Un agujero para besarnos

Quizá uno nunca sea tan consciente del paso del tiempo, el cronológico y el propio, como en verano. No hay verano igual a otro como tampoco existe dolor ni beso idéntico. Siempre hay otras vidas, otros veranos por ahí escondidos. Y la conciencia de la fugacidad del tiempo encuentra su golpe de realidad más severo al recordar, precisamente, esos otros veranos y esas otras vidas, que paradójicamente siempre fueron mías, aunque yo ya no sea ni pueda ser nunca aquella persona.

El verano de hace 15 años, el verano de mis 15 años, lo pasé en un internado. Mi estancia en tercero de la ESO había sido no sólo decepcionante, sino que la podríamos catalogar incluso de fracaso, en esa narrativa absurda de repartir el mundo, y por tanto aquellos que por él vagan, entre triunfadores y fracasados.

Especialmente duro resultó para una madre que no comprendía cómo su hijo, que tonto no era, más bien atolondrado y zascandil, no era capaz de coger el toro por los cuernos y rebelarse ante la hostia que ya asomaba en la primera, segunda y tercera evaluación. En cambio, para el padre, que haciendo honor a la época y a su rol paterno jamás se preocupó  por la educación de su prole ni se aprendió el nombre de un sólo profesor ni mucho menos consideró acudir a cualquier reunión con uno de los múltiples docentes que alguna vez suspendieron al cafre de su hijo, el fracaso escolar de éste simplemente le sobrevino como una circunstancia más, un revés de la cotidianeidad no mucho más molesto que tener que llevar el coche al taller o padecer durante tres semanas el ruido de las obras de debajo de casa.

Las cinco asignaturas suspensas aquel año -que no fueron cinco sino cuatro, al contar Física y Química y Biología y Geología como una sola- llevaron a mis padres -esto es, a mi madre- a tomar la dolorosa decisión de enclaustrar durante julio y agosto a su niño, precisamente para que dejase de serlo, en uno de los internados con fama de más severos del país. Para que apruebe el muchacho. Y de paso que espabile, que falta le hace. Que está muy perdido.

Paradójicamente, aquellas cinco asignaturas suspendidas que a mis padres, amigos y a mí mismo nos parecieron una montaña imposible de remontar, fueron vistas en esa suerte de hospicio para alumnos desahuciados de cualquier esperanza de futuro como una broma, casi casi como una provocación.

Chavales que llevaban suspensas todas menos la Educación Física no daban crédito, no se explicaban qué hacía allí un listillo con sólo cinco suspensos. ¿Pero qué pasa, que a ti no te quieren tus padres?, me preguntaron varios compañeros, incapaces de comprender la enorme putada que me hacían al mandarme a aquella especie de mili con wifi.

Una mili muy cara, todo sea dicho, factor que invitaba a presuponer en nuestros padres una cierta posición socioeconómica, con lo cual a sus hijos, rigiéndonos siempre por las reglas no escritas de los estereotipos, se les podía considerar unos pijos en cualquiera de sus múltiples variantes. Y si no pijos, por lo menos niñosbien. Claro que había excepciones -yo mismamente- cuyo origen distaba mucho del abolengo adinerado generalizado. Seríamos unos pocos, ya digo, embajadores de la clase media de principios de siglo a cuyas madres les compensaba el dispendio económico a cambio de la tranquilidad de espíritu. En un hipotético caso de descarrilamiento académico definitivo, estas madres no se podrían recriminar el tan común cargo de conciencia de pudimos hacer algo más. No, ellas no podían haber hecho nada más.

Más allá de sus métodos castrenses o de la sorprendente resurrección académica que experimenté, de especial interés durante aquellos dos meses me resultó el asunto sociológico. Los internados para adolescentes cuya edad comprende entre los 15 y los 18 años son, por regla general, ecosistemas salvajes, de una crueldad extrema con aquellos eslabones más débiles de la cadena trófica. En este caso es necesario destacar un matiz fundamental.

Era el elegido por nuestros padres un internado exclusivamente de verano, lo que implicaba que nuestro aterrizaje en el centro precedía de una ignorancia absoluta sobre los compañeros que allí nos habríamos de encontrar, desconociendo si el vecino de litera era una bellísima persona o un perfecto hijo de puta, lo que llenaba a nuestro adolescente instinto de supervivencia de un carácter de desconfianza hacia el prójimo y de una necesidad casi mamífera de exaltar una muy mala hostia aún por desarrollar en aquellos cuerpos todavía en agraz.

En cualquier colegio o instituto, las jerarquías sociales entre alumnos están perfectamente definidas, y su composición responde a múltiples factores relativos al historial, la experiencia o a la siempre fascinante mitología escolar. Al malote nadie le discute su condición de malote, como tampoco se ve obligado a forzarla para mantenerla, porque su posición jerárquica respecto al grupo le permite cierto inmovilismo. Es un privilegio del que goza casi por decreto, y sólo en casos muy contados tiene que sacar a relucir sus habilidades por las que en su día obtuvo, muy merecidamente en la mayoría de casos, el título vitalicio de macarra del insti.

