Ifigenia

El pasado domingo Ifigenia, escrita por Silvia Zarco y dirigida por Eva Romero, cerró la 70ª edición del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida.

En medio de la guerra contra Troya, el rey griego Agamenón (Juanjo Artero) acude al oráculo para pedir consejo y ayuda. Este, a cambio de un sacrificio, hará que los vientos soplen a su favor. El problema está en que el sacrificio que le pide es el de la vida de su propia hija, Ifigenia (Laura Moreira). Por medio de un engaño, Agamenón hace que ella acuda a la base del campamento bajo el pretexto de casarse con Aquiles (Néstor Rubio), el mejor y más prestigioso soldado de Grecia. Ifigenia acude y finalmente acaba enterándose de los planes de su padre que, aunque vacila en su propósito y se plantea el renunciar a la victoria por su amada hija, acaba siéndole fiel a su idea inicial, pensando en el honor, en la victoria y en no defraudar, bajo ningún concepto, a sus tropas.

En toda tragedia griega hay siempre un destino que se le impone al héroe y del cual no le es posible escapar. Este destino es el que marca todo el desarrollo de la obra, donde la acción del personaje principal está encaminada a la luchar desesperantemente contra él. Ahora bien, Ifigenia, desde el más sórdido horror y el más crudo espanto por no poder escapar a una muerte segura, no habla con la voz de un héroe. La de Ifigenia es otra historia marcada esta vez por un destino impuesto pero ajeno a ella. Es su padre quien determina qué es lo que va a suceder con su vida, quien con su decisión fatal decide que va a morir en favor de la patria.

La gloria de los héroes no resplandece suspendida en el aire sobre ellos, sino que toma tierra y a menudo se asienta sobre la vida de otras personas -aplastándolas- cuya historia no se suele narrar. “La de Ifigenia es la primera muerte violenta de una mujer en la literatura universal”, dice el programa de mano de esta obra. En este destino no decidido, se cifra la historia de otras muchas víctimas inocentes cuyas vidas arrebatadas conforman los márgenes del camino de la Historia.

Con la consumación de la muerte sacrificial de Ifigenia se impone la lógica de los dioses, de la guerra, de la violencia y de la lucha por el poder. Todo se hace en favor de la batalla, del honor, de la gloria inmortal y de la victoria sobre el enemigo. Al margen queda la justicia humana, más cruda a menudo que la divina y el llanto de la madre que encarna Clitemnestra (Beli Cienfuegos), que intenta razonar sin éxito con su marido y asesino de su hija. El dolor que emana desde las entrañas de la humanidad que recoge el llanto de las mujeres en escena es sofocado por la razón del poder y la violencia. 

“¿Qué tengo que ver yo con el honor de un hombre?”, clama una y otra vez Ifigenia.

Jaques Louis David (1748-1825). La ira de Aquiles.Óleo sobre tela, 105x145 cm. 1819. Kimbell Art Museum, Texas (EEUU).

La unión de tres textos diferentes – Ifigenia en Aúlide, Hécuba y Agamenón- en esta representación hace que el relato no acabe con la sola muerte de Ifigenia. Al no terminar con la catarsis del asesinato, se le resta solemnidad al acto en sí, se desmitifica el sacrificio. La historia no finaliza con él, sino que hay más víctimas aun cuando la guerra ha llegado a su fin. Es el caso de Políxena (Nuria Cuadrado), hija de la princesa troyana Hécuba (María Garralón) y también del menor de sus hijos, enviado lejos del conflicto en calidad de protegido.

El papel de mediación entre la vida y la muerte que a menudo se desprende de los mitos fundacionales de occidente quizás no haya sido tal. Con la historia de Ifigenia, de Políxena y de todas las voces corales que en esta obra se unen, se pone de manifiesto que quizá nunca se trató de una mediación sino de una resignación a ser usadas como un medio en favor de otra cosa supuestamente mayor y más importante.

La puesta en escena, el escenario, los actores -mención especial para María Garralón y Beli Cienfuegos (las madres trágicas), vestuario, iluminación y el texto dieron voz a la historia de Ifigenia, contada innumerables veces, pero esta vez desde su propia grieta.

Autor: @davidd_dl

En el Festival de Mérida se estrenan todos los veranos a lo largo de casi dos meses las mejores obras de teatro clásico. La puesta en escena de la versión de Unamuno de la Medea de Séneca inauguró en 1933 esta tradición, interrumpida por la guerra y retomada en 1953 con Fedra a cargo de un grupo de estudiantes universitarios.

Más o menos cada semana se estrena una obra que es representada durante varias noches. El escenario principal, el teatro romano, fue mandado construir por Marco Agripa en el siglo I a.C. En él tuvo lugar la representación de Ifigenia y otras muchas obras del programa de este año, como Medusa, Tiresias o La Paz (Celebración grotesca sobre Aristófanes). Ver cualquier representación con los imponentes restos del edificio de fondo iluminados en medio de la noche es sobrecogedor. Toda la ciudad está plagada de restos arqueológicos de la época romana; cementerios, domūs, el circo, las murallas, el acueducto… Durante los meses de continua representación, todos estos enclaves parecen girar en torno a la idea del teatro, incluso el Museo de Arte Romano, que suele programar también exposiciones temporales especiales en consonancia con el festival (IMPORTANTE: cerrado los lunes y domingos por la tarde).

Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES