Ni el cosmos ni yo sino su juego indiferente

El concepto era: el mundo no se acabará, solo nosotros dejaremos de estar.

“No podrías desear haber nacido en otra época 

mejor que esta, en la que todo se ha perdido”

(Simone Weil)

Más que en Chile donde vivo es en mi pieza, pero de todos modos quiero forzar esta costumbre, volverme un corresponsal de esta franja absurda, venir aquí un par de veces al mes a dejar una imagen, un tono, algo que no sea solo yo sino una especie de comunicado radial mal sintonizado, una conversación oída en la pieza vecina. Después de todo, estamos en la misma casa y, con una que otra diferencia, sabemos que se acerca la gran noche, la definitiva, y hay que disfrutar, o al menos intentarlo, salir a leer al patio, bajo un parrón, a la terraza, o al techo como Arnold; hay que regar, podar, estar, mirar las luces de la ciudad ojalá hacia abajo mientras bebes junto a alguien, poner la mesa para varios y luego retirar los platos sucios, hay que ocuparse de esa esquina mohosa de la cocina, todo ese pack que sonará a cliché, a ese poema de Borges que nunca escribió, pero que aún así nos persigue como una invitación constante a ejercitarnos en la bondad, a inaugurar músculos espirituales flojos. Pero no es solo eso: aparentemente, para que nuestra entrega sea un acto de emancipación y no uno imperativo, todo aquello debe ocurrir a sabiendas de que la casa no la heredará nadie, que el patio será comido por la maleza, que ninguna palabra dicha o escrita perdurará en la narrativa indiferente del cosmos. 

No quería partir así. Así ha salido. Es que hace algunos meses tuve uno de esos momentos no sé si epifánicos, esas instancias que son en soledad pero también universales, viendo George Carlin's American Dream. Información nueva no era, y sin embargo me golpeó. ¿Quizá porque entro a los cuarenta y siento el peso simbólico de estar parado en la mitad de mi vida? El concepto era: el mundo no se acabará, solo nosotros dejaremos de estar. Que el planeta va a seguir sin nosotros es algo tan obvio como inasimilable, o sea, si apenas logramos hacernos intermitentemente conscientes de la propia caducidad individual, la desaparición de la experiencia humana entera es un hecho que como civilización nos encargamos de desplazar, reprimir y recubrir. Es como si estuviéramos químicamente lanzados hacia una infinitud, que no se condice con el límite que impone esa ciencia que nosotros mismos inauguramos. 

Lo que no me queda claro es si el mundo quiere la vida o si solo insiste en no morir. Hace no muchos años confiaba en que estos golpes de finitud asociados al calentamiento global y su irreversibilidad cambiarían levemente el rumbo. Creía que algo de esa sabiduría que arrojan los desastres colarían medio a la fuerza no un cambio rotundo pero sí, al menos, una dirección tímida, progresiva, medianamente razonable. Quizá no lo conseguíamos, pero me gustaba pensar que al menos lo habríamos intentado. Asumía, no sé por qué, que si uno a veces aprende a la fuerza, la humanidad también.

Hace cinco años acaeció acá una revuelta popular que en definitiva no tuvo sustento, bases, fuerza política, y ganó la gravedad, el peso del mundo, su fealdad; toda esa mala infinitud. Esa historia chilena reciente de pseudorevolución y contrarrevuelta en curso la encontrarán mejor descrita en sitios especializados. Yo ya no tengo nada que explicar o proponer allí: si pienso en la política ahora lo hago en el marco de un mundo que existió, no de uno que existe, reflexiona y actúa acorde a sus urgencias (me avisan si ven algo así en alguna parte, que al menos desde acá no se ve).

Ojalá no parezca que me entrego gustoso a la desidia, o que abrazo nuestra futura extinción con ánimos ecofascistas, por favor, no: la vida, menos mal, excede el rumbo idiota de los que deciden a nombre del mundo. Afirmo esta perorata apocalíptica y también afirmo este instante en el que suena Slip away de Metheny y canto mal las partes de Pedro Aznar, este punto exacto en que un anhelado otoño se avecina y, pobre como nunca, dispongo de casi todo mi tiempo para, por ejemplo, escribir estas y otras cuestiones. Afirmo que eso también es el mundo. Eso y, por qué no, las próximas revueltas, o la llegada de los extraterrestres, o la suma de todas las vidas sencillas que ya sabían desde siempre que esto iba a ser así.  

