Recuerdo de días imperfectos

Carnaval y religión, 

mismo disfraz de la vida. 

—J.J. Alonso

Entre bambalinas, con el recuerdo de esta luz que se apaga, escribo unas líneas cansadas de observar el abismo. La escritura es un remiendo, como aquellos que vestía mi madre cuando era pequeña. Su madre (mi abuela) dirigía un pequeño servicio de costura desde el salón de su casa. Vivían a las afueras del pueblo, en una pequeña construcción de ladrillo con una cuadra para las vacas y unas tierras de labranza. Cuando su hija necesitaba un vestido nuevo para ir al colegio, mi abuela recogía los trozos de tela que habían sobrado y los cosía hasta conseguir una especie de vestimenta Frankenstein. No sé a dónde va esto. Yo estaba hablando de remiendos. 

Y de repente pienso, abro el diccionario en internet y veo mi equivocación. Lo que llevaba mi madre no es un remiendo. Un remiendo es un “pedazo de tela que se cose a lo que está roto”. O sea que mi abuela utilizaba los remiendos, no los creaba. Qué error tan estúpido y fortuito se ha consagrado en medio de tanta verdad. Entonces la escritura es un pegote de remiendos incompletos, un collage de los restos que flotan en el mar de las conversaciones mantenidas con amigos, los pensamientos naufragados en el océano de la memoria y los amaneceres de color rosa contemplados al calor de un cigarrillo de liar. 

En algún momento en estas últimas semanas he aprendido algo que se ha quedado adherido a mi cerebro. La biblia de García Márquez era su diccionario. Lo llevaba siempre encima, lo consultaba todo el rato y hasta se aprendía algunas palabras de memoria. Desde que conseguí esta información de dudosa procedencia he querido tener mi propio diccionario. No sé si sería capaz de llevarlo siempre conmigo, pero al menos me gustaría poder abrirlo y empezar a leer palabras en voz alta en medio de un salón abarrotado de gente bebiendo un sábado por la noche. 

El domingo pasado, después de una de esas noches, me senté en el sofá de mi salón, pagué cinco euros a Filmin y vi Perfect Days. Hubo cosas que no entendí (¿Alguien me explica lo de “la próxima vez será la próxima, esta es esta”?) y mis amigos, cuando se enteraron de lo que había visto, se rieron de mí. Pensaron que había pagado por una película de mierda. “Cuéntale a G (un amigo) de qué iba la película”, me pedía mi compañero de piso, J. “Va de un japonés que limpia baños”, contestaba yo, incapaz, y J. empezaba a reírse. “Increíble”, decía. G me miraba, incrédulo. “¿Pero qué le pasaba al japonés?”, me preguntaba, intentando comprender. “Nada. El tipo se despierta, riega sus plantas, se compra un café en la máquina y limpia los baños públicos de Tokio”, contestaba yo, ante la mirada confusa de G. En realidad, en estas situaciones, me recreo lo máximo posible en mi estupidez porque la cara de fascinación y de extrañeza de la gente no tiene precio. Me miran como si hubiera nacido en otro planeta y no paran de reírse. 

En realidad la película no trata de nada más que eso. También va de otras cosas, pero esa otra parte, la cara oculta de esa historia, puede que no sea tan importante y puede que no contenga tanta verdad. Yo disfruté tanto la película que cogí la bicicleta que tengo aparcada en un recoveco de mi habitación y me fui de casa. Quería (necesitaba) recrearme en la sensación que me había dejado el señor japonés andando en su bicicleta por las calles de Tokio. Quería experimentar lo mismo. No funcionó muy bien. Estuve a punto de estamparme contra un taxi que se paró en medio de la carretera, y las cuestas de Madrid me dejaron sin aliento. Regresé a casa más nervioso, sudado y harto que al salir. 

Intenté vivir la vida de un erudito, de un sabio imperturbable en medio del caos enfermizo de la ciudad, y fracasé. A lo mejor la película sí es una mierda, pensé. Maldito japonés. Además, luego me dijeron que Leila Guerriero había dicho en la radio que aquella película era tristísima, porque en realidad va de un hombre que se esconde en una vida de pobreza y castidad porque tiene miedo de enfrentarse a la realidad. Pensé que Guerriero no tenía razón, pero ahora ya no sé qué pensar. Pienso que la escritura (o al menos este texto) es como el vestido hecho de remiendos que llevaba mi madre cuando era pequeña. Esa es la frase correcta, me digo, y me quedo sin fuerzas. Me hace falta una luz más potente para iluminar el abismo del que hablaba al principio, porque la lámpara que me alumbraba hasta ahora se acaba de apagar. 

O eres puta o eres virgen. 

No hay más opciones. 

Eso es ser mujer. Qué pena. 

—M.J. Viña

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