Estaba tomando un café y tratando de curarme del frío de la calle cuando me di cuenta del acento ligeramente extranjero de la camarera, y me quedé absorto. Tenía unos cuarenta años, pelo rubio, ojos azules, era de origen búlgaro y atendía con entusiasmo y hasta un poco de hiperactividad un bar mediocre de Valladolid. No me impresionaba tanto su acento como las expresiones tan españolas que usaba, y que quedaban rarísimas en su boca. “¡No me fastidies!”, le dijo a su amigo con una dureza inusual y una entonación equivocada, pero con infinita simpatía. A todo el mundo le trataba de “cariño”, pero un cariño tosco, con personalidad propia. “De verdad, es que no sé qué prisa tiene este”, dijo, pronunciando con precisión cada una de las palabras. “No ha dicho ni mu”, la escuché decir mientras hablaba con otro. Luego le dijo “hola chicos” a tres señoras que venían muy a menudo. Yo apuntaba en el móvil las expresiones que me hacían tanta gracia, hasta que me vino un pensamiento: ¿Por qué estoy haciendo esto?
Le di vueltas a esa pregunta hasta que me acordé de lo que me había pasado el fin de semana pasado, cuando los últimos restos del extranjero que habita mis entrañas salieron a flote y volví a hacer el ridículo. Fue el sábado antes de nochebuena, mientras tomaba una cerveza en Valladolid con los amigos de toda la vida. Estábamos sumergidos en una conversación sobre el estado terrible en el que se encontraba el mundo mientras fumábamos cigarrillos, bebíamos vino y discutíamos. Parecía que estábamos a punto de descubrir algo importante, una verdad trascendente que ayudaría a alguien más que a nosotros mismos. Entonces empecé a hablar yo. Cuando estaba en el clímax de mi propia teoría sobre el futuro colapso económico, dije: “Todas esas mamadas”. Arruiné el momento. Mis amigos se empezaron a reír y yo me quedé hundido en mi asiento, sonriendo, pero más de pura vergüenza que de la diversión de haber vuelto a utilizar una expresión mexicana.
Intenté amagar una explicación para mi despiste y pasar página, pero no hubo manera. Quedé como un auténtico snob incapaz de no informar cada cinco minutos de que acaba de volver a casa después de un año trabajando en México. Pensé que a estas alturas se me habría pasado, pero la enfermedad del extranjero que utiliza el lenguaje para integrarse no se cura tan fácilmente como pensaba. Como la camarera, en México yo tenía la necesidad de mezclarme en una sociedad que hablaba mi idioma, pero de una forma única y especial que yo intentaba imitar sin éxito. Después de mucho tiempo diciendo “weyyyy, no mames”, descubrí que lo de hacerme pasar por mexicano iba a ser imposible. El acento de castellano castizo no se va tan fácilmente. Aun así, seguí recurriendo a expresiones mexicanas porque descubrí que, al menos, la gente se reía conmigo (o de mí) y eso también me servía para ganarme su simpatía.
También me empecinaba en ello porque el método de supervivencia (física y mental) de cualquier extranjero es adaptarse y conectar con la gente utilizando sus expresiones, sus palabrotas y su vocabulario. Aunque fuera con el acento más castellano que existe. Porque la soledad y el aislamiento al que me había condenado a mí mismo en anteriores ocasiones es peor que hacer un poco el ridículo. El problema es que ahora estoy en un limbo del que no consigo escapar. Intento no pensar mucho en México porque allí la vida era maravillosa y me pongo triste, pero las consecuencias de haber pasado allí un año me persiguen y ahora me siento extranjero hasta en mi casa. El único lugar donde me olvido de mi extranjería permanente, como decía Sergio Ramírez, es en el cuaderno donde escribo. El escritor nicaragüense, exiliado desde hace años de su Nicaragua natal, dijo que “sin la escritura no sería nada. Sería un alma vagabunda, errante por el mundo”. Yo, en aquel momento, terminado el café y pagada la cuenta, solo alcancé a pensar: “Dani, otra vez te estás rayando con la misma mierda”.