Pero esto era un escenario radicalmente distinto. El carnet había que ganárselo día a día y la competencia era feroz. A tan perversa institución académica dimos a parar chicos de todas las partes de España de 15, 16, 17, 18 incluso 19 años sin conocerse de nada. Pijos, flipaos, niñatos, proyectos de fascistas, hijos de fulanito (tú no sabes quién es mi padre) e hijos de puta. Para colmo un número no despreciable de entre aquella panda de desgraciados no había sido dotado con las virtudes de una inteligencia medianamente convencional, y los que más o menos se podían defender entre letras y números eran unos vacilones, o unos vagos redomados (mi caso) o una mezcla de ambas, o al menos unos enfants terribles lo suficientemente atormentados como para suspender ocho, nueve o doce asignaturas durante el curso.

Era curiosísimo asistir en directo al fenómeno de la formación de las jerarquías. ¿Quién es el macarra cuando se juntan los 135 macarras de sus respectivos colegios? ¿Qué consenso hay ahí? ¿Quién está legitimado para sentarse en la última fila del aula, con la silla inclinada hacia atrás sobre sus dos patas traseras y mascando chicle?

Afortunadamente yo tuve la suerte de recalar en el grupo de tercero de la ESO, lo que implicaba pertenecer al curso de los enanos, y, por tanto, que los mayores nos despreciasen con su indiferencia. Mejor. Pero las guerras por la suprema posición de dominancia entre los chavales de bachillerato eran una cosa loquísima. Desde nuestros ingenuos 15 años sentíamos admiración hacia ellos. Había mitología de verdad en aquellos pocos que gozaban de esa cualidad que siempre seduce, que va más allá de la arrogancia y que parte de la profunda convicción de que uno es tan especial que no guarda necesidad de ir por ahí diciéndoselo a todo el mundo, porque nadie tiene ninguna duda al respecto. El carisma, claro.

Porque salían de fiesta, bebían alcohol, se habían pegado a la salida de una discoteca. Presumían de que alguna chica se la había chupado. A ojos de un adolescente, el sexo y la violencia están muy bien valorados. Era una época de fascinación por los macarras, qué le vamos a hacer. Se acaba pasando, como todo. Pero desde luego no a los 15, donde das trato de santo sacramento a cualquier aproximación a lo que intuyes como placeres de la vida adulta, ajena a los designios de unos padres a los que no entiendes y sin obedecer más ley que la voluntad de quien ha venido al mundo a comérselo a bocados. 

Pero la cadena trófica de un internado se rige por unas leyes inmutables, el orden establecido es inmisericorde a las injusticias, y para la existencia de malotes es imprescindible la presencia de eslabones débiles, víctimas de los abusos de todos los estamentos jerárquicos superiores, alumnos incapaces de rebelarse ante tanta crueldad ni de mostrar ningún gesto más allá de la sumisión y la auto humillación.

Si hacia los malotes profesábamos una especie de admiración no exenta de cierto miedo y por los apestados una más que humana compasión, eran aquellos que habitaban en un rango intermedio de la pirámide por los que sentíamos mayor desprecio. Se trataba del escalafón inmediatamente superior al formado por los marginados pero lejos aún del de los populares y su pandilla.

Los miembros de esta vil categoría se comportaban como auténticas alimañas, serviles con los macarras, a quienes no dejaban de reírles las gracias, y extremadamente crueles y déspotas con los más débiles, quizá por un razonable temor al ascensor social. En el fondo todo se resumía en una cuestión de supervivencia y de proteger la posición de la cadena asignada. Incluso a ojos de chicos de 15 años, aquellos que constituían este peldaño eran vistos como los más pringados de todo el internado y así les tratábamos, incapacitados como estábamos de sentir lástima por ellos, como sí ocurría con los apestados. Sólo nos cabía el desprecio hacia ellos.

Pero incluso en los espacios únicamente reservados a la crueldad hay momentos para la belleza, para la ternura. Lo protagonizó uno de aquellos internos que podemos empaquetar en la categoría de “chavales normales”, en ningún caso uno de los malotes del centro ni nada parecido. Tampoco tenía fama de ligón. Era un buen chico, tampoco diremos intrascendente, simplemente tenía un papel secundario. En el fondo, superada la natural envidia del primer impacto, me alegré de que le pasara a él. 

El internado, que durante el curso lectivo funcionaba como un colegio normal, se ubicaba en una urbanización para la clase pudiente a las afueras de una capital de provincia con fama de pija que no es necesario especificar aquí. Aquel edificio considerado por muchos una cárcel convivía a escasos metros con la cotidianeidad de las cosas simples, que son siempre las más valoradas cuando uno se siente privado de sus hábitos y costumbres.

Por allí pululaban familias, niños corriendo, viejos al sol. Una señora horterísima sacando al perro. En fin, vestigios de civilización extramuros que nos mantenían conectados con un finísimo hilo al mundo real, dentro del delirio colectivo que el internado había supuesto para nuestras cabecitas. De entre todos aquellos signos que nos recordaban que ahí fuera había un verano por ser vivido, destacaba una chica. Tendría nuestra edad. Era guapilla. Y merodeaba por los alrededores. Se dejaba ver. No tenía reparo en entablar conversación cuando alguno de los mayores, envalentonado, le soltaba algún comentario improcedente.

