Casi siempre prefiero que otra persona tome la iniciativa: para organizar una cena, ir al gimnasio, dar un paseo, una manifestación. Mi compromiso —el tuyo probablemente también— parece depender de que se señale un día y una hora. Tú dame fecha, que ahí estaré. Pero dámela.
Durante los últimos meses han pasado cosas que, en otras condiciones, habrían sido motivo más que suficiente para protestar en la calle y exigir responsabilidades. Otras condiciones, véase, sin que imperase la desafección política, sin aburguesamiento wannabe y sin stories de instagram. Sin el creciente afán por convertirse en arrendador, sin la falsa comodidad del activismo digital y si las instituciones no se hubieran ganado a pulso la desconfianza de la población —regional, nacional, internacional—, este año en España habría habido, por lo menos, 3 protestas multitudinarias, así contando a brocha gorda.
Para empezar: hace cuatro años murieron solas 7.690 personas mayores en las residencias de Madrid y todavía no se ha tomado ninguna medida contundente al respecto. Ni un reconocimiento público, ni una investigación exhaustiva, ni por supuesto una dimisión.
Durante la pandemia de Covid, el Gobierno de la Comunidad de Madrid se inventó e implementó una serie de protocolos médicos —que ahora niega— que prohibían la derivación de ancianos de residencias a hospitales públicos. Una sentencia de muerte para miles de abuelas y abuelos, padres, madres, hermanos y amigas. Parece ser que esta fue la orden que llegó a los sanitarios: no cogemos a ningún señor mayor —’su vida vale menos que la mía’, entiendo que pensaron— de las residencias, no aceptamos derivaciones y no se lo contamos a las familias, no vayamos a quedar mal de cara a la opinión pública.
Así fallecieron muchos ancianos, solos en una habitación, agonizando, muertos de miedo, imaginando que el mundo les había abandonado y que nadie les quería. Al otro lado del teléfono, las familias, esperando a que el personal de la residencia pudiera atenderles y confirmar que hoy se les había dado de comer.
Según estimaciones, unas 4.600 personas podrían haberse salvado si hubieran recibido la atención médica adecuada. Sin embargo, el silencio ha sido la única respuesta frente a la gestión negligente del Gobierno de Madrid. Ayuso está segura de que estos señores “no se salvaban en ningún sitio” y las querellas de los familiares le parecieron “el colmo”.
Ha habido denuncias contra su gestión —archivadas, evidentemente— y se han escrito artículos en prensa al respecto. Os los dejamos abajo, os recomiendo leerlos o escucharlos.
Lo que no ha habido es ninguna manifestación multitudinaria. Yo imagino que se le niega la atención médica a alguno de mis abuelos y eso le hace morir solo en una residencia y arde Troya. Tienen suerte los dirigentes de la comunidad de que toda esa tristeza y rabia haya pasado por desgracia desapercibida para la población general en vez de transformarse en concentraciones multitudinarias, porque motivos no faltan. Pero aquí estamos, esperando a que alguien organice algo.
En segundo lugar. Si una persona joven quisiera vivir sola en una gran ciudad debería dedicar el 100% de su sueldo a pagar el alquiler. Compartiendo piso, la inevitable condena, entre el 40 y el 60%. No creo que haga falta mucho más mansplaining de datos. Para la mayoría de personas jóvenes se ha esfumado el “sueño” de acceder a una vivienda en propiedad y se instaura la realidad de malvivir con alquileres que absorben una parte desproporcionada de sus ingresos. El lobo que enseña las orejas es la precariedad perpetua y nos quejamos en redes sociales desde el sofá comprado en wallapop porque no podemos permitirnos uno de Ikea.
El sindicato de inquilinas de Madrid ha convocado una manifestación para el 13 de octubre en la capital (donde yo vivo), pero me extraña que hasta ahora nadie haya quemado ya muchos contenedores.
