Moe Szyslak Editores

El martes trato de no moverme mucho: he amarrado el cierre roto de mis pantalones cortos con una cuerda.

Durante once días leo solo libros delgados. Aprovecho el lento comienzo de las tardes y el catálogo de las cinco editoriales que ofrece mi mesón. Es el mes del libro, aparecen ferias varias y boto todos mis turnos de madrugada conserjeril. Comienzo a usar las mañanas, que echaba de menos. Ni bien apoyo la cabeza en la almohada me duermo. Y comienzo a recordar. Anoche por ejemplo hice volar la mesa con ruedas de una patada: estaba soñando que enfrentaba a unas cucarachas gigantes que hacían movimientos de karate así de pie con sus manitas de cucaracha. 

                                                                       *

Escucho desde mi stand a Redolés, a Zurita, a Rita Segato. Primero, a lo lejos, escucho “Rita y su gato” y luego caigo en cuenta. Como tampoco se escucha tan bien, alterno entre mis delgadas lecturas y fragmentos de los expositores. ¿Escojo libros chicos para aprovechar esta biblioteca temporal, para ir descartando opciones de mi listado de doscientoscincuenta pendientes (contando solo los pantallazos del cel) o para alguna vez cumplir mi absurdo desafío goodreads de cien libros al año? Hubo un tiempo en que el libro que estaba leyendo era el único libro existente. A veces pienso en eso con autoenvidia. ¿Quién fue que me dijo hace unos días que las repisas con libros cedieron y cayeron encima como una señal? Hablamos y escribimos sobre libros pero no sabemos cómo nos oímos. Por ejemplo cuando el presentador de esta feria dice por los parlantes LEER ES PODER se me arruga el entrecejo. No puedo saber si es lo que tiene que decir o si de verdad lo piensa. Y poco importa: es el estatuto microfonil el que habla, el que hace de sujeto incluso antes de que haya sujeto. Quizá me pasa con los libros parecido a con el fútbol: prefiero la prosa compleja y real de veintidós individuos puestos a prueba antes que la monserga final de un dt explicando por qué esta vez la pasión popular no ha coincido con la ejecución. Los índices antes que las intrusas fajas de los libros, el primer párrafo de La sangre y la esperanza antes que los estudios al respecto, y así.

                                                                       *

Intento absorber la envidiable capacidad reseñadora y mediadora de la chica que llego a relevar y con quien a veces coincido algunos minutos. El hecho de que sea imposible que me aprenda todos los libros que están sobre el mesón me impulsa a irlos incorporando de a poco, sin presión. A ratos, como en el aikido, uso la fuerza del oponente, es decir, dejo a los lectores que hablen, que me cuenten: si alguien parece interesado por tal o cual libro le hago preguntas, escucho. Alimento y absorbo ese interés, que luego, si me preguntan, replico. 

                                                                       *

Se me aparece Cecilia Pavón, y con eso quiero decir que la leo por vez primera, pero también algo más. Con una amiga que está metida con su poesía completa concluimos que a veces lo que nos gusta de un escritor o escritora es su personalidad. Cierta manera de molestarse a sí mismo por escrito. Ciertas maneras chistosas o elegantes de ir cargando un yo. “Me da esperanza que la poesía no tenga que ser una hueá indescifrable”, me dice L. “Exageré toda mi vida y escribí los poemas ridículos de esas exageraciones”, escribe Cecilia.

