El fascismo de las palabras

Las palabras son fascismo. Escribo esto con una sola mano. Busco en el teclado las letras antes de apretar con el dedo corazón. Si las palabras son fascismo, hay que usarlas con el máximo cuidado. Ta, ta, ta suena el golpeteo del fascismo. Sale de mi mente y yo lo imprimo sin piedad sobre esta página en blanco. Fue el primer jueves de marzo, durante la inauguración de una exposición de arte. La sala estaba en el garaje de un edificio de tres plantas de Carabanchel, un barrio al sur de Madrid, fuera de la M-30. No era una galería de arte. Era un estudio de arquitectura al que despojaron de mesas y ordenadores para colgar los cuadros de una artista joven que vino desde Barcelona para hacer su primera exposición en solitario. 

Fue durante la presentación que hicieron dos chicas. Una joven filósofa muy influyente de Madrid y su novia, una historiadora del arte que se desenvolvía como pez en el agua. No digo sus nombres por dos razones. Primero, porque no les he preguntado y no lo quiero hacer. El ego se comería esta pieza y dejaría solo mis ganas de impresionar y caer bien, que ya son enormes. Segundo, porque allí había un ambiente que quiero proteger. Aunque estaban los modernos más modernos de Madrid, nadie sacó el móvil para hacer su historia de Instagram. Siento que con este texto estoy transgrediendo un poco el pacto no verbal que se firmó allí. Lo mínimo que puedo hacer es no enredarme con nombres. 

La filósofa de la pareja era un torrente de citas y pensamientos, una de esas enfermas de literatura de las que habla Vilas-Matas. No recuerdo el autor que citó. Quiero decir que Bertrand Russell o John Berger, pero no me acuerdo. El caso es que citó a un escritor que defendía el fascismo que se esconde detrás de las palabras. No la estoy citando a la perfección, pero más o menos dijo que ese escritor “defendía que las palabras son un poco fascismo, porque imponen una realidad, obligan al que las usa a definir un sentimiento con un lenguaje muy limitado, que pocas veces abarca la totalidad de lo que queremos expresar”. Pa pa pa, suenan las teclas del ordenador. Todavía. 

A mí me trastornó un poco. Pensé que tenía razón, y empecé a divagar sobre las consecuencias de esa verdad para mi trabajo. ¡Para mi vida entera! ¿Tenía que dejar de utilizar las palabras? Ya habían tratado el tema en la parte inicial de la conversación. La historiadora de arte, en vez de presentar a la artista y dejar que ella explicase un poco sus cuadros, dijo que no hacía falta. No solo que no hacía falta, sino que estaba mejor así, que imponer un relato y obligar a la artista a contar una historia o dar una explicación de lo que veíamos (era arte abstracto, de formas oblicuas y líneas rojas que atravesaban un ojo aquí, una espalda —o lo que parecía una espalda— allí). 

Los cuadros transmitían algo, tenían cierta intensidad, cierta potencia, y yo no paraba de mirar a la artista buscando una explicación, una historia, al menos unas palabras que me permitieran conocerla un poco más. Necesitaba algo a lo que agarrarme para poder desplegar la imaginación. Pero no, la artista no habló. Estaba sentada en la parte de atrás de la sala, escuchando la conversación. No quería hablar. Hubo un amago de invitarla al centro, pero ella lo rechazó. Terminó la conversación entre las dos chicas y yo me quedé un poco perdido. Después había un pequeño concierto, así que la amiga que vino conmigo y yo bebimos cerveza y dimos vueltas. Yo no podía parar de preguntarme: “Entonces, ¿mis ganas de una explicación, mi necesidad de imponerle un relato a todo, son fascismo? 

Un poco sí, me dije. Con las palabras ordeno la realidad, y esa es una palabra muy fascista. El relato que surge de cualquier historia es una versión reducida y digerible del infinito de sensaciones y verdades que nos rodean. La memoria también es eso, una versión reducida hasta el ridículo de un momento pasado inabarcable. ¿Todo eso es fascismo? ¡No! Digo con unas exclamaciones bastante fascistas. O sí. Un poco. Pero lo otro es el caos, y yo en el caos absoluto de un cuadro abstracto me pierdo, por muy bohemio que intente ser y por mucho que intente aparentar que entiendo la profundidad de lo que veo. 

A mí no me pueden pedir que mire un cuadro lleno de colores y líneas y diga “¡Dios mío, qué obra de arte, cómo transmite, qué potencia!”. Puedo ver algo, intuir que hay algo de verdad detrás de lo que estoy observando, pero eso se ve en un segundo. Al siguiente quiero saber la historia, cómo ha llegado ese cuadro a ser lo que es, cuál es la inspiración, el método que sigue la artista, su experiencia. Quiero saber todo lo que sea posible saber para tener una historia a la que agarrarme. Pero no, los expertos dicen que no, que si la artista te cuenta su historia te limita, te impone una visión del cuadro. No entiendo nada. ¡Qué esnobismo! Perdón por las exclamaciones, pero el arte abstracto es el que más depende de la historia del artista que lo crea. Yo estaba en la sala de arte, ya eran las doce de la noche, la gente desaparecía sin decir adiós. Me fui a buscar una respuesta. Ta ta ta, suenan las teclas del ordenador. 

¿Sabéis lo mejor de todo esto? No tengo nada en contra de las chicas, me parece que fueron valientes exponiéndose ahí delante de nosotros. Nunca imponían sus opiniones como verdades absolutas. Soy yo el que se lo está tomando como algo personal. Al final de la noche, después del concierto tan íntimo y fantástico, las cervezas y las divagaciones, hablé con la artista. Le pregunté si ella pensaba que las palabras eran fascismo, porque en realidad yo estaba un poco de acuerdo, las palabras son fascismo porque crean historias. Esas historias ordenan el mundo y limitan las posibilidades que cualquier cosa tiene de ser algo diferente a la palabra que se ha utilizado para describirla.

Ella me respondió que, en realidad, está encantada de hablarme de sus cuadros, así, de uno a uno. Lo que no estaba dispuesta a hacer es a ponerse el micrófono en la boca para darles a los presentes una lección de lo que eran y no eran sus cuadros. Luego se quedó mirando un momento el cuadro que yo tenía detrás y dijo: “Mira, ves ese borrón de negro que tiene el cuadro arriba a la izquierda. Lo hice ayer. Antes había una cara y más cosas, pero estaba paseando por la Plaza de España y me di cuenta”. Compró pintura negra y lo tapó. 

¡Qué historia! Pensé, contento, atrapado. Ya no podría volver a mirar ese cuadro con la mirada virgen de antes, pero me importaba bien poco. ¡Qué historia! Contó otras historias de diferentes cuadros, pero creo que esta contiene la esencia. La historia es importante en sí misma, pero también es interesante porque sirve para intuir una personalidad, y la vida que la acompaña: la de alguien obsesionada con encontrar la perfección, la plenitud, la completitud de sus cuadros abstractos. La de una artista que vive para expresarse con pinceles de la manera más precisa y verdadera posible, la de una artista que lo ha sacrificado todo para poder pintar, que ha dejado de comer para comprarse algo de pintura (esto lo contaría después). Ta ta ta, suenan las teclas de mi ordenador. Hace tiempo que dejé de escribir con una mano. Ta ta ta, fin del fascismo. 

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