A veces siento pudor de entusiasmarme en medio de este mierdazal. Pero me dejo, me lo permito; incluso lo escribo. Mi primer libro ya anda dando vueltas por ahí, era algo que buscaba hace tiempo, sentir de verdad que algo comienza, que me gusta lo que viene. Si me cuesta una década más largarme a una casita en el sur no me importaría que, pasado el tiempo, tuviera que desaparecer junto a todo en un invierno nuclear, o resistir desde allí las futuras guerras por el agua, o cualquier combinación de las próximas calamidades que, como la noche, seguro vienen. Como Jasper, el amigo de Theo en Children of men, recibiría invitados, refugiados postapocalípticos a los que les cocinaría con esmero, siempre dispuesto a recibir un tiro si el fin es noble. Quizá en un mundo que se despide la fuerza de lo que comienza se redobla. Y claro, si pensamos que siempre se ha tratado un poco de que todo está terminando, la diferencia es que hoy la evidencia nos deja a medio camino entre el presente y la distopía, intersticio que, como ven, recién estoy descubriendo como habitar. 

“Leo escritores muertos, y mis lectores son las supermáquinas del futuro”, escribía el imperecedero Carlos Busqued en tuiter. Y es un poco eso. Adecuarse sin concederlo todo. Resistirse sin restarse del movimiento rutinario y su ternura. Mantener el humor más  engrasado que la crueldad. Pasar por el nihilismo, pero nunca quedarse, ni menos aún volverlo teoría explicativa. ¿Habrá algo más inútil que escoger el pesimismo justo allí donde tenemos la libertad de poner fundamentos que nos permitan ser lo que queremos ser? Capaz desde ahí mismo parto la próxima vez. Capaz desde ahí es de donde se parte siempre. Porque que todo esté perdido no significa que nuestra voluntad no tenga sitio. Siempre hay sitio. Escribir es hacer sitio. Ya lo decía mejor que yo Harvey Pekar en American Splendor: “La vida parecía tan dulce y triste, y tan difícil de soltar al final. Pero cada día se hace un nuevo trato, ¿verdad? Solo hay que seguir trabajando, que algo va a aparecer”. 

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Ni el cosmos ni yo sino su juego indiferente

El concepto era: el mundo no se acabará, solo nosotros dejaremos de estar.

“No podrías desear haber nacido en otra época 

mejor que esta, en la que todo se ha perdido”

(Simone Weil)

Más que en Chile donde vivo es en mi pieza, pero de todos modos quiero forzar esta costumbre, volverme un corresponsal de esta franja absurda, venir aquí un par de veces al mes a dejar una imagen, un tono, algo que no sea solo yo sino una especie de comunicado radial mal sintonizado, una conversación oída en la pieza vecina. Después de todo, estamos en la misma casa y, con una que otra diferencia, sabemos que se acerca la gran noche, la definitiva, y hay que disfrutar, o al menos intentarlo, salir a leer al patio, bajo un parrón, a la terraza, o al techo como Arnold; hay que regar, podar, estar, mirar las luces de la ciudad ojalá hacia abajo mientras bebes junto a alguien, poner la mesa para varios y luego retirar los platos sucios, hay que ocuparse de esa esquina mohosa de la cocina, todo ese pack que sonará a cliché, a ese poema de Borges que nunca escribió, pero que aún así nos persigue como una invitación constante a ejercitarnos en la bondad, a inaugurar músculos espirituales flojos. Pero no es solo eso: aparentemente, para que nuestra entrega sea un acto de emancipación y no uno imperativo, todo aquello debe ocurrir a sabiendas de que la casa no la heredará nadie, que el patio será comido por la maleza, que ninguna palabra dicha o escrita perdurará en la narrativa indiferente del cosmos. 

No quería partir así. Así ha salido. Es que hace algunos meses tuve uno de esos momentos no sé si epifánicos, esas instancias que son en soledad pero también universales, viendo George Carlin's American Dream. Información nueva no era, y sin embargo me golpeó. ¿Quizá porque entro a los cuarenta y siento el peso simbólico de estar parado en la mitad de mi vida? El concepto era: el mundo no se acabará, solo nosotros dejaremos de estar. Que el planeta va a seguir sin nosotros es algo tan obvio como inasimilable, o sea, si apenas logramos hacernos intermitentemente conscientes de la propia caducidad individual, la desaparición de la experiencia humana entera es un hecho que como civilización nos encargamos de desplazar, reprimir y recubrir. Es como si estuviéramos químicamente lanzados hacia una infinitud, que no se condice con el límite que impone esa ciencia que nosotros mismos inauguramos. 