                                                                       *

No aprendo. Me gasto lo ganado en más libros que voy metiendo a mi pieza cual faraón enterrado. Y peor aún: me convenzo de que ir moviéndolos y organizándolos en nuevas categorías es casi como leer (por ejemplo, apenas termine Crash puedo permitirme retomar La novela del corazón, o releer la Trilogía involuntaria, o empezar la novela en que se basó Children of men; cualquier -y me lo repito fuerte a mí mismo: CUALQUIER- novela que adquiera debería quedar en esa fila del mismo modo que cualquier libro de cuentos debería quedar en su respectiva fila, sin embargo, ¿qué pasa si, como acaba de suceder, me prestan esta novelita de menos de cien páginas de Carmen Ollé titulada Por qué hacen tanto ruido? Pues se genera una excepción, una prioridad basada en la responsabilidad hacia un otro, esto es, debo leerla y devolverla dentro de este mismo mes). Todo ese preámbulo justificatorio para decir que en el stand de enfrente hay descuentos en Alba y doy con El diario de un hombre decepcionado ¿Si había oído de Barbellion? Jamás. ¿Si necesito leer la corta vida de otro europeo enfermizo que escribía acostado hace un siglo? Ni siquiera me lo pregunto: cuesta la mitad de lo que debería y cuando lo abro al azar el tipo está sentado en un banco de una plaza tratando a todos de idiotas, incluido él mismo. Al llegar a casa lo dejo junto al Libro del desasosiego y Diario de invierno. Terminar de leerlos va a ser también una manera de empezar a leer al joven Barbellion, y así, sucesivamente, hasta ser enterrado en mi pirámide.

                                                                       *

El martes trato de no moverme mucho: he amarrado el cierre roto de mis pantalones cortos con una cuerda. Soy Nelson Muntz. Soy Moe Szyslak, que al menos durante un capítulo de los Simpsons fue poeta: “Mi alma huele como paloma muerta después de tres semanas / cierro mi ventana y me voy a dormir / En mi sueño como maiz con los ojos”. Al día siguiente me siento bien pegado a mi stand: mientras venía hacía acá he tratado de saltar una poza y se ha roto un segundo short, justo en la entrepierna. Pienso que si me río de mí antes que el mundo gano. Pienso, también, que si uno sale poco casi nadie se da cuenta que solo tengo dos pantalones, idénticos.

                                                                       *

Otro día. Otra tarde. Me gusta llegar media hora antes para adecuarme al sauna que generan los toldos que nos cubren. En eso veo a cierto diputado rodeado de su séquito. Lo felicitan. Lo consienten. La disposición misma de los cuerpos los devela. Me acerco, sin que lo noten. Escucho claramente a una mujer que le repite la frase con la que este le respondió hace poco a otro diputado, por redes sociales. “¡Me importa un pepino!”. La repite fuerte, como si fuera un verso escogido de un poema, un proverbio, una invención propia, una manera ingeniosísima de ganar una discusión política. El diputado sonríe, pagado de sí mismo. Ya estoy cómodo con la temperatura y camino hacia mi stand, con la certeza de que recibir demasiada atención durante demasiado tiempo es algo que no todos saben llevar con gracia.  

                                                                       *

Penúltimo día. En media hora me leo Cero, uno de los últimos poemarios de Bertoni editados por Overol. Este sí. Este sí que sí. Mientras lo leo voy sintiendo que tengo órganos, que la respiración es algo que doy por hecho. Para poder vivir no hay que pensar en qué tiene que hacer el corazón y estos breves poemas me tiran en la dirección contraria y al final lo que queda es esa soportable fricción. Aunque ya dos amigas me han dicho esta semana que no entienden por qué algo se vuelve poesía por tan solo escribirlo hacia abajo y cortando arbitrariamente la frase -me ha pasado, me sigue pasando (no aquí)-, debo afirmar que me prestaron por un rato una sensibilidad enfermiza y enfermante, y que eso ocurrió bajo una modalidad que podría llamarse poética. No digo que sea deseable. Ni siquiera digo que sea una experiencia agradable. Si el espíritu del micrófono de la feria me poseyera tendría que proponer alguna ganancia, algún aprendizaje final, decir por último alguna frase mencionando la salud mental. Pero no es el caso. A veces hay solo dolor. Y dentro del dolor, otras cosas. Pero para eso es necesario quedarse, entrar, simular la sensibilidad ajena, si se quiere. Y aquí sale fácil: 

Las hormigas no piensan

ya lo pensaron todo:

saben qué hacer

A los 74  años

duermo

en posición fetal

Ryokan

se conforma

con tener arroz

para mañana

Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES
Libros

Moe Szyslak Editores

El martes trato de no moverme mucho: he amarrado el cierre roto de mis pantalones cortos con una cuerda.

