En Vivir no es tan divertido, y envejecer, un coñazo (Anagrama, 2021), Óscar Tusquets Blanco reflexiona, como el propio nombre del libro indica, sobre la alegría y la juventud. Si he decidido no sólo comprarlo sino también empezarlo, a pesar de que tengo una cómoda en la habitación que me pide a gritos un buen libro para ser calzada, si he empezado a leerlo, decía, ha sido por su portada. Es un libro con una de las portadas más bonitas que he visto en mi vida y, al mismo tiempo, uno de los títulos más horribles que leí jamás, que tiene mérito la disonancia. Aunque eso sí, no se le puede negar al ejemplar tener un nombre que, aunque feo, seduzca. Cuántos libros no leeremos por una mala combinación portada - título. Y sobre todo, cuántos leeremos. Yo desde luego, que soy un frívolo y que elijo mis lecturas con la única intención de que me saque algún día Gente leyendo en el metro.
Quiso la pandemia de 2020 pillar a Tusquets en medio de la redacción de este libro, y no pudo evitar el autor la tentación que en él nacía de incluir sus reflexiones ligeras e inquietantemente sensoriales acerca de la nueva enfermedad y el futuro incierto más próximo. Una frase me llama la atención. De la pandemia no saldremos mejores, pero sí más tontos y más pobres. Lo dice este barcelonés arquitecto, pintor, diseñador y escritor, que además de todo eso tiene el honor de reabrir en mí un trauma que pensaba ya superado. Y no será que el título no me advirtiese. A alguien que te suelta eso de que envejecer es un coñazo sin necesidad de pasar a la primera página uno le comprende enseguida en su dolor de recordar los tiempos felices desde la miseria. Llegué al libro por su ligereza y me quedé por la nostalgia.
Efectivamente, Vivir no es tan divertido, y envejecer, un coñazo habla de melancolía -concepto y actitud vital que detesto- pero no una de cualquier tipo, sino de la peor melancolía posible, la sentida hacia aquello que nunca sucedió. Ya se sabe que la imaginación es un lugar peligrosísimo.
Quizá imbuido por el pesimismo de un hombre de 80 años -¿quién a esa edad se puede permitir la frivolidad de no serlo?- me planteo qué hubiese ocurrido si aquel paréntesis de mierda del que nunca nos recuperamos del todo me hubiese pillado con otra edad y no a los 27, que es a la personalidad algo parecido a las tardes de domingo, el lugar y el momento en el que se forja el carácter adulto. La etapa indicada para definir quién eres, qué quieres y más importante que lo anterior, a lo que estás dispuesto a renunciar.
De mi grupo de conocidos unos salieron del confinamiento con el ABC bajo el brazo y entre sus hojas un documento plastificado renunciando por escrito a su juventud. Señores de sus casas y prácticamente presidentes de sus comunidades de vecinos. A marzo le entregamos algunos de nuestros mejores muchachos y el COVID nos los devolvió padres, sin hijos todavía pero llenos de certezas. Y otros, en cambio, fuimos devorados por la incertidumbre, por las dudas en absolutamente todo. Más indecisos, más amargos. Con menos brillo en los ojos y en el pelo.
Saldremos más tontos y más pobres dijo Tusquets hace unos años. Lo leo y no dejo de preguntarme qué hubiese pasado si nunca hubiésemos sido pobres, si fuese posible poder comprar un piso y diseñar algo mínimamente parecido a un proyecto de vida, si tú y yo todavía estamos a tiempo de ser abuelos, si las experiencias de los amigos no diesen la razón a los datos que salen en el periódico sobre empleo y natalidad entre los jóvenes. Y sobre todo me pregunto qué nos impide a los nacidos a partir de 1990 juntarnos todos y empezar a quemar cosas. Supongo que será la educación recibida, que nos insta a dialogar y a obrar con moderación dentro un sistema reflexivo y sosegado en torno al cual hemos construido un civismo incapaz de rebelarse contra el pesimismo. Nos queda, eso sí, la estética. Por algo vivimos en la cultura de la imagen. Sin futuro y sin esperanza, pero bien peinados.
Jep Gambardella dijo que la nostalgia es la única distracción posible de quien no cree en el futuro. Mal que me pese no puedo evitar verme reflejado ahí, en contra de toda mi voluntad, pues creo que lo que define a las personas más inteligentes es su capacidad para pasárselo bien, en todo momento y bajo cualquier circunstancia, y empatizar con la definición sorrentiniana lleva implícito la asunción de un pequeño fracaso. A nadie le gusta reconocer su propia imbecilidad.
Mientras escribo estas deprimentes líneas observo por la ventana cómo unos operarios están llenando la piscina. No sé qué significa, pero me parece una imagen cargada de simbolismo, de color, alegre. Capaz de vaticinar un futuro optimista, ligero y algo frívolo, que son los atributos que quiero a mi alrededor. En los libros, en los demás, en mí.
Proyecto para el futuro: no sobreestimar las consecuencias de la melancolía. No concederle ni un centímetro a la nostalgia. Es una trampa.