Por último, hablemos de Israel y de Gaza. Los estudiantes universitarios sí se han movilizado, han acampado en los campus —especialmente en los de Estados Unidos— y ha habido algún intento tímido de protesta física multitudinaria durante los últimos meses, que bien o no ha llegado a serlo o no ha salido en los medios. Sin embargo, el activismo contra el genocidio y la crisis humanitaria devastadora en Gaza, con miles de civiles muertos, entre ellos un alto porcentaje de niños, y una destrucción masiva de hospitales e infraestructuras, ha sido activismo mayoritariamente online. Llegó a muchos sitios, pero lo que llegó no fue la fotografía de un niño de tres años decapitado por una bomba isarelí, sino una imagen compuesta con Inteligencia Artificial exenta de toda violencia.
‘All eyes on Rafah’ no ha servido para presionar a la mayoría de gobiernos occidentales y obligarles a tomar una postura clara contra la venta de armas a Israel y exigir el fin del genocidio. Tampoco lo han hecho las manifestaciones de París, Londres, Madrid o Barcelona que se celebraron al inicio de la ofensiva israelí.
Estos tres casos deberían haber impulsado protestas sostenidas durante todo el año. Sin embargo, gran parte de la indignación que generan se ha canalizado a través de redes sociales, cuyo activismo digital e impersonal ha reemplazado en gran medida la acción física, visible para las autoridades. No es cuestión de aleccionarnos sobre la comodidad de un retweet y un me gusta. Tampoco de obligar a nadie que no quiera a exigir responsabilidades. Suficiente tiene la gente.
Mi preocupación es que la única forma de protesta y canal de cuestionamiento que sobreviva al paso del tiempo sea el del activismo online, que si bien es eficaz para visibilizar según qué problemas, tiende a reducir los movimientos a momentos virales, desprovistos de continuidad o impacto real a largo plazo. La participación en debates únicamente digitales fomenta una ilusión sobre nuestra implicación real en las causas que nos importan. Acallan la conciencia, “con esta imagen ya he hecho suficiente”, como si así sirviera para conseguir un cambio estructural.
La única movilización con impacto directo que recuerdo es la de las manifestaciones del 8 de marzo que, desde aquella protesta sin precedentes en 2018, después de la sentencia del caso de La Manada, han conseguido importantes avances sociales y cambios en la legislación para la protección activa de las mujeres y la igualdad. Cientos de miles de mujeres salieron a las calles de todas las ciudades de España. Últimamente, el contenido online, a pesar de que la asistencia es menor También podemos nombrar la de 2022 en defensa de la Sanidad pública, aunque no tuvo continuidad y no se ha traducido en avances para la región.
Sé que nuestro “activismo” está fragmentado en más causas sociales que antes y sé que la desafección política han llevado a muchas personas a cuestionar la efectividad de las protestas “tradicionales” en la calle. Al mismo tiempo, las injusticias sociales y económicas siguen campando a sus anchas y aquí nadie hace nada. Esperamos. Como ha dicho un amigo al leer el borrador del texto: “Vivimos en un mundo loquísimo en el que ves a gente morir en tu móvil y luego tienes que ir a trabajar”. Le dedicamos los 15 segundos de cortesía, reposteamos para sentir que hacemos algo, y deslizamos hacia la derecha.
Pienso en eso de Butler de que la presencia de un grupo de personas en la calle, simplemente por sí mismo, por llenar un lugar público, ya confieren realidad y significado a la causa por la que se protesta. Es decir, que más allá de apoyar las demandas, los cuerpos por sí mismos, la ocupación del espacio, significan algo, hacen política. No estoy segura de que lo mismo pueda decirse de los perfiles en internet.
Si alguien convocara una mani, ahí que iríamos, pero, de momento, esperaremos a que aparezca el cartel de la convocatoria en las stories de Instagram, medio adormilados. No sabemos quejarnos bien. No entiendo cómo estas cosas no nos enfadan más. Y no puedo evitar pensar en que, o bien estamos tontos, o nos han hecho serlo.