Durante once días leo solo libros delgados. Aprovecho el lento comienzo de las tardes y el catálogo de las cinco editoriales que ofrece mi mesón. Es el mes del libro, aparecen ferias varias y boto todos mis turnos de madrugada conserjeril. Comienzo a usar las mañanas, que echaba de menos. Ni bien apoyo la cabeza en la almohada me duermo. Y comienzo a recordar. Anoche por ejemplo hice volar la mesa con ruedas de una patada: estaba soñando que enfrentaba a unas cucarachas gigantes que hacían movimientos de karate así de pie con sus manitas de cucaracha. 

                                                                       *

Escucho desde mi stand a Redolés, a Zurita, a Rita Segato. Primero, a lo lejos, escucho “Rita y su gato” y luego caigo en cuenta. Como tampoco se escucha tan bien, alterno entre mis delgadas lecturas y fragmentos de los expositores. ¿Escojo libros chicos para aprovechar esta biblioteca temporal, para ir descartando opciones de mi listado de doscientoscincuenta pendientes (contando solo los pantallazos del cel) o para alguna vez cumplir mi absurdo desafío goodreads de cien libros al año? Hubo un tiempo en que el libro que estaba leyendo era el único libro existente. A veces pienso en eso con autoenvidia. ¿Quién fue que me dijo hace unos días que las repisas con libros cedieron y cayeron encima como una señal? Hablamos y escribimos sobre libros pero no sabemos cómo nos oímos. Por ejemplo cuando el presentador de esta feria dice por los parlantes LEER ES PODER se me arruga el entrecejo. No puedo saber si es lo que tiene que decir o si de verdad lo piensa. Y poco importa: es el estatuto microfonil el que habla, el que hace de sujeto incluso antes de que haya sujeto. Quizá me pasa con los libros parecido a con el fútbol: prefiero la prosa compleja y real de veintidós individuos puestos a prueba antes que la monserga final de un dt explicando por qué esta vez la pasión popular no ha coincido con la ejecución. Los índices antes que las intrusas fajas de los libros, el primer párrafo de La sangre y la esperanza antes que los estudios al respecto, y así.

                                                                       *

Intento absorber la envidiable capacidad reseñadora y mediadora de la chica que llego a relevar y con quien a veces coincido algunos minutos. El hecho de que sea imposible que me aprenda todos los libros que están sobre el mesón me impulsa a irlos incorporando de a poco, sin presión. A ratos, como en el aikido, uso la fuerza del oponente, es decir, dejo a los lectores que hablen, que me cuenten: si alguien parece interesado por tal o cual libro le hago preguntas, escucho. Alimento y absorbo ese interés, que luego, si me preguntan, replico. 

                                                                       *

Se me aparece Cecilia Pavón, y con eso quiero decir que la leo por vez primera, pero también algo más. Con una amiga que está metida con su poesía completa concluimos que a veces lo que nos gusta de un escritor o escritora es su personalidad. Cierta manera de molestarse a sí mismo por escrito. Ciertas maneras chistosas o elegantes de ir cargando un yo. “Me da esperanza que la poesía no tenga que ser una hueá indescifrable”, me dice L. “Exageré toda mi vida y escribí los poemas ridículos de esas exageraciones”, escribe Cecilia.

