se le presupone al dueño una sensibilidad estética muy superior a la de la media. En este caso, el bigote funciona a modo de galerista de arte contemporáneo, su éxito radica en dar la impresión de haber sido capaz de comprender algo que al resto se nos escapa, de encontrar no ya la belleza, sino la sublimación en el atractivo de lo cotidiano. Para esto, claro está, no todo el mundo vale, son pocos los capacitados para saber llevarlo con un mínimo de gracejo castizo.

 

Con todo ello, ya sea en su variante machote o vanidosa, tiene el bigote un espíritu castrense que domeña a todo aquel dispuesto a no pasarse la cuchilla. La voluntad en sí de dejarse cuatro pelos mal que bien debajo de la nariz sugiere una predisposición oculta por la jerarquía, la disciplina y el mando. Hay que tener cuidado, porque empieza uno tarareando marchas militares y cogiéndole el gusto a marcar mucho las jotas y las erres y pisar fuerte, y el jueves más tonto se descubre a sí mismo con irrefrenables ganas de perpetrar un noble acto tristemente venido a menos en nuestros días, la hermosísima y cañí tradición del pronunciamiento.

Un problema insospechado del tema que nos ocupa, su posible éxito. Si el bigote sienta bien, hagamos el ejercicio de creérnoslo, el portador estará obligado a dejárselo de por vida. De lo contrario, el riesgo está ahí. En convertirse en Vicente del Bosque. Te dejas un señor bigote a los veinte como símbolo de tu fuerte compromiso izquierdista del momento y te lo afeitas cincuenta años después por una campaña publicitaria. Y claro, así ni Dios le reconoce, empezando por él mismo. Unos sustos en los espejos, pobre hombre. Tu ausencia en mi piel, mi boca sin ti, le han escuchado cantando en el Toni 2, borracho como una cuba. 

Con lo cual, y siendo esta la conclusión final, lo que verdaderamente mide el bigote, lo que aleja al mostacho español de mero decoro facial para convertirlo casi en elemento filosófico, es el grado de compromiso masculino con las decisiones tomadas. Llevar bigote es señal de hombre fiel. Con sus principios, consigo mismo. Con la idea de cómo presentarse ante el mundo, con su amor propio.

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