Ni que decir tiene que en torno a aquella muchacha alegre se creó una leyenda de tía buena por la que todos los reclusos suspirábamos; era ella el tema de conversación en el comedor y la causante de elevar unos niveles de testosterona ya de por sí desproporcionados ante la ausencia de contacto femenino. Había alguno al que el semen se le salía por los ojos de tan berriondo. Al mismo tiempo iba cogiendo forma un silencioso reto. A ver quién era el guapo que se la ligaba. 

Ella lo sabía y se recreaba en ese rol. Paseaba cada día al ladito de la verja, escogiendo meticulosamente las horas en las que salíamos al patio para hacer coincidir su disimulada caminata con nuestra puesta en libertad de cada día. Disfrutaba sabiéndose deseada. Y, de entre todos, entabló amistad con uno de los más normales. Ni muy malote ni muy pringado. Uno de los nuestros.

Con el paso de los días, me fijé cómo el compañero aprovechaba el ratito de después de cenar para alejarse, muy sigilosamente, a los confines del patio, donde la verja separaba el internado del mundo real. Miraba a ambos lados, y cuando no detectaba peligro alguno, sacaba unos alicates con los que, de poquito en poquito, perforaba la valla de metal. 

Yo no entendía nada hasta que de pronto lo entendí todo. Estaba creando un agujero en la verja. Pero no para huir. Lo hacía a escondidas, claro, de tapadillo, mientras no le veían los monitores. Un poco a lo prisionero de una cárcel cavando detrás del póster de una modelo en bikini un túnel con una cuchara, poco a poco, llenándose los bolsillos del pantalón de polvo para no levantar sospechas. Yo, que tiendo a la empatía ante cualquier hombre enamorado, me imaginaba al chaval con los alicates erre que erre y en estas el monitor, de métodos castrenses, le pillaba. Y aunque aquello sólo fuese un supuesto y ni siquiera era yo la víctima del descubrimiento, la sola idea del compañero siendo cazado por la autoridad me generaba un desasosiego casi incompatible con cualquier otra actividad.

No le pillaron, no, y en eso de una semana ya estaba sacándole provecho a su peculiar invento. Porque cada vez que la noche caía, y teníamos una horita libre después de cenar para tomar el fresco y así olvidarnos de lo largo que había sido el día antes de que llegase el siguiente, nuestro amigo enamorado volvía al lugar del delito, es decir, a su agujero. Esta vez sin alicates, esta vez con alguien esperándole. Los monitores se lo permitían, se ve que hablar con la persona amada verja mediante no era constitutivo de delito. La escena de la parejita adolescente separada por una valla, un poco a lo Romeo y Julieta siglo XXI, generaba cierta ternura hasta al más insensible. El amor en los tiempos del tuenti así fue, lo vieron estos ojitos.

Ni monitores ni vigilantes sospechaban que el muy tarado había vandalizado el edificio de lo coladito que estaba por ella, tal era su necesidad -la de ambos- de contacto físico con la persona deseada. Y cuando ya no les salían más palabras, a pesar de que ambos hubiesen matado por quedarse allí toda la noche escuchando embobados al otro, cuando el ardor en el estómago y en los labios les impedía continuar con un diálogo más o menos elaborado, era justo ahí, en ese punto torpe de la conversación, en la antesala del beso, cuando nuestro amigo aprovechaba para sacar la cabeza por el agujero y morrear. 

Con el tiempo justo, no se podían exceder en el beso más de la cuenta, el riesgo de ser pillados por un adulto estaba ahí. Y de este modo, saciada no la curiosidad, sino la necesidad de besar y ser besado, el interno volvía a introducir su atolondrada cabecita en el lado de la verja de donde nunca debió salir. Y cada poco repetía el proceso de asomarse, magrear y volver, sin importarle las cicatrices que la reja metálica le dejaba en el cuello cada vez que un morreo se ponía a tiro. Un buen morreo lo justifica todo y más a esa edad.

Quiero creer que lo sabían. Todos. Los envidiosos, los chivatos. Los monitores, el director del centro y hasta los padres de la muchacha. Y que, quizá en la única muestra de humanidad que demostraron en aquellos dos meses, ninguno lo impidió. Quiero pensar que todos miraban para otro lado, que se hacían los remolones, que no se querían enterar de lo que pasaba. Ya era el internado un lugar lo suficientemente oscuro como para encima arruinárselo al único alumno que lo abandonaría con un recuerdo feliz.

En una ocasión, durante aquella semana en la que el chico todavía no había acabado su obra, le pregunté por su extraña costumbre de llevar los alicates a la verja y horadar. Ya digo, este chaval era inofensivo, otro me hubiese soltado una hostia por cotilla.

Hago un agujero, me dijo. Un agujero para besarnos, añadió.

Siempre hay otros veranos por ahí.

 

 

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