                                                                       *

No aprendo. Me gasto lo ganado en más libros que voy metiendo a mi pieza cual faraón enterrado. Y peor aún: me convenzo de que ir moviéndolos y organizándolos en nuevas categorías es casi como leer (por ejemplo, apenas termine Crash puedo permitirme retomar La novela del corazón, o releer la Trilogía involuntaria, o empezar la novela en que se basó Children of men; cualquier -y me lo repito fuerte a mí mismo: CUALQUIER- novela que adquiera debería quedar en esa fila del mismo modo que cualquier libro de cuentos debería quedar en su respectiva fila, sin embargo, ¿qué pasa si, como acaba de suceder, me prestan esta novelita de menos de cien páginas de Carmen Ollé titulada Por qué hacen tanto ruido? Pues se genera una excepción, una prioridad basada en la responsabilidad hacia un otro, esto es, debo leerla y devolverla dentro de este mismo mes). Todo ese preámbulo justificatorio para decir que en el stand de enfrente hay descuentos en Alba y doy con El diario de un hombre decepcionado ¿Si había oído de Barbellion? Jamás. ¿Si necesito leer la corta vida de otro europeo enfermizo que escribía acostado hace un siglo? Ni siquiera me lo pregunto: cuesta la mitad de lo que debería y cuando lo abro al azar el tipo está sentado en un banco de una plaza tratando a todos de idiotas, incluido él mismo. Al llegar a casa lo dejo junto al Libro del desasosiego y Diario de invierno. Terminar de leerlos va a ser también una manera de empezar a leer al joven Barbellion, y así, sucesivamente, hasta ser enterrado en mi pirámide.

                                                                       *

El martes trato de no moverme mucho: he amarrado el cierre roto de mis pantalones cortos con una cuerda. Soy Nelson Muntz. Soy Moe Szyslak, que al menos durante un capítulo de los Simpsons fue poeta: “Mi alma huele como paloma muerta después de tres semanas / cierro mi ventana y me voy a dormir / En mi sueño como maiz con los ojos”. Al día siguiente me siento bien pegado a mi stand: mientras venía hacía acá he tratado de saltar una poza y se ha roto un segundo short, justo en la entrepierna. Pienso que si me río de mí antes que el mundo gano. Pienso, también, que si uno sale poco casi nadie se da cuenta que solo tengo dos pantalones, idénticos.

                                                                       *

Otro día. Otra tarde. Me gusta llegar media hora antes para adecuarme al sauna que generan los toldos que nos cubren. En eso veo a cierto diputado rodeado de su séquito. Lo felicitan. Lo consienten. La disposición misma de los cuerpos los devela. Me acerco, sin que lo noten. Escucho claramente a una mujer que le repite la frase con la que este le respondió hace poco a otro diputado, por redes sociales. “¡Me importa un pepino!”. La repite fuerte, como si fuera un verso escogido de un poema, un proverbio, una invención propia, una manera ingeniosísima de ganar una discusión política. El diputado sonríe, pagado de sí mismo. Ya estoy cómodo con la temperatura y camino hacia mi stand, con la certeza de que recibir demasiada atención durante demasiado tiempo es algo que no todos saben llevar con gracia.  

                                                                       *

Penúltimo día. En media hora me leo Cero, uno de los últimos poemarios de Bertoni editados por Overol. Este sí. Este sí que sí. Mientras lo leo voy sintiendo que tengo órganos, que la respiración es algo que doy por hecho. Para poder vivir no hay que pensar en qué tiene que hacer el corazón y estos breves poemas me tiran en la dirección contraria y al final lo que queda es esa soportable fricción. Aunque ya dos amigas me han dicho esta semana que no entienden por qué algo se vuelve poesía por tan solo escribirlo hacia abajo y cortando arbitrariamente la frase -me ha pasado, me sigue pasando (no aquí)-, debo afirmar que me prestaron por un rato una sensibilidad enfermiza y enfermante, y que eso ocurrió bajo una modalidad que podría llamarse poética. No digo que sea deseable. Ni siquiera digo que sea una experiencia agradable. Si el espíritu del micrófono de la feria me poseyera tendría que proponer alguna ganancia, algún aprendizaje final, decir por último alguna frase mencionando la salud mental. Pero no es el caso. A veces hay solo dolor. Y dentro del dolor, otras cosas. Pero para eso es necesario quedarse, entrar, simular la sensibilidad ajena, si se quiere. Y aquí sale fácil: 

Las hormigas no piensan

ya lo pensaron todo:

saben qué hacer

A los 74  años

duermo

en posición fetal

Ryokan

se conforma

con tener arroz

para mañana

Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES