Todo lo que el fútbol nos robó

Por eso el otro día, cuando el Madrid se dejó empatar por el Celta en los compases finales de los octavos de Copa del Rey, me sentí estafado. Humillado por este deporte del que llevo preso toda la vida

Si tu equipo va dos goles arriba en el minuto 80 de una eliminatoria más o menos controlada, lo lógico es pensar que, mal que bien, el pase a la siguiente ronda está hecho. A lo sumo llegará un gol tonto en contra con el que sufrir los últimos instantes, que como mucho amenazará con un par de balones al área que serán despejados y a otra cosa. 

Por eso el otro día, cuando el Madrid se dejó empatar por el Celta en los compases finales de los octavos de Copa del Rey, me sentí estafado, afanado incluso. Humillado por este deporte del que llevo preso toda la vida. Mi cabreo no era tanto con la actitud defensiva de mi equipo -ese es otro tema- sino con el inesperado giro en la gestión de lo más importante que tenemos, la percepción de nuestro propio tiempo.

Porque a mí se me robó. No busco culpables ni artífices, el ladrón fue el propio fútbol. Esa media hora de prórroga no vista venir era mía. Me pertenecía, a mí y a todos los que estábamos viendo el partido. Como tantos, ya había planeado lo que habría de hacer una vez pitase el árbitro, en mi mente cartesiana no existía la posibilidad de una prórroga.

Cierto es que esta cabecita dura y balompédica ya contaba de antemano con dos horas de la noche de aquel jueves entregadas en cuerpo y alma al fútbol, con la posibilidad de una hipotética prórroga. Pero a medida que avanzaba el partido cometí el error de descartar esa opción. La prórrogas, ya se sabe, como las minifaldas, a partir de abril. Pero la primera del año ha salido madrugadora, llegando en enero como esos bebés que nacen el día uno a las 00:00:10, que ya son ganas de tocar los cojones. La inesperada prórroga nos robaba así todo lo sucedido entre las 23:00 y las 23:40 horas. ¿Dónde se nos fue ese final de jueves de enero? Sólo el fútbol lo sabe.

 

Tiene alma de ladroncillo este deporte. Tal es su pasión por la delincuencia que tampoco tiene reparos en hurtarse a sí mismo incluso en su faceta más pura e infantil, el gol. ¿Qué pasa con los goles de los partidos de los lunes cuando no juega nuestro equipo? ¿Dónde van todos esos tantos? ¿Quién se encarga de guardarlos? ¿Valen para la clasificación del pichichi? Si un gol se marca, pongamos, un sábado a las seis de la tarde, ese gol es visto por todos, comentado en el bar y repetido desde todos los ángulos en las noticias del domingo. Pero si ese mismo gol, idéntico, llega un lunes a las nueve de la noche, ahí queda, invisible, mudo, flotando en una especie de limbo de los lugares no lugares, de los goles nacidos muertos.

Por no hablar de todos esos planes que dejamos de hacer porque, en nuestro delirio, organizamos nuestra vida en torno a los partidos de un equipo. Y pienso en ello, en los fines de semana hipotecados a la jornada de Liga y en los besos que no dimos, en los goles no gritados por temor al VAR y en el autocontrol en los restaurantes caros. Pienso en los nietos que nunca tendremos, en los amores solo imaginados, en los fichajes asumidos que no pasaron de rumores de verano, en ese regate de chupón de patio de colegio que nadie vio por ser lunes. Pienso en todo lo que el fútbol nos ha robado, y pese a ello aquí sigo, entregando mis horas, mi salud y mi juventud, dispuesto a que me siga robando todo lo que quiera.

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Por eso el otro día, cuando el Madrid se dejó empatar por el Celta en los compases finales de los octavos de Copa del Rey, me sentí estafado. Humillado por este deporte del que llevo preso toda la vida

Si tu equipo va dos goles arriba en el minuto 80 de una eliminatoria más o menos controlada, lo lógico es pensar que, mal que bien, el pase a la siguiente ronda está hecho. A lo sumo llegará un gol tonto en contra con el que sufrir los últimos instantes, que como mucho amenazará con un par de balones al área que serán despejados y a otra cosa. 

Por eso el otro día, cuando el Madrid se dejó empatar por el Celta en los compases finales de los octavos de Copa del Rey, me sentí estafado, afanado incluso. Humillado por este deporte del que llevo preso toda la vida. Mi cabreo no era tanto con la actitud defensiva de mi equipo -ese es otro tema- sino con el inesperado giro en la gestión de lo más importante que tenemos, la percepción de nuestro propio tiempo.

Porque a mí se me robó. No busco culpables ni artífices, el ladrón fue el propio fútbol. Esa media hora de prórroga no vista venir era mía. Me pertenecía, a mí y a todos los que estábamos viendo el partido. Como tantos, ya había planeado lo que habría de hacer una vez pitase el árbitro, en mi mente cartesiana no existía la posibilidad de una prórroga.

Cierto es que esta cabecita dura y balompédica ya contaba de antemano con dos horas de la noche de aquel jueves entregadas en cuerpo y alma al fútbol, con la posibilidad de una hipotética prórroga. Pero a medida que avanzaba el partido cometí el error de descartar esa opción. La prórrogas, ya se sabe, como las minifaldas, a partir de abril. Pero la primera del año ha salido madrugadora, llegando en enero como esos bebés que nacen el día uno a las 00:00:10, que ya son ganas de tocar los cojones. La inesperada prórroga nos robaba así todo lo sucedido entre las 23:00 y las 23:40 horas. ¿Dónde se nos fue ese final de jueves de enero? Sólo el fútbol lo sabe.

 

Tiene alma de ladroncillo este deporte. Tal es su pasión por la delincuencia que tampoco tiene reparos en hurtarse a sí mismo incluso en su faceta más pura e infantil, el gol. ¿Qué pasa con los goles de los partidos de los lunes cuando no juega nuestro equipo? ¿Dónde van todos esos tantos? ¿Quién se encarga de guardarlos? ¿Valen para la clasificación del pichichi? Si un gol se marca, pongamos, un sábado a las seis de la tarde, ese gol es visto por todos, comentado en el bar y repetido desde todos los ángulos en las noticias del domingo. Pero si ese mismo gol, idéntico, llega un lunes a las nueve de la noche, ahí queda, invisible, mudo, flotando en una especie de limbo de los lugares no lugares, de los goles nacidos muertos.

Por no hablar de todos esos planes que dejamos de hacer porque, en nuestro delirio, organizamos nuestra vida en torno a los partidos de un equipo. Y pienso en ello, en los fines de semana hipotecados a la jornada de Liga y en los besos que no dimos, en los goles no gritados por temor al VAR y en el autocontrol en los restaurantes caros. Pienso en los nietos que nunca tendremos, en los amores solo imaginados, en los fichajes asumidos que no pasaron de rumores de verano, en ese regate de chupón de patio de colegio que nadie vio por ser lunes. Pienso en todo lo que el fútbol nos ha robado, y pese a ello aquí sigo, entregando mis horas, mi salud y mi juventud, dispuesto a que me siga robando todo lo que quiera.

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