Lo que no me queda claro es si el mundo quiere la vida o si solo insiste en no morir. Hace no muchos años confiaba en que estos golpes de finitud asociados al calentamiento global y su irreversibilidad cambiarían levemente el rumbo. Creía que algo de esa sabiduría que arrojan los desastres colarían medio a la fuerza no un cambio rotundo pero sí, al menos, una dirección tímida, progresiva, medianamente razonable. Quizá no lo conseguíamos, pero me gustaba pensar que al menos lo habríamos intentado. Asumía, no sé por qué, que si uno a veces aprende a la fuerza, la humanidad también.

Hace cinco años acaeció acá una revuelta popular que en definitiva no tuvo sustento, bases, fuerza política, y ganó la gravedad, el peso del mundo, su fealdad; toda esa mala infinitud. Esa historia chilena reciente de pseudorevolución y contrarrevuelta en curso la encontrarán mejor descrita en sitios especializados. Yo ya no tengo nada que explicar o proponer allí: si pienso en la política ahora lo hago en el marco de un mundo que existió, no de uno que existe, reflexiona y actúa acorde a sus urgencias (me avisan si ven algo así en alguna parte, que al menos desde acá no se ve).

Ojalá no parezca que me entrego gustoso a la desidia, o que abrazo nuestra futura extinción con ánimos ecofascistas, por favor, no: la vida, menos mal, excede el rumbo idiota de los que deciden a nombre del mundo. Afirmo esta perorata apocalíptica y también afirmo este instante en el que suena Slip away de Metheny y canto mal las partes de Pedro Aznar, este punto exacto en que un anhelado otoño se avecina y, pobre como nunca, dispongo de casi todo mi tiempo para, por ejemplo, escribir estas y otras cuestiones. Afirmo que eso también es el mundo. Eso y, por qué no, las próximas revueltas, o la llegada de los extraterrestres, o la suma de todas las vidas sencillas que ya sabían desde siempre que esto iba a ser así.  

A veces siento pudor de entusiasmarme en medio de este mierdazal. Pero me dejo, me lo permito; incluso lo escribo. Mi primer libro ya anda dando vueltas por ahí, era algo que buscaba hace tiempo, sentir de verdad que algo comienza, que me gusta lo que viene. Si me cuesta una década más largarme a una casita en el sur no me importaría que, pasado el tiempo, tuviera que desaparecer junto a todo en un invierno nuclear, o resistir desde allí las futuras guerras por el agua, o cualquier combinación de las próximas calamidades que, como la noche, seguro vienen. Como Jasper, el amigo de Theo en Children of men, recibiría invitados, refugiados postapocalípticos a los que les cocinaría con esmero, siempre dispuesto a recibir un tiro si el fin es noble. Quizá en un mundo que se despide la fuerza de lo que comienza se redobla. Y claro, si pensamos que siempre se ha tratado un poco de que todo está terminando, la diferencia es que hoy la evidencia nos deja a medio camino entre el presente y la distopía, intersticio que, como ven, recién estoy descubriendo como habitar. 

“Leo escritores muertos, y mis lectores son las supermáquinas del futuro”, escribía el imperecedero Carlos Busqued en tuiter. Y es un poco eso. Adecuarse sin concederlo todo. Resistirse sin restarse del movimiento rutinario y su ternura. Mantener el humor más  engrasado que la crueldad. Pasar por el nihilismo, pero nunca quedarse, ni menos aún volverlo teoría explicativa. ¿Habrá algo más inútil que escoger el pesimismo justo allí donde tenemos la libertad de poner fundamentos que nos permitan ser lo que queremos ser? Capaz desde ahí mismo parto la próxima vez. Capaz desde ahí es de donde se parte siempre. Porque que todo esté perdido no significa que nuestra voluntad no tenga sitio. Siempre hay sitio. Escribir es hacer sitio. Ya lo decía mejor que yo Harvey Pekar en American Splendor: “La vida parecía tan dulce y triste, y tan difícil de soltar al final. Pero cada día se hace un nuevo trato, ¿verdad? Solo hay que seguir trabajando, que algo va a aparecer”. 

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